Pienso que la narrativa de Emilio Ramón es punk en su esencia. Relatos escritos de forma cercana y cotidiana, que alojan historias oscuras e intensas.
Narrar la cotidianidad es uno de los ejercicios de escritura más dedicados y junto a ello también uno de los más complejos. Por el esmero que implica detallar con fidelidad los espacios y las voces que conforman la realidad, así como también por el inminente comparativo del lector con su propia experiencia de cotidianidad en el momento de recepción de la obra. Y es que encarnamos esa narrativa cotidiana a toda hora y en todo lugar.
Desde que nos levantamos para preparar la taza de café que tomaremos a medias, mientras lidiamos con la densidad mental de afrontar un nuevo día, hasta cuando vamos caminando a paso lento, escuchando nuestra música favorita, en una tarde de primavera. El cotidiano viene a ser una forma de literacidad experimentada por todos. Desde ahí, leer narrativa de lo cotidiano es confrontar aquella experiencia personal con la obra misma. ¿Qué ocurre cuando esa cotidianidad desfigura los márgenes de lo real, dando paso a lo fantástico? La lectura da un vuelco, donde lo esperado y lo inesperado se cruzan en un juego que espejea a su vez entre lo habitual y lo extraño.
Este gesto de irrumpir el cotidiano con lo insólito lo encontramos en De qué hablamos cuando hablamos de apocalipsis del escritor Emilio Ramón. Un libro que reúne nueve cuentos que nos sumergen en una narrativa peculiar, permeada por un lenguaje cercano, matizado en tonos oscuro y crudos. En esta obra, el juego de los contrastes pasa a ser indispensable para comprender la construcción de los espacios de la narración, ya sean físicos como psicológicos.
Aquí, los personajes protagónicos tienen voces claras y directas. No se andan con rodeos al momento de expresar sus inusuales pensamientos en torno al mundo y a ellos mismos, los que chocan con las detalladas descripciones de la vida común y corriente que los rodea. Personajes dinámicos, que van cambiando sus personalidades, comportamientos y convicciones frente a su realidad. Relaciones tóxicas, mentes enfrascadas en su propio ego, desvaríos, psicopatías y extravagancias.
Lo grotesco pasa a ser el punto de equilibrio en esta síntesis de contrastes donde lo trágico y lo cómico, lo bello y lo feo, lo burdo y lo culto, se sobreponen en una pugna dicotómica que jamás llega a ser resuelta. Y es justamente ahí, en ese espacio de ambivalencia, donde encontramos la fascinante propuesta del autor, quien nos instala en espacios que, si bien son distintos en cada cuento, guardan en común estas dualidades que alteran el relato, exaltando los elementos ficticios y sobreponiéndolos en lugares corrientes, que provocan en el lector la sorpresa de lo insospechado y repentino.
Lo interesante de este libro, es que aquellas dualidades que atraviesan los relatos, nacen de la construcción de un universo donde lo inusual pareciese no serlo dentro de la obra. En la narrativa de Emilio, lo distinto sólo pasa a serlo para el lector, ya que, dentro del relato, que la cabeza de un trabajador explote realmente por acumulación de estrés o que la ciudad de un momento para otro quede completamente en blanco y negro, es parte de la aceptación de la realidad. Los límites entre lo cotidiano y lo fantástico se entrecruzan tanto en el marco de la narración como en la experiencia misma de lectura.
Por otra parte, coexisten elementos y técnicas narrativas que engrosan el efecto de verosimilitud dentro de la historia misma. En primer lugar, tenemos una especial construcción de metarelatos que refuerzan la realidad y credibilidad de la trama. Metarrelatos tan sencillos como eficaces. Por ejemplo, en “Tommy Gun” el autor se menciona a sí mismo dentro de la historia por medio de la voz del narrador, retomando la idea contemporánea de la narración dentro de la narración, la transgresión de la cuarta pared con tintes de humor negro, donde el sarcasmo toma un rol protagónico.
La verosimilitud del metarrelato la encontramos aún más pronunciada en el apartado Lo que no se vio, alojado al final de la obra. Y aquí me detengo a hacer mención honrosa por el tacto y la creatividad con que se busca sumergir al lector en el universo creado. En esta serie de fotos en blanco y negro, se “atestiguan” y “confirman” los hechos principales que dan vida a los cuentos. Encontramos fotos de la lluvia interminable del cuento “Una las dos (el diluvio)”, la ciudad en blanco y negro de “Sharon Tate”, imágenes de personas leyendo novelas que solo existen dentro de los relatos, como Los intestinos del ministro o la Biografía póstuma de Walter Davis, entre otros. En este libro, el esmero por sustentar la fantasía dentro del diario vivir es realmente fascinante.
Si tuviésemos que definir la música punk, diríamos que es básica en su instrumentalización, y compleja en sus letras. Acordes sencillos que sostienen la densidad de aquello que se transmite. Pienso que la narrativa de Emilio Ramón es punk en su esencia. Relatos escritos de forma cercana y cotidiana, que alojan historias oscuras e intensas. Historias que se complejizan cuando entendemos que el gesto del autor es mostrarnos la ciudad vista desde adentro, intrincada en aquellos rincones sucios y recónditos que pueblan la escena de un Santiago apocalíptico.
Ficha técnica:
“De qué hablamos cuando hablamos de apocalipsis”, Emilio Ramón, año 2024, editorial Los Perros Románticos, 120 páginas.