Tal vez esa sea una de las tantas virtudes de este libro, hacernos más libres. Joaquín contándonos su historia, nosotros pudiendo leer sobre salud mental sin tapujos y abriendo el espacio para más debates, más narraciones. ¡Enhorabuena que resististe!
Ni siquiera es necesario abrir el libro de Joaquín Miranda Puentes para empezar a hacerse preguntas. ¿Qué demonios es eso de “psicosis lúcida”?
¿No es la psicosis un conjunto de síntomas que afectan la mente y que hacen con que perdamos un cierto contacto con la realidad? Y, si es así, ¿cómo es posible que esto tenga algún grado de lucidez, es decir, de esta capacidad que tenemos los humanos de ver las cosas con claridad, racionalidad, cordura? ¿Qué clase de oxímoron es este?
Pero ábranlo. Ahí se darán cuenta de que “psicosis lúcida” no es una mera provocación del autor, sino el diagnóstico que recibió cuando tenía 15 años.
Ábranlo y se encontrarán con una obra que te atropella desde la primera frase. No es un exagero. El libro “Psicosis lúcida” (Hueders, 2024) parte con esta frase del escritor Rafael Rubio: “las ganas que yo tengo de vivir son como para hacer llorar a Dios”.
Vivir pese a todo. Vivir con un pasado. Vivir a pesar de ese pasado. Vivir con todo.
En estas páginas, los lectores se darán cuenta de que la memoria actúa de una manera extraña. A la vez que bloquea recuerdos, como un recurso para protegernos, también es capaz de identificar una serie de detalles que sobreviven al paso del tiempo. Como las 21:30, hora exacta de ingreso de Joaquín a la clínica psiquiátrica. Como los muros azules y amarillo pálido. Como los dos objetos que eligió para llevar a ese lugar: “Narraciones extraordinarias”, de Edgar Alan Poe y una gillette. Ambos considerados igual de peligrosos para él y que fueron, por lo mismo, confiscados.
Las palabras y una gillette pueden ser igual de punzantes. En eso hay que darle crédito a los funcionarios del recinto. Porque las palabras escritas por Joaquín cortan, mutilan, sacan pedazos. Hacen “llorar a Dios”.
Por ejemplo, cuando dice que su primera interacción con otro interno fue “una sacada de cresta al alma”. O, cuando menciona al salir del recinto “hasta los semáforos me emocionaron”. O cuando reconoce: “para mí siempre era de noche”.
No hay que equivocarse. Es cierto que el libro da cuenta de la peor cara de los seres humanos, esta que se niega a hablar de salud mental, que silencia los problemas, que repele los diagnósticos como si fueran contagiosos, que se aprovecha de los pacientes y les quita su humanidad. Pero en medio de todo eso hay espacio para el humor. Como cuando Joaquín, incapaz de recordar el nombre de un funcionario terrible del centro médico, le inventa uno cuya sigla, intencionalmente, es CSM. O cuando su primo le envía una carta diciéndole que aquí es cuando la tele –representada por Los Simpson– se vuelve más importante.
Así como hay espacio para el humor, lo hay para la ternura. Personas-personajes que nos sorprenden, como Pedro, quien cuidaba a Joaquín de la prepotencia de otros enfermeros; o Juanca, que logra encontrar un espacio para la música y la alegría de Joaquín en la clínica. La ternura de una organización que busca a las personas detrás de un diagnóstico, como Corfapes. La de una hermana que solo quiere abrazar a su hermano mayor.
La de una madre capaz de dormir en el suelo con tal de acompañarlo en su primera noche fuera de ese lugar. La de un padre con miedos, angustias y ansiedades que le heredó también el poder de la palabra. Afirma el papá en una hermosa/dolorosa poesía: “decir que nací a medias sería más exacto… y era yo que me caía a pedazos”.
La ternura, incluso, en las malas palabras. Esta hermosa edición de Hueders incluye algunos de los dibujos que Joaquín hizo en la clínica. Ahí se lee: “La muerte será vencida. Sí, será vencida”. Y “resiste, mierda”.
En sus obras, el filósofo alemán Walter Benjamin se pregunta “si toda enfermedad sería curable con tal de que se dejara llevar por la corriente de la narración lo bastante lejos… hasta la desembocadura”. Me pregunto cuán sanadoras pueden ser las palabras.
¿Qué hubiese pasado si los adultos, en lugar de negarse a hablar de salud mental, le hubiesen dicho a los compañeros de Joaquín lo que le había pasado? Quizás, de esa manera, él no se habría sentido -abro comillas- “inferior a los demás”, “el raro”, “el loco”. ¿Qué pasaría si todas las personas transparentaran que tienen en su familia a alguien con diagnósticos de ansiedad, o depresión, o esquizofrenia? Tal vez muchas personas se darían cuenta de que no están solas, que lo que les pasa es más –permítanme el uso del término– “normal” de lo que parece. ¿Qué pasaría si los doctores cuidaran más sus palabras, o si recordáramos que los fármacos no son los únicos tratamientos posibles?
Joaquín da cuenta de lo sanador que fue contar con las palabras y la música. El metal, el satanismo, pasando por Huidobro, Rimbaud y Parra. En un mundo fracturado, la narración comenzó a reunir las piezas de su vida y mostrarla como lo que era: una vida, sin más.
El dolor y el trauma pueden ser un dique de contención que al comienzo ofrecen resistencia a la corriente de la narración. Pero, como nos recuerda el escritor surcoreano Byung-Chul Han, ese dique revienta cuando la corriente de la narración aumenta su caudal y es lo bastante fuerte. La corriente arrastra cuanto encuentra a su paso, llevándolo al mar de la feliz liberación.
Tal vez esa sea una de las tantas virtudes de este libro, hacernos más libres. Joaquín contándonos su historia, nosotros pudiendo leer sobre salud mental sin tapujos y abriendo el espacio para más debates, más narraciones. ¡Enhorabuena que resististe!