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¿Una nueva oportunidad para la ciencia en Chile? Sobre “La liebre y el compás” de Andrés Couve
Solo desde una comprensión orgánica de la práctica científica podremos aspirar a políticas que genuinamente potencien, en lugar de obstaculizar, la producción de conocimiento en nuestro país, y sobre todo la penetración efectiva del conocimiento en la vida cotidiana y productiva.
La trayectoria de Andrés Couve merecería por sí sola un comentario aparte de este que le dedicaré a su libro. Formado como neurocientífico en Santiago, Nueva York y Londres, dedicó años a estudiar la transmisión de señales químicas entre neuronas, con especial atención a los receptores inhibitorios y al transporte de proteínas y canales iónicos axonales.
Enriqueció la vida ensimismada de los laboratorios con activismo científico, y fundó y lideró el Instituto de Neurociencia Biomédica de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. En 2018 se crea el Ministerio de Ciencias, Tecnología, Conocimiento e Innovación, y Couve abandona el trabajo científico y académico para ser el primero en conducirlo.
No es frecuente que un investigador creativo con una carrera científica bien asentada busque –y consiga– asumir cargos de ese nivel –aunque también es cierto que en Chile, mientras existió Conicyt y hasta los años de instalación del Ministerio, nos atuvimos al principio tácito (y todo indica que acertado) de confiar la conducción de las instituciones públicas para la ciencia a investigadores experimentados que contaran con una visión clara acerca del sentido de la actividad científica y su rol en la vida nacional–. Aprender el lenguaje de la política y de las políticas públicas para inocular en él los intereses incomprendidos y acaso incomprensibles de los investigadores compromete radicalmente proyectos de vida y merece gratitud y admiración.
Lo singular en el caso de Couve es que a los cincuenta años y con su mobiliario intelectual forjado opte por el ocio costoso, demandante y no necesariamente gratificante de la reflexión. Su gesto impresiona doblemente. Primero, porque cede a un conjunto de preguntas intratables que el eufemismo llama “fundamentales”: ¿qué es el conocimiento —quizás la más enigmática e impredecible de todas las actividades humanas—? ¿qué implica producirlo? ¿por qué lo valoramos? Segundo, porque la incursión resulta en una conceptualización novedosa, sistemática, clara y pertinente del conocimiento científico, su valor y las condiciones de su producción.
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“La liebre y el compás” es un libro único y sorprendente. Aborda una realidad ineludible aunque difícil de asimilar: desde hace ya buen rato, las condiciones objetivas de la existencia humana sobre este planeta son producto de la actividad científica y tecnológica. Pocos, en nuestro país, toman nota de que la realidad toda entera –la vida política, los movimientos sociales, las políticas públicas, los emprendimientos– está profundamente mediada, para no decir determinada, por la ciencia y la tecnología.
El intelectual chileno, que suele auto-concebirse como paladín de lo relevante, exhibe una notable ineptitud para captar lo que era ya obviedad en cualquier escrito político y económico de Marx. Esta ineptitud, lamentablemente, se expande más allá del vanidoso (aunque inofensivo) mundo intelectual: ninguno de nuestros gobiernos ha logrado definir y desarrollar una agenda global, robusta, realista de acción pública a la luz y a la altura de esta condición fundamental: la mediación científico-tecnológica de nuestra realidad. Sería temerario y pretencioso dar por superado el sombrío diagnóstico que el propio Couve junto con 7 premios nacionales de ciencias y cientos de colegas plasmaron hace diez años en un inserto publicado en El Mercurio, titulado “Nuestros gobiernos han escogido la ignorancia” .
Pero quizás estamos frente a una nueva oportunidad para sensibilizarnos sobre el rol que la ciencia y la tecnología juegan en la vida nacional. Se palpa a diario que toda actividad productiva, toda industria, de alto o bajo valor agregado, sofisticada o extractivista, necesita de capacidades científico-tecnológicas complejas o ultra-complejas. Lo que está en juego no es hacerle el peso a la industria avanzada, sino la creación de niveles mínimos de sostenibilidad y competitividad.
El tiempo de los sueños compartidos y las grandes misiones de transformación nacional ha quedado atrás. Y la desazón que genera nuestro historial de desarrollo frustrado no encontrará alivio en nueva infraestructura soberana para la gestión y el financiamiento de la investigación.
Hoy nuestra relación con el conocimiento es diferente: exige especificidad, localidad, singularidad, dispersión, desconcentración, incluso obsolescencia. Lo necesitamos no solo para crecer, sino para persistir. No es solo que nuestros incendios, nuestra salud, nuestra inseguridad, nuestra productividad y competitividad requieran de soluciones oportunas y concordantes con nuestros territorios, leyes, formas de ser, climas, océanos, flora y fauna.
Es también que nuestros problemas se refieren siempre y crecientemente a circunstancias irrepetibles sobre las que no tenemos ni vamos a tener una comprensión y control adecuados. Lo que necesitamos es bastante más que infraestructura y tecnologías: necesitamos inventar soluciones únicas y desconocidas a problemas idiosincráticos que, en su especificidad, solo duelen a quienes los padecen.
Hoy, cualquier usuario del conocimiento –cualquiera de nosotros– debería vivir en carne propia aquello que Marx y Engels observaban como característico de la sociedad burguesa: la inexorable necesidad de revolucionar constantemente las formas de producir. No basta importar o adaptar o aplicar conocimientos preexistentes o mandados a hacer. El obstáculo no ha sido nunca simplemente el “acceso” (el problema del acceso al conocimiento es real, en todo caso, y darle solución es condición necesaria para cualquier actividad científica y tecnológica). Se necesita la capacidad de crear.
El libro de Andrés Couve se instala en el corazón de esta sensibilidad frente a la ciencia y la tecnología. No disimula la naturaleza filosófica de sus preguntas (“¿qué es el conocimiento científico?”, “¿por qué producimos conocimiento?”, “¿qué valor le asignamos?”, etc.), porque el desafío más urgente que enfrenta cualquier estrategia seria y viable para la ciencia y tecnología es de naturaleza filosófica. Es muy notable que una pregunta filosófica se imponga con la necesidad y generalidad con que se nos impone hoy, a todo nivel, la pregunta por el conocimiento. Y en este plano los planteamientos de Couve son, para desconcierto de quien busque atajos, porfiadamente intransigentes.
El texto sostiene una tesis singular y provocadora: el conocimiento constituye una necesidad vital, y no simplemente porque lo necesitemos para generar condiciones de vida, supervivencia o sostenibilidad. Lo vital del conocimiento radica, más bien, en nuestra disposición a producirlo con total independencia de su utilidad potencial, incluso ignorando si alguna vez sabremos aprovecharlo. Couve insiste en este punto: lo que debemos observar es nuestra insólita necesidad de conocer, de exponernos deliberadamente a lo desconocido. El concepto de “curiosidad” adquiere así, en su ensayo, connotaciones radicales. Se trata del “impulso de adentrarnos voluntaria y sistemáticamente en lo desconocido” . Couve escribe:
“La obsesión por concebir la ciencia como un vehículo para el progreso y la solución a nuestros problemas apremiantes ha desviado la atención y ha eclipsado su espíritu y valor más primitivo, el de la exploración, la curiosidad y la invención. Cuando todo es inmediato y urgente, tendemos a olvidar lo que es fundamental para el ser humano, y la búsqueda por comprender cada fragmento del tejido del universo físico en el cual nos desenvolvemos no parece ser sino una misión primaria e innata”.
La curiosidad es un riesgo ineludible para cualquiera que desarrolle y financie sistemas de investigación. La posición de Couve no deriva de un idealismo romántico sobre la ciencia; emerge de un realismo pragmático sobre las condiciones para la gestión efectiva de su producción. Solo el componente indómito de la curiosidad nos permite adentrarnos en lo genuinamente desconocido y, por tanto, solo él puede darnos una idea de cómo se produce conocimiento nuevo y útil. Quien intente depurar una estrategia científico-tecnológica de este elemento esencial y heterogéneo está condenado a acumular costos hundidos.
Este libro se aleja de una defensa gremial y unilateral de la curiosidad científica. Por el contrario, su argumento se construye desde la perspectiva de quienes necesitan y utilizan conocimiento. Es precisamente desde la posición de quien sintoniza con las urgencias de viabilidad y sostenibilidad de las actividades productivas que se hace necesario reconocer el valor intrínseco de la ciencia y el componente heterogéneo e incontrolable de la curiosidad.
La propuesta de Couve adquiere así un carácter eminentemente práctico: integrar la curiosidad como componente esencial en el diseño de toda estrategia de desarrollo tecnológico. No se trata de una concesión a las comunidades científicas, sino de una exigencia que emerge de la propia naturaleza del desarrollo tecnológico.
“Así, cuando abordamos la relación entre la ciencia y la utilidad, y sobre todo cuando evaluamos cómo la sociedad puede hacer más eficaz la creación de aplicaciones, la conclusión no es que debemos favorecer exclusivamente la investigación impulsada por el azar y la curiosidad, o aquella orientada estratégicamente, sino reconocer plenamente que ambas son necesarias y complementarias. Mientras que el primer enfoque enfrenta deliberadamente la incertidumbre con una estrategia diversificada, preservando la complejidad (ya sea localmente o conectándose globalmente), el otro promueve la exploración de oportunidades emergentes, asegurando flexibilidad e incentivos correctos. (…) [L]as interacciones entre estas dos dimensiones pueden no ser obvias, pero son fundamentales para el equilibrio y la salud de nuestro sistema”.
“La liebre y el compás” realiza una contribución singular al examinar la dimensión subjetiva del proceso de investigación. El texto no solo describe el laboratorio desde fuera, sino que nos adentra en la experiencia íntima del investigador y revela cómo sus motivaciones e intereses se entrelazan de forma orgánica con procesos objetivos que pueden diseñarse y parametrizarse. La trayectoria científica del autor resulta aquí decisiva: Couve logra abrir una puerta no a la vida del laboratorio, sino a la vida interior de los investigadores, donde la curiosidad y la inspiración operan como motores esenciales pero raramente observados de la actividad científica.
El texto describe cómo la inspiración, más allá de su dimensión individual, funciona como un verdadero operador de producción de conocimiento que conecta generaciones de investigadores y establece tradiciones de investigación. Esta función productiva de la inspiración resulta fundamental para comprender la organización social e histórica de la ciencia. Couve logra algo extraordinario: nos describe cómo la inspiración captura al investigador y le inocula el impulso de adentrarse en lo desconocido, y cómo este impulso deviene factor determinante en la producción de conocimiento nuevo.
Esta capacidad para hacernos empatizar con la experiencia vital del científico no constituye un mero recurso literario, sino que representa, a mi juicio, el resultado más sorprendente del libro, que refuerza su tesis central: la curiosidad y la inspiración, esas fuerzas indómitas que operan como motores efectivos de la producción de conocimiento, deben encontrar espacio en cualquier estrategia pública o privada seria y viable de inversión en ciencia y tecnología. En esta paradoja radica quizás la provocación más profunda del libro: solo integrando lo indómito de la curiosidad científica podremos construir un sistema de investigación verdaderamente productivo y transformador.
El libro de Couve nos ofrece una idea fundamental para el desarrollo científico-tecnológico en Chile: cualquier intento de planificación que no emane de una comprensión profunda de las tradiciones y prácticas que animan a nuestras comunidades científicas está condenado a la esterilidad burocrática.
La perspectiva íntima que nos entrega sobre la vida del investigador y los procesos de inspiración que sostienen generaciones de trabajo científico no es un ejercicio introspectivo sino una propuesta metodológica esencial. Antes de embarcarnos en nuevas arquitecturas institucionales y planes grandilocuentes, necesitamos comprender cómo se teje efectivamente el conocimiento en nuestros centros y grupos de investigación, cómo se crean y transmiten las tradiciones y formas de hacer, cómo opera esa compleja alquimia entre curiosidad individual y empresa colectiva.
Solo desde esta comprensión orgánica de la práctica científica podremos aspirar a políticas que genuinamente potencien, en lugar de obstaculizar, la producción de conocimiento en nuestro país, y sobre todo la penetración efectiva del conocimiento en la vida cotidiana y productiva.
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