
Laferte, “Te amo”
Genuina, genio, Génesis, engendramiento. Dudo que haya una o un artista chileno más completo. En creatividad, no la supera nadie. Después de Laferte, este país tendría que amarse más a sí mismo. Lo hará, si ama a las mujeres como Mon las ama.
Me arranqué a Valparaíso, al Parque Cultural de calle La Cárcel 471, para asistir a la exposición de Mon Laferte, con curaduría de Beatriz Bustos. De esta misma curadora, no hace mucho, había visto a Laferte en Matucana 100.
El título de la exposición no pudo ser mejor elegido: “Te amo”. ¿A quién ama Mon? ¿Querrá decir “me amo a mí misma”?
Si hubiera alguna duda, el narciso ama la imagen de sí mismo, pero no sus escombros. Nadie se ama a sí mismo sin lamer sus heridas, reconocer sus culpas y llegar a hacer un camino original en la vida, camino de liberación y creación. Sí, Mon ha llegado a amarse a ella misma. El “te amo” de Laferte es trofeo de la guerra que la artista ganó en innumerables combates. Alguien habrá podido entrar a la galería por curiosidad, pero no ha debido salir igual. Está en veremos, pendiente, la persona a la que le dicen “te amo” y sigue como si nada hubiera pasado.
Escribo con reverencia. Soy hombre y cura. Un ignorante en muchos sentidos de la realidad de las mujeres. Me queda una salida: la conversión.
Mon Laferte es una mistagoga. Es una maestra. Introduce a sus alumnos—en este caso, a cualquier persona que quiera vivir—en su propia experiencia. La vida es un misterio. Ella tiene autoridad: ha hecho el camino. Por haber desbrozado y removido rocas, enseña cómo se abren senderos. No tiene recetas. No recluta mujeres ni las encarrila. Las toma en serio: hace suyas sus penas, las pinta, las canta y las baila. Las encarna con dolor y las representa con alegría. Ella es la artista de la tristeza y de la esperanza. Su secreto es que las mujeres se amen a sí mismas.
“Ámate, te amo”; “te amo, ámate”. Este es el sendero de la vida.
“Ámate a ti misma”, dice Mon a mujeres que han sido despreciadas para ser despreciadas. “Yo te amo”. Mujeres violadas. Prostituidas. Traspapeladas. Sobrantes, pero no solo por los hombres. La vida las ha hecho miserables. Sus familias las han destrozado. La sociedad las ha olvidado, metiéndolas a la cárcel, reteniéndolas allí por si acaso. Este país les cierra las puertas en vez de abrírselas. Ellas llevan un nombre, pero no saben quizá ni quién se los puso. Mujeres insignificantes, hechas pedazos. Insignificadas por la maldad de los seres humanos. En esta historia nuestra, quién sabe qué es la culpa y qué es la inocencia. Los sufrimientos de las mujeres no son los mismos. Los de algunas son atroces. Laferte grita por ellas y les tiende una mano al borde del precipicio. Nadie en este país tiene título para representarlas en la comuna, en el parlamento, en las iglesias o en el Ministerio de Educación.
“Mírenme, es posible. Me amé. Aquí estoy. Mira mis vestidos qué lindos, blancos, negros y rojos. Mira mi guata. Espero una guagua. Estoy feliz. También ustedes pueden salir del vertedero. Las amo”.
En el corazón de Mon siempre habrá tristeza. Es la cicatriz de una herida que le ha costado varias veces la vida. Que esta herida no la borre ninguna cirugía. Es una condecoración. Sin ella, las demás mujeres no sabrían reconocer que Laferte está de su lado en las batallas cotidianas y no de parte los predicadores.
Genuina, genio, Génesis, engendramiento. Dudo que haya una o un artista chileno más completo. En creatividad, no la supera nadie. Después de Laferte, este país tendría que amarse más a sí mismo. Lo hará, si ama a las mujeres como Mon las ama.
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