
“Letras torcidas”: los “cuenteos” de Mariana Callejas
En tanto unos niegan la verdad y otros afirman la fantasía, en tiempos en que muchas cosas se envasan en formato de libro, película u otros soportes ad hoc, Peña ha escrito un libro, sin que eso sea su propósito, que bien podría terminar siendo un buen libreto para una serial Netflix.
“Letras torcidas”, del periodista Juan Cristóbal Peña (Ediciones UDP, 2024) es un libro ecléctico, no obstante el contenido que lo define.
En rigor, es una investigación periodística, en cuya mixtura aflora lo múltiple, haciendo posible que pueda ser leído también como una novela negra y con un cierto tono policiaco, tanto más cuanto que en su relato se difumina la categorización de (su) género, aunque de géneros literarios ya poco o nada se hable.
Así y todo, el texto se sostiene ante el interés parcial de cualquier lector, conocedor o no de la historia reciente de nuestro país. Porque en su lectura, lo que a fin de cuentas valida a todo libro, se trama y entrama una de las tantas historias de la dictadura, cargada de espeluznantes detalles.

En la narrativa de su relato hay una suerte de triada o una triangulación que puede leerse en: 1.) la historia de esos hechos probables, investigados y comprobables; 2.) en el muy buen relato tanto del autor como del libro analizado; y 3.) en los cuentos literarios o en los “cuenteos” criminales de Mariana (Mariana Inés Callejas Honores), que es el personaje principal de su propia historia terrorífica, con sus otras falsas identidades o suplantaciones o los roles que interpretó como: la hija, la amante, la madre, la escritora, la esposa, la mercenaria, la cómplice, la agente de la DINA (partícipe activa en operaciones criminales, como los asesinatos de Carlos Prats y su esposa, y en el de Orlando Letelier y su secretaria norteamericana, incluyendo el atentado en Roma al icónico líder DC Bernardo Leighton y su esposa Anita Fresno, hermana de Francisco Fresno, quien -a la postre- sería Arzobispo de Santiago y Cardenal); o como “la inocente”, pese a transitar desde los sótanos del exterminio a los círculos más íntimos y concéntricos del poder represivo; o jugándola también de una forzada socialité pero que nunca dio el ancho por falta de pedigrí.
Una mujer que, aun cuando despertaba sospechas, parecía tener un poder de seducción que imantaba a cualquier interlocutor, incluyendo al mismísimo Nicanor Parra, a quien –se dice- le cayó en gracia.
Ambos coincidieron en casa de Lafourcade “el Maestro” y mentor literario, cenando con Borges (venido a Chile en 1976 para recibir una espada de las manos de Pinochet) y en compañía de la mismísima María Luisa Bombal.
Es más, la ambigüedad política del anti poeta seguro lo instó a ser parte, ese año, del asado de Fiestas Patrias, en las lomas de Lo Curro, no llamándole para nada la atención, a su mente cartesiana y capciosa: las antenas, los autos, los vigilantes con pistola en bandolera, los comensales; toda la toxicidad y espesa química de ese mal ambiente.
Mucho de aquello, en el devenir y según la develación de los hechos, quedó alegorizado en la Casa Cuartel de Lo Curro, bautizada por el “Mamo” Contreras como Quetrupillán (Vía Naranja 4925), esa que -en tiempos en que la solvencia de los leales a sueldo de la dictadura se sustentaba en la impunidad- ella llamaba su casa; una síntesis macabra con sus dos planos y/o niveles: lo visible y lo oculto.
En relieve: la familia americano-chilena Townley Callejas y sus children’s en común; las reuniones literarias de Mariana y su selecto grupo de asiduos invitados, muchos de ellos convertidos -a la postre y ante la galería cultural de nuestro país- en personajes estigmatizados y cuestionables, entre ellos, “sus Niños” (Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Carlos Iturra, éste último, terminó siendo el más incondicional a la dictadura y el más leal con ella). Y el tercer piso con su cocina y comedor, por donde varios de los huéspedes permanentes y circunstanciales transitaban entre el claroscuro de la casona.
Una de las escenas aterradoras en esta historia de la vida de Mariana, es cuando Peña describe a los hijos de “la parejita” almorzando con Hermes (Eugenio Berríos, el químico de la DINA, asesinado con la magia de sus propios experimentos) y a quien, de seguro la curiosidad de los verdaderos niños, lo suponían responsable de los incontables ratones, conejos y pájaros, encontrados muertos cada día alrededor de la casa.
Para llegar hasta el tercer piso, en donde también estaba la sala, un holgado espacio ad hoc a las tertulias literarias y a las fiestas de Mariana, según se describe, había que usar la escalera externa que conectaba todos los niveles, incluyendo el taller de Mike (Michael Vernon Townley Welch) el que, según le encomendaban misiones, de preferencia en el extranjero, auto interpretándose en otras varias identidades falsas, se encerraba a diseñar y manipular sus conexiones detonantes para atentar en contra de connotados y conspicuos dirigentes de la izquierda chilena en el exilio.
Ese caserón, enclavado en una de las lomas pudientes de la ciudad y que auguraba las nuevas casas del naciente riquerío que habrían de construirse con el advenimiento de la prosperidad económica de la post dictadura, recreó también la alegoría de la mansión siniestra o la morada maldita.
Es, en arquetipo, la casa de Hitchcock en Psicosis o una de las tantas casas del espanto y la cinematografía del miedo. Fue un lugar en que se mezclaron el simulacro, lo inescrupuloso, lo macabro, lo sangriento, el cinismo, la complicidad, y, con su posterior demolición, la des/memoria.
En esas letras re/torcidas, que a fin de cuentas son las letras de Mariana, Juan Cristóbal Peña pone también las cosas en su lugar, partiendo por la desmitificación de la propia Mariana Callejas y el halo de misterio que siempre la rodeó, especialmente en cuanto a que su “talento literario”, parece, en el devenir, eximirla de sus responsabilidades penales o a lo menos morigerar su perfil criminal. También es un acierto del autor no reducir su relato a lo exclusivamente periodístico, como muchos libros de igual tenor en los que se excede, a modo de expediente, en lo criminalístico y en lo criminológico.
Pero también, ordenar las cosas, como lo hace Peña, es ajustar cuentas con la verdad histórica (lo que la historia categorial no siempre hace, orientando su aparato teórico y disciplinario más a definiciones e interpretaciones), despejando incluso esa delgada línea que divide, por una parte a quienes la conocieron, la visitaron e integraron su círculo del terror, y que han tratado que el olvido borre sus nombres y sus rostros de ese relato de cianuro y alto voltaje; y por otra parte, aquellos que han matizado su literatura y sus entrevistas con historias no del todo verídicas y verificables, respecto de Mariana, deslizadas en frases como: yo la vi, se me cruzó o se me apareció.
Así las cosas, en tanto unos niegan la verdad y otros afirman la fantasía, en tiempos en que muchas cosas se envasan en formato de libro, película u otros soportes ad hoc, Peña ha escrito un libro, sin que eso sea su propósito, que bien podría terminar siendo un buen libreto para una serial Netflix.
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