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Hay pan CULTURA|OPINIÓN Crédito: Cedida

Hay pan

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Pedro Donoso Aranguiz
Por : Pedro Donoso Aranguiz Candidato a doctor en Literatura (PUC). Trabaja como editor, traductor y asistente curatorial en proyectos de artes visuales y literatura. Actualmente es colaborador de la revista Artishock y trabaja para el Departamento de Estudios Humanísticos (UTFSM). Entre sus libros recientemente editados destacan “Gordon Matta-Clark: Experience Becomes de Object” (Polígrafa 2015) y “Movimientos de tierra: arte / naturaleza” (Polígrafa, 2021).
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Este texto acompaña la muestra “Hay pan” del artista Cristián Velasco, que se exhibe del 5 al 30 de abril en Parque Cultural de Valparaíso.


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El pan se vuelve a hacer cada día. Las manos sostienen la masa y se entregan al contacto, al estiramiento, a la compresión. Toma forma la hogaza blanca. Espera el horno cada mañana. Esa producción marca la vida, su tempo. Hay silencio todavía. La ciudad debe despertar. Llovizna sutilmente. Se enciende el primer calor para enfrentar el día, el fuego, el tostador para dejar atrás el ayuno y volver a la actividad cotidiana, salir a la calle, a la cinta transportadora, a los vagones de metro, a las fábricas, a las redacciones, a los campos, a las bibliotecas, al taller. El pan, básico en la canasta y el IPC, más diario que el diario, confirma el comienzo de la jornada obrera, burguesa, artesana, industrial, social.

En la metáfora el pan es lo que se gana para hacer la vida. No es tanto una mercancía, como una medida básica de realidad. Más allá del principio de subsistencia a la base de la cadena alimentaria, el pan es la piedra fundante de la estructura social, establecido entre nosotros por años, décadas, siglos hasta el comienzo de los tiempos, bíblico, oriental, sumerio, egipcio; ácimo, integral, refinado. Y al igual que las piedras, podemos inferir que el pan ha visto pasar eras y generaciones de hombres y mujeres dedicados bajo el sol a labrar el grano esencial. A partir del trigo, la cebada, de los cereales de Oriente Medio donde el grano molido comenzó a permitirlo todo, se armaron las primeras ciudades. Así parece: el pan hizo necesaria la agricultura organizada, la coordinación colectiva para la siembra y los cuidados de las cosechas. La sociedad se estableció para labrar los campos sembrados y obtener el pan nuestro de cada día. Y once mil años más tarde seguimos aquí, con otros lujos y comodidades artificiales, con semiconductores, refrigeradores y teléfonos inteligentes que controlan cada operación que hacemos; todos posteriores al pan, todos tan importantes como recientes, todos menos esenciales. El pan que fundó nuestras ciudades, parece habernos hecho a nosotros. Podemos preguntar entonces, qué viene primero ¿lo humano o el pan?

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La práctica artística de Cristián Velasco amasa este dilema y permite hablar desde el arte como un ejercicio de reencuentro. No es el arte del panadero el que dicta su práctica, sino aquel gesto que retoma las formas de intercambio que establecen lo humano como un fenómeno colectivo. A través de estos esfuerzos esenciales de supervivencia, el pan permite la comprensión de la sociedad como un conjunto de modos de colaboración que parte desde los sembradíos labrados en el campo y se prolonga en el trabajo común que nos mantiene en la vida. El pan no es el producto de recolectores, sino de toda una cadena de labradores, amasadores, artesanos de nuestras relaciones antropológicas. Cristián Velasco asume esta condición esencial y a través de un trabajo asentado en la performance en el espacio público, hace y reparte pan para tratar de unir a extraños y desconocidos en el espacio público de una ciudad. En Valparaíso primero, en ciudad de México después, su misión táctica persigue alentar una energía dormida que brota al contacto con los demás, en situación de anonimato.

Si la vieja afirmación de Ludwig Feuerbach “somos lo que comemos” es la base materialista que pone el pan en primer lugar, también hay que asumir inversamente que comemos lo que somos. El pan, en el trabajo de Velasco, se vuelve un punto crítico de inflexión donde el símbolo alimenticio habla del lugar de constitución de nuestra agencia social. Porque el pan es lo que no se niega, su ejercicio toma como base el encuentro y el intercambio que descansa en nuestras formas de convivencia a través de un elemento infaltable que pasa de una mano a otra. Ni lo humano ni el pan son hechos individuales: el pan es un acto colectivo, como lo es también el arte. Recuperar ese contacto primario con los otros a través del esfuerzo por la subsistencia es algo que no se limita únicamente a un ejercicio relacional, como lo llamaría Nicolas Bourriaud. Es también la construcción de una escena para recuperar una práctica humana de vinculación, donde la estética se convierte en un gesto ético que clama por mantenernos con vida.

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Cristian Velasco vive en Chile. En Chile hay marraqueta, pan batido o pan francés; hay hallullas y colizas; hay dobladitas y tortillas: cada cual con su historia y procedimiento. Y también hay artistas que han hecho pan. Hay pan representado en las obras de José Balmes, que ya a finales del siglo pasado encumbraba la marraqueta a un lugar protagónico en su pintura. Hay pan en la obra ilustrada por Juan Pablo Langlois, guardada en formato editorial dentro de cajas. También hay pan, ya en este siglo, en la obra de Gerardo Pulido, que levanta ciudades hechas de migas y luego las fija en una serie de fotografías. Hay pan en las pilas de tostadas unidas por cordeles de cáñamo de Rodrigo Bruna. Hay pan en el montículo de hogazas expuestas sobre el antiguo muelle de Antofagasta por Catalina Huala. Hay pan. La frase escrita con tiza sobre el pizarrón del almacén de barrio sostiene la tranquilidad esencial de los vecinos que pueden saber que lo más esencial está disponible: “hay pan”.

En el trabajo de Cristián Velasco no solo hay pan. Los vecinos lo han sabido cuando su trabajo performativo convocado en plena calle, comenzó a proponer un ejercicio para restaurar la confianza a través de este alimento. Hay pan y hay algunas palabras. En sus manos, cada persona recibe una sencilla hogaza con una palabra grabada sobre su superficie. De pronto hay otra levadura añadida: la posibilidad de digerir este glosario de términos propuestos. “Tiempo”, “origen”, “esperanza” aparecen grabados sobre la masa horneada para empezar a pensar más allá del impulso del hambre y del instinto sin voz. Somos lo que comemos, repite Feuerbach. Sobre la corteza horneada de un pan se lee también la palabra “sueño”.

Finalmente, esa metáfora desnuda, el gesto originario que convoca el pulso de la vida y la palabra, retorna al mínimo común denominador de las relaciones humanas. Alimento y verbo combinados nos recuerdan la formación de un vínculo tan simple como profundo que el propio arte busca alcanzar entre nosotros. La tranquilidad de saber que hay pan. Quién sabe, algún día, también leeremos con letra manuscrita e irregular sobre el pizarrón del almacén en la esquina: “hay arte”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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