
Filósofos artificiales: ya están aquí (el caso Jianwei Xun)
La pregunta es si nosotros, los operadores o técnicos de la filosofía, todavía tenemos el coraje, la creatividad y la libertad para jugar con ellos, para filosofar sin pedir permiso, cuestionando los materiales con los que trabajamos.
A comienzos de abril, el mundo editorial –en realidad, solo una parte del mundo editorial occidental –se vio sacudido por un pequeño terremoto intelectual: “Hipnocracia”, un ensayo aclamado, debatido y traducido al español, francés e inglés, cuya autoría se atribuía al enigmático filósofo chino Jianwei Xun, resultó ser una co-creación entre el ensayista y editor italiano Andrea Colamedici y los sistemas de inteligencia artificial (IA) Claude y ChatGPT.
Durante meses, el libro fue celebrado como una obra visionaria, una exploración profunda sobre la forma en que los poderes fácticos de la sociedad nos controlan (“hipnotizan”) a través del poder persuasivo (aletheico) de los algoritmos de última generación.
Pero resulta que Jianwei Xun, el autor, nunca existió. Este fraude editorial –o bien, “experimento”, como el mismo Colamedici prefiere llamarlo –plantea preguntas fundamentales sobre la naturaleza, el futuro y las posibilidades tecnológicas de la filosofía, que pasan casi absolutamente desapercibidas al ojo filosófico ortodoxo, de todas esas personas que comentaban, por ejemplo, en El Mercurio este fin de semana.
En primer lugar, está la cuestión de lo que significa filosofar y ser filósofo. Hay quien ya ha escrito con seriedad y elegancia que incluso el método inductivo que subyace a la filosofía académica, según la cual hay que basar todo lo que se intuye o piensa en Pedro, Juan y Diego, es ya una forma de automatización –o tecnologización –del pensamiento.
El caso Xun nos enfrenta, además, a un trilema ético y epistemológico: ¿debemos mantener, refaccionar o reemplazar la base tecnológica (anticuada) sobre la que filosofamos? ¿Y cuál es esa base? Aquí se está preguntando cuál es la forma tecnológica de la filosofía –cuáles son sus artefactos y sistemas –y por la posibilidad de una alteridad (u otredad) tecnológica, es decir, de otra forma de hacer filosofía (ojalá revolucionaria, que realmente impacte).
Aquí la IA aparece no ya tan solo como una herramienta, sino ante todo como un actor emergente en el escenario del pensamiento. ¿Cómo respondemos a esta nueva forma de producción simbólica y de sentido? ¿Qué responsabilidad tenemos los “filósofos” (o bien, intentos de filósofos, filósofos de medio pelo, si no derechamente filosofastros) ante esta revolución?
La pregunta relevante aquí para nosotros es de orden meta- y proto-filosófico: no es simplemente si una IA puede pensar los fundamentos últimos de la realidad –que es lo que, se supone, ha de hacer la filosofía –, sino, insisto, qué ha habido y qué hay de tecnológico en la filosofía misma.
El pensamiento, como formalizaba Gilbert Simondon en El modo de existencia de los objetos técnicos, está intrínsecamente ligado a las herramientas que lo hacen posible. En otras palabras, la entidad o individualidad pensante es mucho más que el cuerpo que reclama la autoría de una idea.
La IA nos obliga hoy a reconocer que el sistema técnico no solo asiste al pensamiento, sino que también lo genera con nosotros, es decir, que hacemos parte de él, de una trama tecno-pensante. Hay que preguntarse, entonces, si eso que tenemos por “tecnología” es lo único “artificial” o tecnológico, y si es que nosotros mismos no encarnamos mecanismos o formas más sofisticadas de artefactos en un nivel inferior.
Con Simondon, la pregunta no es en absoluto baladí. Además, la obsolescencia de las propiedades tradicionales (fundamentales, ontológicas) con las que se ha determinado si un “artefacto” existe –y que nos daban una pauta para delinear su forma –nos obliga a repensar nuestra relación con la tecnología.
Hay una suerte de “viscosidad” entre ella y nosotros –como señala Nicola Liberati –, lo cual deshace de nuevo los límites tradicionales entre lo natural y lo artificial, que los filósofos conservadores o simplistas recomponen una y otra vez, rindiéndole culto a Aristóteles, que no por viejo –clásico o milenario –va a ostentar la verdad para siempre en torno a la tekné.
Hay que pensar lo tecnológico como aquello que promueve transiciones entre las fases de la naturaleza (o que nos transforma en un nivel ontológico), no como lo que está hecho de metal y silicio, que es fabricado por una máquina o utensilio, que deja escapar un zumbido eléctrico, dispara lucecitas, etc.
Hay que pensarlo como las arañas que tejen sus telarañas en el entretecho a la vez que colonizan el espacio: su técnica-telaraña acaba por atraparlas, condicionarlas y limitarlas. Lo mismo con los humanos y sus excrecencias (“artificios”).
Lo que es un artefacto y sistema tecnológico deben, en consecuencia, ser repensados para hallar los potenciales de transformación en esta era, para ver un lado más optimista de la tecnología, y sobre todo para bajarnos los humos de la cabeza con eso de que nuestros cuerpos veleidosos son los únicos capaces de hacer filosofía.
Ante estas preguntas, debemos recordar el lema ilustrado de Kant: sapere aude. Hoy ese “atrévete a pensar” se traduce en una rebelión contra las convenciones académicas, contra las jerarquías simbólicas que limitan nuestro pensamiento. Debemos salir de la caja, detectar y combatir el fetichismo de las universidades “de prestigio” (Columbia, Yale, Harvard, Oxford, Cambridge, etc.), que hacen ya parte, por lo demás, de un mundo viejo, y que a menudo fungen como cárceles mentales o instancias de colonización, donde se enseña a pensar “óptimamente”, y donde ese óptimo está dentro de los límites, teorías y recursos permitidos por la filosofía oficial.
La invención de Jianwei Xun fue una provocación brillante, un espejo que nos muestra nuestra arrogancia y arribismo: el deseo de una filosofía sin las molestias de la filosofía real, sin (auto)crítica, sin conflicto, sin lentitud, sin cuerpo, sin ver el problema que denunciamos en nosotros mismos. Es irónico, pero revelador, que un pensador inexistente haya generado más atención que muchos filósofos vivos.
Y esto nos dice que eso que llamamos filosofía no tiene que ver tanto con la profundidad o calidad de las intuiciones y reflexiones: tiene mucho de político, de marketing y parafernalia, de participar en el círculo social y hacer de segundón para un día mandar en la institución o corporación académica; también tiene mucho de un ansia de gloria o de reconocimiento de unas ideas que, muchas veces por su irrelevancia, se esfuman tan pronto empiezan a incubarse los necrófagos que se encargarán de roer y revelar nuestro verdadero rostro “filosófico”.
Los filósofos artificiales ya están aquí. La pregunta es si nosotros, los operadores o técnicos de la filosofía, todavía tenemos el coraje, la creatividad y la libertad para jugar con ellos, para filosofar sin pedir permiso, cuestionando los materiales con los que trabajamos, viendo qué hay de tecnológico en nosotros mismos, y promoviendo/agenciando de forma consciente el cambio, más que dejarlo venir por inercia, sobreviviendo, como hacen los comentaristas de este caso, haciendo negocio con el problema de la IA.
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