Si el develamiento del «incestuoso maridaje entre el dinero y la política» agudizó la crisis de representatividad del mundo empresarial y sobre todo de la clase política durante el período 2014-2015, la degradación de las formas institucionales conocidas este 2018 vuelve cada vez más probable la condición asociada a la crisis de legitimidad. El problema ya no es solo que los actores políticos no “representan” adecuadamente a la ciudadanía. A ello se agrega la mucho más compleja ilegitimidad de las formas institucionales mediante las cuales el Estado (ampliado) ejerce el monopolio de la violencia legitimada (FF.AA. y de Orden y Seguridad) y el dominio sobre las creencias religiosas (Iglesia católica).
En materia política, este fin de año se condice casi de manera exacta con el período en que Sebastián Piñera se impuso en el balotaje frente al candidato de la hoy fenecida Nueva Mayoría, Alejandro Guillier, posibilitando no solo el retorno de la derecha al poder gubernamental, sino también concretizando la paradigmática secuencia: Bachelet 1 (2006-2010), Piñera 1 (2010-2014), Bachelet 2 (2014-2018), Piñera 2 (2018-2022); secuencia bautizada ingeniosamente por Cristóbal Bellolio como la “era Caburga”. Esta expresión valdrá hasta que las(os) historiadoras(es) del futuro expliquen en mejor término el último “movimiento pendular” que registró el tándem de la centroizquierda y centroderecha transicional mientras predominaba la lógica del «reparto duopólico del poder».
Más allá de estas definiciones político-temporales, el objetivo de esta serie de columnas es ofrecer una interpretación acerca del momento político que testimonia este 2018. En efecto, lo que estaría “mostrando” y “confirmando” el transcurso de este año político es nada más que lo siguiente: síntomas manifiestos de una nueva fase en la «crisis por descomposición» que atraviesa el país desde hace poco menos de una década.
La degradación institucional que afecta a Carabineros y a la Iglesia católica ha quedado al descubierto este 2018. Esto también quiere decir que la forma de corrupción conocida como el «incestuoso maridaje entre el dinero y la política» –la cual registró su mayor nivel de intensidad y descrédito entre septiembre de 2014 y abril de 2015 a partir de la irrupción del “triunvirato” Penta, Caval y SQM– adquiere nuevos ribetes institucionales.
A diferencia de aquel develamiento que fungía al gran empresariado con los partidos políticos tradicionales (desde la UDI al PS), en el caso de Carabineros y la Iglesia católica el carácter «incestuoso» de la corrupción se reveló este 2018 en otros deplorables registros.
[cita tipo=»destaque»]En períodos de desintegración institucional, pareciera ser que la alteración de las jerarquías produce fenómenos como el del “engaño” a las máximas autoridades. Es lo que supuestamente “descubrió” el Papa Francisco tras conocer los resultados del informe elaborado por los enviados especiales que envió a Chile, hablamos del arzobispo de Malta, Charles Scicluna, y el reverendo Jordi Bertomeu. Los 2.300 folios y 64 testimonios recogidos entre Nueva York y Santiago de Chile otorgaban pruebas concluyentes de la podredumbre de la Iglesia católica chilena. En septiembre, un inédito listado realizado por la Fiscalía Nacional revelaría el detalle de los casos penales que afectan a la Iglesia. Según fuentes periodísticas, desde el 2000 a la fecha, 221 sacerdotes y ocho obispos están en la mira de una histórica causa penal que, además, imputa supuestos encubrimientos de estos delitos en las más altas autoridades del clero chileno. La intervención Papal a la Iglesia chilena es un proceso en curso y pretende ser ejemplificadora para el resto del catolicismo a nivel ecuménico.[/cita]
En Carabineros la degradación institucional quedó expuesta por medio de un operativo del GOPE en la zona de Ercilla a mediados de noviembre. El resultado directo de esta incursión policial fue el asesinato por la espalda del comunero mapuche Camilo Catrillanca. El suceso mostró la grieta histórica más profunda de este país, expresada en el conflicto engendrado por el Estado chileno frente al pueblo-nación mapuche.
El homicidio de Catrillanca, no solo engrosó la lista de comuneros mapuche asesinados bajo el mismo patrón durante gobiernos concertacionistas, estos últimos, responsables directos de la militarización de un conflicto que es eminentemente político. El asesinato de Catrillanca también reforzó las dudas sobre el accionar de Carabineros, reactivando la discusión sobre los coletazos del montaje conocido como “Operación Huracán”, develado en enero de este 2018 (el operativo se había ejecutado en septiembre de 2017). Dicha operación intentó inculpar de una serie de atentados incendiarios a un grupo de dirigentes mapuche, entre ellos, al vocero de la Coordinadora Arauco Malleco (CAM), Héctor Llaitul, mediante el más burdo montaje y construcción de pruebas falsas.
Evidentemente, la presión social ejercida contra el accionar de Carabineros reinstaló también el principal antecedente asociado a la corrupción –en tanto defraudación de recursos fiscales– al interior de la institución: el llamado “PacoGate”. La arista judicial de este caso –al igual que en la “Operación Huracán”– aún se encuentra abierta. El fiscal a cargo de la investigación, Eugenio Campos, informó hace poco más de una semana que el desfalco en Carabineros ascendía a los 28.300 millones de pesos (¡casi cinco veces el “robo del siglo” perpetrado en el Aeropuerto de Santiago el año 2014!). El caso ya cuenta con 135 imputados, además de una arista investigativa que ha puesto el foco en Contraloría a partir de la desaparición de un sumario en la entidad fiscalizadora que pudo detectar en 2010 el megafraude en la institución. La “caja de Pandora” se encuentra abierta, tanto así que el fiscal Campos ha ampliado la investigación hasta el 4 de marzo de 2019.
La gravedad de los sucesos al descubierto han desplomado los niveles de confianza y aprobación de Carabineros. Las resonancias de la crítica social también han remecido las estructuras internas de la institución como nunca antes desde el período posdictatorial. La prueba más contundente de aquello es que durante los últimos 10 meses, no solo se fraguó la salida de 52 altos oficiales de Carabineros. También tres generales directores asumieron la dirección del organismo de orden y seguridad durante este 2018. En este marco, los dos generales directores removidos: Bruno Villalobos (2015-2018) y Hermes Soto (marzo-diciembre de 2018), mantienen conflictos judiciales y comunicacionales con resolución abierta.
Actualmente, el general director promovido por el Gobierno Michelle Bachelet, Bruno Villalobos, se encuentra en libertad bajo fianza tras ser procesado y detenido como cómplice de aplicación de tormentos con resultado de muerte contra el estudiante Patricio Manzano, quien fue detenido por Carabineros durante la dictadura militar y luego falleció al interior de una comisaría tras no recibir atención médica en 1985. Así, la deriva judicial que afecta actualmente a Bruno Villalobos pareciera configurar cierto tipo de patrón tras la sentencia de tres años y un día de libertad vigilada otorgada al ex comandante en Jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, por encubrir crímenes de la Caravana de la Muerte en octubre de 1973. El general del “nunca más” se convertiría en el primer ex comandante en Jefe en ser condenado por crímenes de lesa humanidad en Chile.
En el caso del general director promovido (y removido) por el Gobierno de Sebastián Piñera, Hermes Soto, se comienza a configurar una trama que tienen como último ingrediente las declaraciones del ex suboficial del Gope a cargo del grupo que desarrolló el operativo que terminó con la vida de Catrillanca, Patricio Sepúlveda, quien manifestó recientemente que Hermes Soto sabía que los habían obligado a mentir en sus primeras declaraciones respecto a los alcances del operativo, en particular, sobre las grabaciones del mismo. Dados los antecedentes del caso, hay no pocas posibilidades de que el ex general director Hermes Soto se convierta en objeto de investigación judicial.
En efecto, hablamos de un escenario más que complejo para la entrada de un nuevo general director. La nueva cabeza de Carabineros y ex edecán de Sebastián Piñera, Mario Rozas, asume una institución fraccionada y con el recambio generacional más relevante del alto mando en las últimas décadas (el promedio de edad fluctúa los 50 años), mientras en paralelo la discusión pública comienza a tematizar cada vez con más fuerza la desmilitarización de Carabineros (incluyendo la desmilitarización de la “zona roja del conflicto” en Wallmapu), por un lado, y la sujeción del poder de las armas al poder civil, por el otro. Este último debate, por cierto, ha dejado en evidencia la incapacidad de la política duopólica para desarticular con eficacia aquel «enclave dictatorial-transicional».
Por su parte, la degradación institucional que ha evidenciado la Iglesia católica durante los últimos años también tomó ribetes inusitados este 2018.
Ciertamente, los impactantes antecedentes sobre los sistemáticos abusos sexuales perpetrados por reconocidos clérigos de la Iglesia católica y la cultura del encubrimiento que allí se engendró, se manejaban desde hace tiempo a partir de rigurosas investigaciones periodísticas que habían permitido instalar el testimonio de feligreses abusados en el centro de la discusión pública.
De manera inédita, dichos testimonios se transformaron en una especie de “caldo de cultivo” para que algunas producciones cinematográficas mostraran “en la pantalla grande” la degradación moral de la Iglesia católica en Chile. La pasión de Michelangelo de Esteban Larraín (2013), El Bosque de Karadima de Matías Lira (2015) y, por sobre todo, El Club de Pablo Larraín (2015) se convirtieron así en una verdadera trilogía de la degradación moral que corroe a la Iglesia en nuestro país. No por nada, el último director mencionado establecería en más de alguna entrevista que: “El cine, sin quererlo, terminó sacando a los curas al pizarrón”.
Qué lejos se encuentran las representaciones eclesiásticas producidas por la televisión nacional a fines de los ochenta, donde las figuras de Teresa de Los Andes (Paulina Urrutia) y Alberto Hurtado (Cristián Campos) simbolizaban la más prístina versión de la Iglesia católica. Qué decir de la distancia que pervive entre El Club y Ya no basta con rezar de Aldo Francia, donde el compromiso político del personaje principal, el padre Jaime (Aldo Romo), simboliza los dilemas de una Iglesia acosada por la efervescencia política que experimentaba Chile y Valparaíso hace casi 50 años, a fines de la intensa década de 1960 (Ya no basta con rezar fue estrenada por vez primera en el Festival de Cannes en 1973).
Teniendo en cuenta estos antecedentes, cabe preguntarse, entonces, ¿cuál es el “agregado especial” de la desintegración institucional que experimenta la Iglesia católica este 2018?
Quedan pocas dudas respecto a que el punto de inflexión se produjo a partir de la visita del Papa Francisco I al país en febrero de 2018, a pocos días de que finalizara el segundo mandato de Michelle Bachelet.
La última visita de un Papa a Chile se había producido hacía más de 30 años, en 1987, con el aterrizaje de Juan Pablo II en plena dictadura militar. En el transcurso de tres décadas la Iglesia católica chilena se había literalmente desfondado. Los principales objetivos que había diseñado el Vaticano en la visita de Francisco I al país eran revertir el distanciamiento de la Iglesia católica, además de pronunciarse sobre los efectos del dilema migratorio y el conflicto entre el Estado y los pueblos originarios. Santiago, Iquique y Temuco fueron las ciudades visitadas. Las imágenes de la convocatoria obtenida en Iquique fueron reveladoras: llegaron menos de 50 mil personas, cuando se esperaban más de 400 mil. En Temuco, parte considerable de la agenda fue concentrada por el intento de la machi Francisca Linconao de reunirse con Bergoglio, iniciativa que finalmente no prosperó.
En esta “enturbiada atmósfera”, el tema que concentraría la discusión sería, precisamente, el de los abusos sexuales. La agenda se concentró en la figura del ex obispo de Osorno, Juan Barros, y el “blindaje” que obtuvo por parte del Francisco I (un estudio de Conecta Media estableció en ese entonces que un 51% de las noticias referidas a la visita del Papa decían relación con el “caso Barros”). “No hay una sola prueba contra Barros, todo es calumnia”, sería la estrepitosa sentencia del sumo pontífice.
En este contexto, nuevamente tendrían un lugar destacado las declaraciones de las víctimas de Karadima, Juan Andrés Murillo, Juan Carlos Cruz y James Hamilton, quienes posteriormente visitarían al Pontífice en Roma para testimoniar las desgarradoras experiencias de abuso y encubrimiento a que fueron expuestos por parte de Fernando Karadima y las altas esferas de la Iglesia católica chilena.
En períodos de desintegración institucional, pareciera ser que la alteración de las jerarquías produce fenómenos como el del “engaño” a las máximas autoridades. Es lo que supuestamente “descubrió” el Papa Francisco tras conocer los resultados del informe elaborado por los enviados especiales que envió a Chile, hablamos del arzobispo de Malta, Charles Scicluna, y el reverendo Jordi Bertomeu. Los 2.300 folios y 64 testimonios recogidos entre Nueva York y Santiago de Chile otorgaban pruebas concluyentes de la podredumbre de la Iglesia católica chilena. En septiembre, un inédito listado realizado por la Fiscalía Nacional revelaría el detalle de los casos penales que afectan a la Iglesia. Según fuentes periodísticas, desde el 2000 a la fecha, 221 sacerdotes y ocho obispos están en la mira de una histórica causa penal que, además, imputa supuestos encubrimientos de estos delitos en las más altas autoridades del clero chileno. La intervención Papal a la Iglesia chilena es un proceso en curso y pretende ser ejemplificadora para el resto del catolicismo a nivel ecuménico.
¿Quién conducirá la reforma eclesiástica en Chile a partir de la inminente salida del monseñor Ricardo Ezzati? ¿Qué facciones se impondrán en esta nueva lucha por el “poder institucionalizado de Dios” en nuestra “larga y angosta faja de tierra”? ¿El desfondamiento de la Iglesia se traducirá también en la proliferación, auge y masificación de las iglesias evangélicas en el país?
¿De la crisis de representación a la crisis de legitimidad?
Más allá de estas preguntas, la degradación institucional manifiesta en Carabineros y la Iglesia católica, dos instituciones fundamentales para la reproducción del Estado (ampliado) en Chile, deja abierta la pregunta sobre las características que asume la nueva fase en el ciclo de descomposición evidenciado a nivel local desde el año 2011. Si el develamiento del «incestuoso maridaje entre el dinero y la política» agudizó la crisis de representatividad del mundo empresarial y sobre todo de la clase política durante el período 2014-2015, la degradación de las formas institucionales conocidas este 2018 vuelve cada vez más probable la condición asociada a la crisis de legitimidad.
El problema ya no es solo que los actores políticos no “representan” adecuadamente a la ciudadanía. A ello se agrega la mucho más compleja ilegitimidad de las formas institucionales mediante las cuales el Estado (ampliado) ejerce el monopolio de la violencia legitimada (FF.AA. y de Orden y Seguridad) y el dominio sobre las creencias religiosas (Iglesia católica).
Todo parece indicar que la configuración de este escenario comienza a replicar ciertos patrones de la «crisis de hegemonía» que suelen afectar a las sociedades en el transcurso de su vida histórica.
Seguramente, el 2019 agregará nuevos antecedentes a la formulación de este diagnóstico.