En Chile existe una matriz jurídico-institucional similar que podría llevar a una conclusión parecida, pero cabe resaltar que la libertad de expresión no puede ofrecer tribuna al llamado “discurso del odio”, esto es, a aquel desarrollado en términos que suponga una incitación directa a la violencia contra los ciudadanos en general o contra determinadas culturas, razas, etnias o ideologías, o creencias en particular, porque el ejercicio del derecho deja de ser legítimo y se convierte en una inducción o una autoría mediata de injurias, calumnias, lesiones o muertes.
El negacionismo es un fenómeno cultural, político y jurídico que distorsiona de forma ilegítima el registro histórico, y se manifiesta en comportamientos y discursos que tienen en común la insistente y resistente eliminación de un hecho relevante, o la falsificación, al menos parcial, de una realidad o de sus consecuencias nefastas, en cuanto han sido hechos sociales percibidos por la mayor parte de la gente y que se valoran generalmente como actos que encierran una máxima injusticia, o son objetivamente grandes atrocidades.
En sentido estricto, un negacionista podría ser catalogado como una especie de asesino de la memoria, y puede estar ubicado en cualquier punto del arco sociopolítico.
Son muchos los países que han promulgado leyes relacionadas con el negacionismo y con la expresión de odio, incluso tipificando como delito las formas más graves de esas conductas.
Francia, en 1990 prohibió toda expresión “racista, antisemita o xenófoba” y estableció al menos tres años de cárcel a los negacionistas o personas que pudieran expresar dudas sobre el exterminio judío. Alemania, por su parte, penalizó la negación o dudas del Holocausto en público e igualmente lo consideró como una “incitación al odio”. Otros países europeos que tipifican esta conducta como delito en su ordenamiento jurídico son: Suiza, Eslovaquia, República Checa, Lituania, Polonia, Canadá, Nueva Zelanda, Países Bajos, Rumania y Sudáfrica e Israel.
La razón de esa opción es distinta a un mero “hecho atribuible al poder de las víctimas” o a la “instalación de una verdad oficial que impida versiones alternativas”, sino que se halla en el verdadero y pleno respeto a la dignidad humana y en la opción razonable de fijar el límite de las conductas en el irrestricto respeto a los Derechos Humanos, de todos, sin distinción y en todo lugar.
[cita tipo=»destaque»]Le hace bien a Chile sostener este debate. Una sociedad actúa con sabiduría cuando intenta establecer un marco legal conducente a contener los impulsos negacionistas o de exaltación de crímenes de lesa humanidad, como los ocurridos en nuestro país; en tanto, la apología del crimen, del odio, la vejación denigrante, y la negación flagrante, deben ser enfrentadas con intensa energía jurisdiccional para resguardar la paz social y las garantías que ofrece la vigencia del Estado de Derecho en el marco de la democracia constitucional.[/cita]
El Tribunal Constitucional español, empero, declaró la inconstitucionalidad de la incriminación del mero “negar” la existencia de los delitos de genocidio –sin una conducta anexa que la mera expresión de un pensamiento u opinión diferente– y la conformidad a la constitución del precepto dirigido a castigar a los que justifiquen los delitos en cuestión o pretendan la rehabilitación de regímenes o instituciones que amparen dichas prácticas, si no suman un “plus de injusto”, como lo sería además actuar movilizando dolosamente a otros a poner por obra violenta del impedimento de la expresión de su verdad histórica, o llamar a su acometimiento físico, simplemente por no creerles o para acallarlos. En consecuencia, para este fallo habría incompatibilidad legal entre la incriminación del negacionismo y el derecho fundamental a la libertad de expresión.
El amplio margen que todo ordenamiento jurídico ofrece a la difusión de ideas, acrecentado, en razón del valor del diálogo plural para la formación de una conciencia histórica colectiva, encuentra su límite en las manifestaciones racistas o degradantes, en el negacionismo obtuso de crímenes de lesa humanidad –vengan de izquierdas o derechas– o en aquellas expresiones que incitan o propugnan actitudes constitucionalmente inaceptables, por ser contrarias a la dignidad humana.
En Chile existe una matriz jurídico-institucional similar que podría llevar a una conclusión parecida, pero cabe resaltar que la libertad de expresión no puede ofrecer tribuna al llamado “discurso del odio”, esto es, a aquel desarrollado en términos que suponga una incitación directa a la violencia contra los ciudadanos en general o contra determinadas culturas, razas, etnias o ideologías, o creencias en particular, porque el ejercicio del derecho deja de ser legítimo y se convierte en una inducción o una autoría mediata de injurias, calumnias, lesiones o muertes.
La negación, el odio y el desprecio a un pueblo, a una etnia, a la realidad probada de crímenes de lesa humanidad –contra pueblos asolados por dictaduras de todo cuño– o a la memoria de caídos y desaparecidos por causas ideológicas, son incompatibles con el respeto a la dignidad humana y así no deben ser toleradas.
El derecho al honor y a la memoria de los miembros de un pueblo o etnia, en cuanto protege y expresa el sentimiento de la propia dignidad, resulta, sin duda, lesionado cuando se ofende y desprecia genéricamente a todo un pueblo o raza, o se desconocen crímenes de lesa humanidad, vengan de donde vengan y cualesquiera sean sus autores.
¿Cuál es el modo más racional y transparente de resolver un conflicto entre principios de tal relevancia jurídica?
Desde Beccaria en adelante, el Derecho Penal ha intentado poner racionalidad en la creación de tipos penales. El más constante y eficaz de los mecanismos para ello ha sido la idea y principio del Bien Jurídico protegido. Los penalistas proclaman como principio la idea que los tipos penales, para ser legítimos, tienen que protegen un bien jurídico constitucionalmente relevante y, además, hacerlo con proporcionalidad y adecuación.
La complejidad del abordaje jurídico de esta materia, radica en el conflicto entre valores altamente justipreciados por el constitucionalismo liberal, que tienen como máxima la defensa de la libertad. Thomas Paine expresaba en su obra Rights of Man —Los derechos del hombre— que “aquel que quiera salvaguardar su libertad tendrá que proteger de la opresión incluso a sus enemigos”. Voltaire lideró, sobre la base de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, una de las revoluciones más importantes de la humanidad, propugnando “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”, revelándose en contra de la censura inquisitiva.
El reto es balancear la “dignidad” y la “igualdad” de los seres humanos con un ejercicio licito de la libertad de expresión. En el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos del cual Chile es parte hay algunas pistas a seguir, cuando expresa que “toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley”.
La abundante literatura comparada repite la distinción entre la opinión y la acción, para proteger a la primera con la cobertura de la libertad de expresión y encasillar a las otras en las previsiones de la legislación represiva del odio, el insulto, la incitación a la discriminación, la apología del delito, el ataque al honor y a la dignidad, por tratarse de atentados anticonstitucionales.
Por supuesto, el discurso del odio es más grave —cuantitativa y cualitativamente— que la mera intolerancia. Asimismo, su peligrosidad es mayor que las expresiones que puedan proferirse bajo el manto de la investigación científica o del revisionismo histórico u otras variantes tendientes a alimentar la credibilidad de las afirmaciones sostenidas desde el campo del negacionismo.
La penalización del negacionismo como intento de erradicar comportamientos expresivos que hieren sentimientos profundos de quienes se sienten dolidos por los actos y los hechos que afectaron valores primordiales como la vida, el honor, la libertad, la integridad y todos los componentes de la eminente dignidad de la persona humana, es una lógica y natural inclinación a reprimir la exaltación de los horrores padecidos real y efectivamente por colectividades enteras o por miembros de ellas.
Si bien es importante que el Derecho sea claro y racional, el debate que viene no debe llevar a confusión y debe saberse distinguir la opinión legítima de la incitación odiosa; o dicho de otra forma, el pensamiento versus la lesión producto de la conducta exteriorizada.
En síntesis, llamamos la atención sobre el cuidado que se debe tener al debatir la tipificación de un delito de “negacionismo”, pues esa figura requiere, para su autonomía, justificación y legitimación, que se reúnan el dolo y la manifestación de actos públicos en el hecho de su comisión, con los rasgos propios del odio, la persecución y la ofensa colectiva.
Por su parte, la justificación constitucional de leyes específicas al respecto, encuentra fundamentos en los compromisos internacionales vigentes e incorporados al ordenamiento jurídico de cada Estado. En la interpretación consiguiente no es dable aplicar soluciones por vía analógica ni con criterios puramente políticos, ni incurrir en desviación de poder.
Le hace bien a Chile sostener este debate. Una sociedad actúa con sabiduría cuando intenta establecer un marco legal conducente a contener los impulsos negacionistas o de exaltación de crímenes de lesa humanidad, como los ocurridos en nuestro país; en tanto, la apología del crimen, del odio, la vejación denigrante, y la negación flagrante, deben ser enfrentadas con intensa energía jurisdiccional para resguardar la paz social y las garantías que ofrece la vigencia del Estado de Derecho en el marco de la democracia constitucional.