No es necesario un fallo judicial para darse cuenta cuando un funcionario –sea el Presidente de la República o el jefe de una oficina de partes en una repartición pública– aprovecha su cargo para sacar un beneficio personal o para sus familiares. En un país donde ronda la sospecha del nepotismo o del aprovechamiento personal de los cargos, la cohesión y la voluntad de un consenso para el desarrollo se hace más difícil o casi imposible. Tal vez ahí está la explicación de la debilidad en el desarrollo de Chile en los últimos 12 años.
Chile completa ya 12 años de vuelo rasante en su desarrollo, en los que el país no ha logrado superar los índices inmediatamente anteriores de crecimiento. Mientras Frei-Lagos alcanzaron 60,7 puntos (32 Frei y 28,7 Lagos), los períodos Bachelet-Piñera-Bachelet solo consiguieron 41,2 puntos (MB 13,1 – SP 21,2 y MB 6,9).
Las tasas de crecimiento de empleo e inversión se estancaron desde el advenimiento de los gobiernos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, tal vez porque los tomó un ciclo bajo y la crisis subprime de 2008 o, quizás, por la misma impronta de los gobernantes. A Frei Ruiz-Tagle le tocó la crisis asiática de 1999, pero aún así el impulso anterior que traía la economía lo sostuvo. Si comparamos los cuatro años del Presidente Patricio Aylwin con 28,9 puntos, con los primeros cuatro de Frei Ruiz-Tagle (28,7) y de Ricardo Lagos (15,8), tenemos que el primer periodo de retorno de la democracia tiene el récord de crecimiento de empleo e inversión.
Entre las causas básicas del éxito está la cohesión económica y política del país –que pese a problemas de arrastre, incluso institucionales–: en esos 3 gobiernos desde Aylwin a Lagos la consiguieron. Luego, nada ha sido así, incluida la falta de visión estratégica de las 3 últimas administraciones, versus las 3 anteriores. Este es un llamado de alerta para la calidad de desarrollo que esperamos tener dentro de una generación más.
En el análisis de lo que ha sucedido con el crecimiento en los últimos 12 años hay que obligatoriamente consignar problemas como el gran terremoto de 2010 y los de Huara y de Coquimbo, los aluviones de Atacama, el megaincendio de Valparaíso, las erupciones volcánicas en Chaitén y El Caulle y otras emergencias de alto costo financiero y humano. Pero acá no deseamos hablar de gestión, que seguramente es tema suficiente para evaluar el período, sino de la ausencia de un diseño estratégico para el país, que pueda conseguir adhesión y cohesión nacional de mediano y largo plazo.
[cita tipo=»destaque»]Hace unos días un ex Presidente dijo que la gente exigía “dignidad” para su vida, concepto que muchos parecen ignorar o no querer comprender. En el trabajo, dignidad no es solo buena paga, también es buen trato. En la vía pública, la dignidad no es solo la vigencia de mis derechos, sino también el respeto de los otros presentes en ese espacio común. En la universidad, la dignidad es igualar las oportunidades y cerrar la brecha que arrastran algunos estudiantes frente a otros por razones de origen social. La dignidad en el ejercicio del gobierno es actuar con prudencia y en el bien de toda la sociedad. La dignidad es el emblema de toda sociedad decente, basada en el trato ético a los demás, y solo puede ofrecerla quien ha construido una moral pública sólida a partir de la vigencia de valores como la igualdad ante la ley, el respeto, la tolerancia y la solidaridad.[/cita]
Algunos pueden argumentar un tema de plazos gubernamentales –6 años de mandato versus 4– para enmendar errores, pero tal vez el tema mismo no es causa sino efecto de la carencia de esa visión estratégica. No sabemos bien en cuál dirección vamos.
La falta de un alto vuelo intelectual en la orientación país que se advierte en La Moneda, también induce –en un modelo cultural presidencialista del país– a un comportamiento en el resto de las instituciones y también en los municipios.
En la urgencia de respuestas, en todas partes surge la pregunta de por qué, por ejemplo, en el ámbito local los vecinos deben experimentar una suerte de lotería a la hora de generar un alcalde y un concejo municipal que saquen adelante las tareas encomendadas. A estas alturas del siglo y de la complejidad técnica de los sistemas de gobierno y administración de un territorio, pensar que la intuición del candidato, su encanto comunicacional o el desparpajo y popularidad televisiva que despliega, son elementos suficientes para sentarse en el sillón alcaldicio, es algo que debería ser repudiado por la ciudadanía, y más aún si se trata de La Moneda y el gobierno nacional.
Hace unos días un ex Presidente dijo que la gente exigía “dignidad” para su vida, concepto que muchos parecen ignorar o no querer comprender. En el trabajo, dignidad no es solo buena paga, también es buen trato. En la vía pública, la dignidad no es solo la vigencia de mis derechos, sino también el respeto de los otros presentes en ese espacio común. En la universidad, la dignidad es igualar las oportunidades y cerrar la brecha que arrastran algunos estudiantes frente a otros por razones de origen social. La dignidad en el ejercicio del gobierno es actuar con prudencia y en el bien de toda la sociedad. La dignidad es el emblema de toda sociedad decente, basada en el trato ético a los demás, y solo puede ofrecerla quien ha construido una moral pública sólida a partir de la vigencia de valores como la igualdad ante la ley, el respeto, la tolerancia y la solidaridad.
El país se ha visto convulsionado, el último tiempo, no solo por sus problemáticos índices económicos, sino también por situaciones que perfilan un apropiamiento corporativo de los bienes públicos para beneficio propio. No solo apropiaciones indebidas, sino asimismo la posibilidad de que las instituciones no funcionen igual para todos los ciudadanos y que quienes han sido elegidos como representantes en el poder usen de este en beneficio particular.
Chile avanzaría mucho si sus gobernantes, los jefes de los partidos políticos e incluso los gerentes, eliminaran de sus explicaciones públicas la frase “esperemos lo que dice la justicia”. Porque eso no es una novedad y estamos todos de acuerdo en que la justicia representa la última razón del Estado y la sociedad para dirimir una controversia o esclarecer un hecho. Eso es parte de la esencia de la igualdad ante la ley.
Pero la ética pública no es cosa de tribunales, excepto cuando involucra la comisión de un delito civil o penal. Es también un consenso de valores sobre la forma orgánica y funcional de esa sociedad, con suficientes elementos para determinar si una autoridad cuestionada se ha puesto y expuesto en el límite ético en el ejercicio de su vida pública.
No es necesario un fallo judicial para darse cuenta cuando un funcionario –sea el Presidente de la República o el jefe de una oficina de partes en una repartición pública– aprovecha su cargo para sacar un beneficio personal o para sus familiares. En un país donde ronda la sospecha del nepotismo o del aprovechamiento personal de los cargos, la cohesión y la voluntad de un consenso para el desarrollo se hace más difícil o casi imposible. Tal vez ahí está la explicación de la debilidad en el desarrollo de Chile en los últimos 12 años.