Resulta fundamental que los países de la región apoyen, junto con Naciones Unidas que ya lo hizo, esta instancia de diálogo, puesto que se encuentra en juego la estabilidad de la región. Por ello, esperamos que Chile retome su actitud permanente de búsqueda del entendimiento y la solución pacífica de controversias y se una a quienes impulsan decididamente el diálogo, sin sumarse a la estrategia confrontacional. Es indispensable alcanzar una salida democrática a la crisis, con un gobierno de transición, que regularice la situación del país, enfrente con decisión la crisis humanitaria y llame a elecciones democráticas con participación de todos los venezolanos en el país y el exterior, sin exclusiones.
Venezuela fue, por toda la segunda mitad del siglo pasado, uno de los países más ricos y estables de América Latina. Situado entre los mayores ingresos per cápita de la región, gozaba además de una democracia bastante estable, durante el tiempo en que los otros países del sur se encontraban gobernadas por dictaduras militares y en el Caribe, arreciaban las guerras civiles. Tenía, sin embargo, vicios similares a muchos otros países de nuestra región: una economía altamente dependiente de una sola exportación, altas tasas de pobreza, desigualdad y corrupción, que aumentaban cuando un nuevo boom petrolero incrementaba los ingresos, que beneficiaban desmedidamente a los sectores más acomodados, aunque el “derrame” generaba también una mayor sensación de bienestar.
Una crisis económica motivada por los bajos precios del petróleo, se unió a la crisis política provocada por la descomposición de los partidos tradicionales y la corrupción generalizada del sistema, para permitir un cambio inesperado: la elección democrática de Hugo Chávez Frías, militar de carrera que había intentado un golpe de Estado en 1992. Indultado por el presidente Rafael Caldera en 1996, Chávez fue elegido con amplia mayoría en 1998 y pasó a gobernar el país, proclamando su voluntad de cambio político, con una nueva Constitución y un régimen económico progresista, con mayor presencia del Estado en la economía y una orientación distributiva.
La revolución “Bolivariana” coincidió con un nuevo boom petrolero, que llevaría el barril de petróleo de menos de 13 dólares en 1998 a 107 dólares en 2012, lo que le permitió crear esperanzas y una sensación de justicia social, pues amplios sectores populares sentían que, finalmente, les había tocado gozar de parte de las riquezas de su país.
Al mismo tiempo, el gobierno de Chávez cambió sustancialmente el sistema político venezolano con la dictación de una nueva Constitución, que tenía un contenido mucho más democrático que las anteriores, con niveles muy importantes de protagonismo y participación popular. En poco tiempo, Chávez se consolidó como único líder y puso en marcha un sistema socialista bastante especial, con fuertes bases de populismo, con una economía donde el Estado intervenía de manera directa, pero sin ser una economía planificada y, con una fuerte impronta nacionalista, apoyada en la figura histórica de Simón Bolívar.
[cita tipo=»destaque»]Venezuela debe ser tratado como un país devastado por una guerra. Los países de la región deben ayudar a su reconstrucción y fortalecimiento, junto con una salida pacífica para terminar la peor crisis en la historia de esa nación hermana. Es de esperar que el Gobierno de Chile retome el camino de política de Estado en materia internacional, que lo ha caracterizado como un país predecible y confiable, que participa en las crisis para buscar soluciones pacíficas.[/cita]
Paralelamente, Chávez emprendió una política exterior de alto perfil, intentando proyectar su movimiento a otros países políticamente afines como Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Argentina y varios del Caribe, con un esquema continental de integración, que sólo excluía a Estados Unidos y Canadá. Dicha tendencia se hizo más extrema después del intento de golpe en su contra, en abril de 2002 y del prolongado paro petrolero de 2002-2003. Chávez rompió entonces con muchos de los que lo habían acompañado en su acceso al poder, endureció su política interna, trató de ejercer una hegemonía en Sudamérica, apoyó económica y políticamente a Ecuador, Bolivia y Argentina y, lanzó ambiciosas iniciativas regionales de integración, especialmente la UNASUR y la CELAC.
A su vez, basado en la alta dependencia que históricamente su país ha tenido de Estados Unidos, trató de marcar un distanciamiento con éste y se planteó como un opositor y luego un enemigo.
Había tenido siempre ideas de izquierda y se proclamaba un antimperialista, pero sin duda este rasgo se acrecentó después de esos hechos, de los cuales culpó directamente a EE.UU. Sin embargo, no cortó totalmente los lazos comerciales entre ambos países, ya que mientras se acentuaba la retórica dura, las exportaciones de petróleo a Estados Unidos crecían. Durante la década pasada, el 47% de las exportaciones venezolanas, casi todas de petróleo, continuaron yendo a los Estados Unidos y sólo cayeron, cuando el deterioro de la industria petrolera impidió mantener el flujo en sus magnitudes anteriores.
La gestión económica y política de Chávez se fundó, igual que la de gobiernos anteriores, en el petróleo. Durante su gobierno, el precio del petróleo siempre estuvo al alza llegando a estar a US$100 el barril, mientras la economía venezolana creció en un 57%. La economía se concentró en las exportaciones del crudo, mientras se expropiaban empresas estratégicas y se acentuaba el conflicto entre el gobierno y el empresariado nacional e internacional. A la vez, el manejo económico del chavismo incurrió en errores y derroches, que permitieron a algunos empresarios y personas ligadas al régimen mal aprovechar los subsidios al dólar preferencial, para sacar y, literalmente, llevarse del país miles de millones de dólares que no dieron rédito a la economía venezolana.
La asunción de Nicolás Maduro como presidente en el 2013, coincide con la baja del barril de petróleo, que cayó a una cuarta parte de su tope en pocos años, llegando el 2014 a niveles insospechados de US$25 el barril. Ello creó una crisis económica de magnitudes nunca antes vista en Venezuela, con una contracción de la economía que la ha llevado a una recesión de casi 6 años y a perder -entre el 2013 y el 2018- el 45% del PIB. A las cifras objetivas debemos sumar la mala gestión de Maduro, no sólo en lo económico, ya que en medio de una caída vertical del Producto Interno Bruto se resistió a adoptar medidas indispensables, tratando de seguir con el sistema paternalista impuesto por Chávez.
La corrupción y el deterioro social se acrecentaron y Maduro, lejos de abrirse hacia un diálogo con fuerzas opositoras de centro, endureció su retórica y su postura, aislándose de sectores que, hasta entonces, lo habían apoyado o ejercido una oposición blanda. La crisis económica se trasladó entonces al plano social y abrió paso a protestas de los movimientos opositores, que a partir de 2014, a medida que aumentaban su masividad, también se incrementaba su represión.
Maduro había llegado al poder como sucesor del presidente fallecido, por lo que no fue muy cuestionado, aunque hay que recordar que en su elección en 2013, la mayoría obtenida por Chávez se debilitó claramente. La oposición alegó fraude y por meses se negó a reconocer su presidencia. Los hechos violentos de 2014 produjeron una ruptura casi total. El intento de diálogo de comienzos de ese año, al cual concurrieron fuerzas opositoras, a pesar que algunos de sus dirigentes ya estaban en prisión, fracasó por la negativa de Maduro a efectuar alguna concesión. Al contrario, a la victoria de la oposición en las elecciones de la Asamblea Nacional en 2016, Maduro respondió con una medida definitivamente antidemocrática, al hacer elegir, solo con sus candidatos, a una Asamblea Nacional Constituyente que se encarga ahora de legislar a favor del régimen, en medio de una creciente represión.
El impasse ya dura cinco años, mientras aumenta la crisis humanitaria. Una parte muy numerosa de la población sufre los efectos de una caída tremenda del producto, en medio de una inflación galopante de más de 10.000 por ciento en cifras reconocidas, del hambre que aqueja a un tercio de la población y del éxodo obligado de 4 millones de venezolanos, la emigración humana más grande que jamás ha sufrido, en menos de cinco años, ningún país de América Latina.
El régimen ha perdido su legitimidad como consecuencia de su desconocimiento del Poder Legislativo y de su manejo omnímodo del sistema judicial y la oposición, carece de poder para sustituirlo.
Maduro se hizo reelegir en 2018, en un proceso que la oposición rechazó. A comienzos de 2019, el nuevo presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, se proclamó “presidente encargado” en virtud de un artículo de la Constitución que permite esa figura sólo para fines de convocar a una elección en 30 días. El Grupo de Lima -surgido para mediar en la crisis venezolana- reconoció rápidamente a Guaidó y mantiene ese apoyo, junto a alrededor de 50 países y especialmente de Estados Unidos, que no sólo desconoce al gobierno de Maduro, sino que ha adoptado un conjunto de medidas en contra de los intereses de Venezuela en Estados Unidos, lo cual ha aumentado la crisis económica.
El surgimiento de Juan Guaidó como nuevo líder de la oposición y su autoproclamación, no ha conseguido cambiar la situación en Venezuela. Tampoco lo ha logrado la acción internacional, en que distintos sectores se han abanderizado a favor o en contra del régimen. El Grupo de Lima, del cual Chile es parte, ha patrocinado una serie de acciones, rechazando, sin embargo, la acción armada que ha propiciado Estados Unidos y que alienta crecientemente el propio Guaidó. Por su parte Rusia, China y otros países apoyan decididamente a Maduro, quien sigue contando con el respaldo de las Fuerzas Armadas, cada vez más, visiblemente, a cargo de arbitrar una situación muy dramática, en que el país se sigue sumiendo en la pobreza, la desnutrición, el exilio, la represión y la desesperanza.
La última acción de Guaidó con un pequeño sector de las FF.AA venezolana no pasó a mayores. Es posible que su intención haya sido desencadenar un conato de guerra civil, en que otros países pudieran legitimar una intervención, pero no logró llegar ni cerca de ese nivel. Ello ha provocado la inacción de los partidarios de la ruptura y abrió espacio a una iniciativa de mediación impulsada por Noruega, que se une a otras como el llamado Grupo de Contacto, integrado por algunos países de América Latina y Europa.
Es fundamental que exista un acercamiento de los objetivos de ambas partes para tratar de llegar a un acuerdo, pero es -sin duda- preocupante la posición de Estados Unidos que no apoya el diálogo y lo critica desestimándolo, indicando que la única negociación válida es la salida de Maduro. Esto, puede producir graves problemas, endureciendo el planteamiento de la oposición en esta mesa de diálogo.
Por ello resulta fundamental que los países de la región apoyen, junto con Naciones Unidas que ya lo hizo, esta instancia de diálogo, puesto que se encuentra en juego la estabilidad de la región. Por ello, esperamos que Chile retome su actitud permanente de búsqueda del entendimiento y la solución pacífica de controversias y se una a quienes impulsan decididamente el diálogo, sin sumarse a la estrategia confrontacional. Es indispensable alcanzar una salida democrática a la
crisis, con un gobierno de transición, que regularice la situación del país, enfrente con decisión la crisis humanitaria y llame a elecciones democráticas con participación de todos los venezolanos en el país y el exterior, sin exclusiones.
Venezuela debe ser tratado como un país devastado por una guerra. Los países de la región deben ayudar a su reconstrucción y fortalecimiento, junto con una salida pacífica para terminar la peor crisis en la historia de esa nación hermana. Es de esperar que el Gobierno de Chile retome el camino de política de Estado en materia internacional, que lo ha caracterizado como un país predecible y confiable, que participa en las crisis para buscar soluciones pacíficas.