La coordinación sistemática entre un Juez y un Fiscal indiscutiblemente viola la Constitución y los principios de la recta aplicación de Justicia. Pese a todas las pruebas, lo que parece más grave y amenazador para el orden democrático en Brasil es la reacción del ex juez y ahora Ministro de Justicia, Sergio Moro. Este atribuye las revelaciones a una obscura campaña para descalificar el combate a la corrupción. No niega la veracidad de los contenidos entregados al conocimiento público, pero afirma -contra toda lógica jurídica- que ellos nos implican ilegalidad ni delito. El Ministro de Justicia de una de las mayores democracias del mundo se excusa de cumplir con la Constitución y la Ley. Y en ello, es apoyado por el Presidente y su Gabinete.
El Sistema Judicial brasileño -igual que el chileno- establece una completa separación entre el trabajo investigativo que hace un fiscal que al establecer hechos ilícitos formula una acusación penal y un juez independiente e imparcial que instruye el proceso y dicta sentencia.
La revelación de un abundante intercambio de mensajes entre el Juez Sergio Moro y el Fiscal Deltan Dallagnol, y entre éste y su equipo en la Fiscalía, por parte de un reconocido periodista investigativo, Glen Greenwald, a través de The Intercept y luego ampliamente difundido por el influyente periódico Folha de San Pablo ponen de manifiesto una prolongada e impropia relación entre ellos.
Ha quedado demostrado que la investigación y el juicio de Lula fueron viciados desde el principio. Sergio Moro no sólo condujo el proceso de manera sesgada, sino que intervino directamente en el trabajo investigativo de la Procuraduría, desafiando el mandato tanto de la Constitución como del Código de Ética de la Magistratura, que establecen expresamente que el Juez debe mantener absoluta equidistancia de acusadores y defensores en los casos que le corresponda fallar. El actual Ministro de Justicia incumplió severamente sus deberes: manipuló los mecanismos de la delación premiada; dirigió el trabajo del Ministerio Público, cuando este manifestó dudas sobre la solidez de las pruebas que fundamentaban los cargos contra Lula; exigió la sustitución de un fiscal que no le satisfacía y organizó la estrategia comunicacional del Ministerio Público. Violó también la ley al intervenir las comunicaciones de los abogados defensores del ex Presidente. A pesar de todo ello, finalmente condenó a Lula por “hechos indeterminados”, dada la inexistencia material de pruebas que lo impliquen directamente en este caso: Lula –ni nadie de su familia- nunca adquirió ni ocupó un departamento que habría recibido a cambio de favores a una empresa constructora involucrada en procesos de corrupción.
Los implicados no han desmentido la veracidad de los contenidos de las conversaciones interceptadas. El Juez Moro, hoy convertido en Ministro de Justicia del Presidente Jair Bolsonaro, se ha defendido acusando que las revelaciones son parte de una campaña para desprestigiar sus esfuerzos en el combate a la corrupción, que efectivamente es un mal endémico de la relación entre el Estado, las grandes corporaciones empresariales y la política en Brasil y que debe ser combatido con todos los recursos e instrumentos del Estado de Derecho.
La coordinación sistemática entre un Juez y un Fiscal indiscutiblemente viola la Constitución y los principios de la recta aplicación de Justicia. El propósito de impedir a toda costa que Lula pudiese competir en una contienda presidencial, en la que todos los estudios de opinión lo daban como el más probable vencedor, queda de manifiesto en la información conocida en los últimos meses por la opinión pública. Incluso una vez que el PT inscribió al ex Gobernador de San Pablo, Fernando Hadad, como candidato a la Presidencia, el Fiscal Dallagnol ordenó postergar la autorización para que Lula diera una entrevista de prensa desde la prisión autorizada por un Ministro del Supremo Tribunal Federal, con el argumento que la autorización no establecía una fecha precisa y que, realizada antes de la elección, podría favorecer el triunfo del candidato del PT.
Todo ello da razón a las numerosas voces que, tanto en Brasil como en todo el mundo, cuestionaron en su momento los arbitrarios procedimientos utilizados en el juicio a Lula. Su reclamo de que se considera un preso político y la demanda de sus abogados que piden la anulación del proceso y la sentencia parecen hoy respaldados por sólidas evidencias.
Sin embargo, lo que parece más grave y amenazador para el orden democrático en Brasil es la reacción del ahora Ministro Moro. Este atribuye las revelaciones a una obscura campaña para descalificar el combate a la corrupción. No niega la veracidad de los contenidos entregados al conocimiento público, pero afirma -contra toda lógica jurídica- que ellos nos implican ilegalidad ni delito. El Ministro de Justicia de una de las mayores democracias del mundo se excusa de cumplir con la Constitución y la Ley. Y en ello, es apoyado por el Presidente y su Gabinete.
Estamos frente al germen ideológico del totalitarismo: la defensa de un bien mayor justifica el atropello a la ley. En este caso, el bien mayor sería el combate a la corrupción. Mañana, puede ser cualquier otro: la patria, la familia, la seguridad pública, la moralidad amenazada.
Corresponde al Congreso y al Tribunal Supremo Federal de Brasil contener y sancionar los impulsos antidemocráticos del Gobierno. Si no lo hacen a tiempo, la degradación del Estado de Derecho será inexorable.