Como se puede ver, tiene raíces profundas y consecuencias desastrosas para la vida escolar de generaciones de niños y jóvenes que han tenido que soportar la insufrible mala educación impartida. Nadie lo puede negar, pues es de simple lógica, de acuerdo a un modelo de diagnóstico de “crisis” y de diseño de “calidad” educativa, un modelo tecnocrático, economicista, neoliberal, pero sobre todo embrutecedor, del que cuesta sobremanera emanciparse.
Cuando en enero de 1994 el ministro de educación, Jorge Arrate Mac Niven, entregaba al país su informe de gestión sobre políticas educacionales –hay que recordar que entre marzo de 1990 y septiembre de 1992 fue Ricardo Lagos Escobar quien estuvo a la cabeza del Mineduc– ya estaba allí, gestado, el huevo de la serpiente.
Según ese informe, el Gobierno democrático había recibido de la dictadura –la culpa es siempre del Gobierno anterior– un mal Simce. En dicho informe se lee: “Los resultados de las pruebas Simce han demostrado que existe una negativa distribución regional y social de los aprendizajes […] más alarmante es la disparidad en los resultados según la dependencia de los establecimientos que, de algún modo, está asociada al origen social de los alumnos. En 1989, en las pruebas de Castellano, los alumnos de escuelas municipales obtenían un logro de 53%, los de escuelas particulares subvencionadas un 58,9% y los de escuelas pagadas, un 76, 6%. En Matemáticas, los resultados fueron de 51,5, 56,2 y 76%, respectivamente.”
En el primer discurso del Gobierno democrático el 21 de mayo de 1990, el Presidente Patricio Aylwin inauguraba la manufacturación sociológica, es decir, iniciaba el imaginario cultural de lo que se llamará de ahí en más la “crisis en educación”.
Perfiló en bronce la gramática de esta, su semántica tecnocrática, se dio por creado el discurso oficial de lo que se entendería hasta hoy como “crisis de la educación”. El Mandatario dijo: “La situación que heredamos en materia educacional presenta problemas en cuanto a la calidad de la enseñanza, la alta desigualdad existente entre los distintos tipos de establecimientos y su fuerte fragmentación. A ello hay que agregar otros tres elementos que agravan su crisis”.
[cita tipo=»destaque»]Decía don Patricio Aylwin ante el Congreso Pleno –mientras las cámaras enfocaban, ya no su dedo, sino el perfil severo del ministro Lagos– que “en la educación básica hay graves problemas de calidad. Según pruebas que se han estado aplicando, los alumnos de cuarto año de educación básica aprenden algo menos de la mitad de lo que se espera de ellos y los alumnos inscritos en escuelas gratuitas, provenientes de familias de bajos ingresos, aprenden sensiblemente menos que los inscritos en escuelas pagadas”.[/cita]
Esos tres elementos a los que se refería el Presidente Aylwin representarán la sempiterna retórica que hemos vivido desde el retorno de la democracia por los recursos financieros, la municipalización y las condiciones en las que se ejerce la función docente.
La cuestión sensible es que al mismo tiempo que se crea hacia fuera la retórica de la crisis, se crea hacia dentro del sistema escolar la brutal imposición del discurso de la “calidad educativa”. Brutal por su reduccionismo epistemológico educativo, por su impronta neoliberal a favor de la competencia por resultados y por su incomprensión de la heterogeneidad cultural en aras de una estandarización pavorosa.
Decía don Patricio Aylwin ante el Congreso Pleno –mientras las cámaras enfocaban, ya no su dedo, sino el perfil severo del ministro Lagos– que “en la educación básica hay graves problemas de calidad. Según pruebas que se han estado aplicando, los alumnos de cuarto año de educación básica aprenden algo menos de la mitad de lo que se espera de ellos y los alumnos inscritos en escuelas gratuitas, provenientes de familias de bajos ingresos, aprenden sensiblemente menos que los inscritos en escuelas pagadas”.
Como se puede ver, la caja negra del Simce tiene raíces profundas y consecuencias desastrosas para la vida escolar de generaciones de niños y jóvenes que han tenido que soportar la insufrible mala educación impartida. Nadie lo puede negar, pues es de simple lógica, de acuerdo a un modelo de diagnóstico de “crisis” y de diseño de “calidad” educativa, un modelo tecnocrático, economicista, neoliberal, pero sobre todo embrutecedor, del que cuesta sobremanera emanciparse.
La caja negra del Simce muestra, palmariamente, el desfiladero por el que transitan los profesores y sus estudiantes día a día, la verdadera coyuntura educacional a la que se enfrentan cotidianamente, muy lejos por cierto de tonteras como Aula Segura. Es una caja negra perdida en el marasmo de una educación de consumo, trufada de gratuidad y meritocracia.