Estas «soluciones» a los problemas de abastecimiento de recurso hídrico, solo sirven para afianzar la estrecha relación entre el Estado y las empresas que ha existido en materia de aguas, asegurando a los privados la propiedad legal y funcional sobre un recurso cada vez más escaso. Al mismo tiempo, este tipo de proyectos demuestra que nuestro país se aleja, cada vez más, de una gestión integrada de las aguas por cuencas. Estas últimas son los referentes territoriales esenciales para la gestión de dicho recurso que deben guiar la reproducción de la vida y la sociedad.
El territorio nacional se caracteriza por una importante heterogeneidad hídrica. Los valores mínimos de escorrentía –agua que circula sobre la superficie en una cuenca– que se encuentran en algunas cuencas de la zona norte del país, son superados hasta en 800 veces por los valores máximos en las del extremo sur. Para quienes conciben a la disponibilidad de agua desde una hoja de cálculo, con déficits y superávits, una solución para satisfacer la creciente demanda de las zonas donde este vital elemento es escaso, como en el norte y centro de Chile, es el trasvase de agua desde cuencas con «excedentes» hacia otras «deficitarias», para corregir lo que se percibe como un “desequilibrio hidrográfico”.
En la actualidad se están considerando tres proyectos ambiciosos, que incluyen una serie de planes para trasvasar agua a miles de kilómetros de distancia desde las regiones del Maule y Biobío, hasta las zonas afectadas por la sequía en el norte y centro del país. Dos de estas iniciativas, de capitales extranjeros, están siendo evaluadas por la Dirección General de Concesiones (DGC) del Ministerio de Obras Públicas (MOP) y se encuentran a la espera de ser declaradas como de “interés público”, mientras que la tercera es una iniciativa de la Corporación Reguemos Chile, que hoy llevará los estudios a la DGC. Cabe señalar que los proyectos han tenido una buena recepción, tanto en el Ministerio de Agricultura como en el de Obras Públicas.
Desde el punto de vista del Estado y de los grandes sectores económicos del país, lo que se percibe como un “desequilibrio hidrográfico”, se contrapone con sus planes de crecimiento económico. Para quienes lo más importante es el crecimiento económico, es un problema que las zonas más productivas, tanto de la minería como de la agroexportación, sean las menos dotadas de agua, situación que ha ido empeorando debido a la sobreexplotación, los efectos del cambio climático y a que –según esta visión productivista– “lo más grave” es que cerca del 85% del agua en el país corre hacia el mar «sin ser aprovechada».
[cita tipo=»destaque»]Los casos a nivel internacional de trasvases como el de Tajo-Segura en España, Snowy-Murphy en Australia, Lesotho Highland Water Project (Lesotho y Sudáfrica) y el megaproyecto de Irrigación Olmos en Perú, demuestran que estas intervenciones pueden provocar en la cuenca cedente impactos como la pérdida de biodiversidad y de ecosistemas como los humedales, fragmentación de la vegetación nativa, introducción de especies invasoras, afectación a la infiltración de agua en acuíferos, colmatación de cauces por sedimentos, entre otras consecuencias irreversibles. Al mismo tiempo, muchas comunidades han sido desplazadas de sus tierras, mientras que los ingresos finales de estos megaproyectos, que generalmente prometen mejorar la calidad de vida de las poblaciones, no han aportado a reducir la pobreza ni tampoco a solucionar los problemas de abastecimiento de agua para consumo humano.[/cita]
A raíz de aquello, los proyectos que proponen la implementación de la carretera hídrica permitirían captar, almacenar y transportar el «excedente» de agua de los ríos Biobío, Maule y Rapel hacia el centro y norte, lo que posibilitaría el riego de cerca de un millón de nuevas hectáreas para impulsar la agroexportación y destrabar millones de dólares de inversiones mineras, lo que supondría incrementar el PIB en más de un 30%, según palabras de Félix Bogliolo, socio fundador de uno de estos proyectos.
Los promotores de estas ideas señalan que, a nivel internacional, los trasvases de cuencas a grandes escalas han producido importantes beneficios económicos, a pesar de que la experiencia ha demostrado que existe una significativa subestimación de costos y falta de transparencia al respecto. Al mismo tiempo, los impactos sociales y ambientales que se invisibilizan han sido muy graves, ya que la realización de trasvase de agua, es decir, la modificación producida en el volumen de agua en las cuencas, más que corregir el «desequilibrio», suele alterar el delicado equilibrio hídrico que existe tanto en la cuenca cedente como en la receptora.
Los casos a nivel internacional de trasvases como el de Tajo-Segura en España, Snowy-Murphy en Australia, Lesotho Highland Water Project (Lesotho y Sudáfrica) y el megaproyecto de Irrigación Olmos en Perú, demuestran que estas intervenciones pueden provocar en la cuenca cedente impactos como la pérdida de biodiversidad y de ecosistemas como los humedales, fragmentación de la vegetación nativa, introducción de especies invasoras, afectación a la infiltración de agua en acuíferos, colmatación de cauces por sedimentos, entre otras consecuencias irreversibles. Al mismo tiempo, muchas comunidades han sido desplazadas de sus tierras, mientras que los ingresos finales de estos megaproyectos, que generalmente prometen mejorar la calidad de vida de las poblaciones, no han aportado a reducir la pobreza ni tampoco a solucionar los problemas de abastecimiento de agua para consumo humano.
Por otro lado, los proyectos de trasvase se sustentan en la falsa idea de que “el agua se pierde en el mar”. Sin embargo, lo cierto es que los ríos constituyen la principal interfaz activa entre la tierra y el océano. El agua dulce que entra a los océanos transportada por los ríos, aporta una gran cantidad de nutrientes que contribuyen a la riqueza ecológica y productiva del mar, por lo que la retención de sedimentos, producida por una menor capacidad de transporte de los ríos, ocasiona desequilibrios graves y visibles en estos procesos.
Los megaproyectos de trasvases, principalmente impulsados por el sector agrícola, han provocado un uso indiscriminado del agua en las cuencas receptoras. Esto debido a que su realización no ha estado acompañada de una adopción de criterios que gestionen la demanda de los volúmenes trasvasados, generando una proliferación de pozos y desviaciones de cauces de forma ilegal. Al mismo tiempo, el aumento de los terrenos cultivables propiciados por los nuevos volúmenes de agua disponibles, amplifican la sustitución de vegetación nativa y el deterioro de los suelos, alterando la capacidad de los ecosistemas para almacenar agua, lo que se ve agudizado por los efectos del cambio climático.
Desde Fundación Terram consideramos que, en un país como el nuestro, donde el derecho de aprovechamiento de las aguas es privado y está por sobre cualquier consideración social y ambiental, donde además no existe un ordenamiento territorial en zonas rurales, este tipo de proyectos provocaría una profundización de la inequidad social presente en el uso y distribución del agua, así como de los efectos ambientales actuales del modelo agroexportador. Cabe señalar que el abastecimiento de agua para consumo humano es concebido como secundario dentro de las finalidades de los tres proyectos de trasvases que han sido anunciados, que son meramente productivistas.
Estas «soluciones» a los problemas de abastecimiento de recurso hídrico, solo sirven para afianzar la estrecha relación entre el Estado y las empresas que ha existido en materia de aguas, asegurando a los privados la propiedad legal y funcional sobre un recurso cada vez más escaso. Al mismo tiempo, este tipo de proyectos demuestran que nuestro país se aleja, cada vez más, de una gestión integrada de las aguas por cuencas. Estas últimas son los referentes territoriales esenciales para la gestión de dicho recurso que deben guiar la reproducción de la vida y la sociedad.