La desigualdad social genera infelicidad. Richard Wilkinson y Kate Pickett lo vienen diciendo hace tiempo sobre la base de evidencia empírica contundente. En su último libro profundizan en «las consecuencias mentales de la desigualdad» y demuestran que las sociedades más desiguales son disfuncionales. Hay una relación causal entre desigualdad de ingresos, salud mental y problemas sociales.
Las imágenes del Presidente de la República cenando en una pizzería de Vitacura mientras la ciudad en otros sectores ardía, son la expresión de lo que ocurre en nuestro país.
Un sector tranquilo, seguro, que vive una burbuja, con ingresos y servicios similares a Ginebra, a costa de otros sectores que viven como Puerto Príncipe.
Al primero –muy minoritario– no le afecta el valor del transporte urbano, ni los elevados precios de alimentos y medicamentos, ni la pensión que tendrá en el futuro, ni menos le golpea en su presupuesto la subida de los servicios. Sus ingresos son tan elevados que para ello destinan un porcentaje de sus ingresos mucho menor que los más pobres, y además pueden ahorrar, capitalizar, aumentar su patrimonio.
Si las imágenes del mundo las hacemos a partir de nuestras experiencias, esa vida que llevan les ha hecho construir y vivir según imágenes parciales de una realidad bastante más compleja.
Además, a lo anterior se suma, que un gran grupo de estas personas siente que no le debe nada a nadie, que se han hecho a sí mismos, es decir, no poseen la «memoria agradecida» que requiere la construcción de una comunidad humana, de un sentimiento común de nación. Pueden llevarse sus riquezas a otra parte si este país se pone inseguro, a pesar de que la amasaron aquí con el trabajo de muchos.
La desigualdad social genera infelicidad. Richard Wilkinson y Kate Pickett lo vienen diciendo hace tiempo sobre la base de evidencia empírica contundente. En su último libro profundizan en «las consecuencias mentales de la desigualdad» y demuestran que las sociedades más desiguales son disfuncionales. Hay una relación causal entre desigualdad de ingresos, salud mental y problemas sociales.
Por otro lado, la grosera segregación social/geográfica/residencial construida por el Estado/Mercado, como lo refrendan numerosos estudios en Chile y el extranjero, es incubadora de la violencia social, dado el continuo deterioro de vida, la inseguridad y tensión social, acentuando los sentimientos de minusvalía y de sobrar en la sociedad.
Si a eso agregamos la brutal segmentación educacional –que se ha llevado ahora a otros barrios con los liceos bicentenarios–, la frustración y el desencanto de los niños y jóvenes con mayores dificultades aumenta, más aún cuando no son prioridad para los que gobiernan hoy, que no desean garantizar sus derechos por temor a las exigencias que esto implique. Sobre esto las investigaciones son demoledoras y una procesión de expertos extranjeros y chilenos lo han demostrado. Pero quienes gobiernan y tienen poder sí pueden asegurar esos mismos derechos a sus hijos, ya que tienen el dinero para hacerlo.
Finalmente, la continua frustración que experimentan al no «poder consumir» todo lo que el mercado les ofrece y promete (asociando muchos de estos bienes a la felicidad), hace arder con mayor fuerza la rabia y desencadena agresividad. Las ciencias sociales han acumulado estudios empíricos al respecto desde hace décadas, sin embargo, no se leen. Con un modelo de desarrollo que ha exacerbado el consumo cosificando al ser humano, y planteando el tener como más importante que el ser, las consecuencias que vamos viendo son inevitables.
¿Todo esto lo resuelve el estado de sitio? No. No lo ha resuelto antes ni lo resolverá ahora. Las nuevas generaciones desilusionadas, más conscientes de su dignidad, no esperan dádivas sino justicia; no ambicionan los mismos privilegios de quienes hoy tienen el poder, sino que estos sean repartidos de manera más equitativa; no tienen expectativas desenfrenadas en el consumo sino más bien aspiran a una tranquilidad básica en lo material y a poder realizarse.
Esto implica cambios dolorosos para la sociedad que hemos construido fundada en el progreso material ilimitado, en un mercado sacralizado y una libertad enarbolada por los poderosos, pero no extendida al resto de la sociedad.
En medio de un mundo convulsionado, es posible cambiar esta realidad. Sin embargo, no lo harán los del pasado, no lo hará la generación que hoy gobierna, ya que sus códigos y experiencias los tienen limitados, y están encarcelados en una manera de existencia que los transforma en ciegos y sordos ante esta realidad.
De hecho, muy pocos de ellos o ellas la han experimentado con la crudeza que se vive en nuestros barrios marginales. Tengo en la memoria una discusión con un director del presupuesto nacional de la década de los 90, acerca de las consecuencias que estaban teniendo en las familias y las personas los guetos que construía el Minvu. Su respuesta –desde la soberbia intelectual y el desconocimiento experiencial– fue que Chile era muy eficaz y eficiente en su política de vivienda y me envió luego un estudio económico de la misma Dipres que lo demostraba.
Pero ese estudio no decía lo que a la gente le pasaba, las consecuencias que esta manera de construir ciudad estaba teniendo en las personas, en los niños y jóvenes criados allí en los «patios traseros de nuestras ciudades». La lista es larga, por poner algunos ejemplos tenemos –desde ese entonces– a la población Los Areneros en Arica, la Óscar Bonilla en Antofagasta, la Juan Pablo II en Copiapó, Las Compañías en La Serna, La Confraternidad, El Castillo y Bajos de Mena en Santiago, Michaihue en Concepción, Los Alerces en Puerto Montt, etc.
SOlo nos queda esperar que las nuevas generaciones de todos los sectores sociales, culturales y económicos, con miradas de mayor dignidad (mutuas) y con un trato más igualitario y justo, puedan ir accediendo al poder, y lo hagan desde una nueva forma que es desde lo colectivo y con impronta solidaria, sin la carga narcisista o egocéntrica de la actual generación al poder (económico, político, cultural, religioso), que termina por dañar esos espacios que siempre deben ser concebidos desde servicio público y no desde el beneficio personal.