La crisis de legitimidad en las instituciones hoy enfrenta su peor cara: la solución al conflicto social que se encara requiere voces legitimadas frente a la sociedad, pero aquellas voces no existen, se desvanecieron, desaparecieron. Probablemente las respuestas políticas de los próximos meses atenderán las demandas inmediatas de redistribución (más pensiones, mejores salarios, etc.), pero el problema de fondo mayor es sostener una democracia sin representación y aquello, lo sabemos, es imposible.
Dos grandes explicaciones se dan para el origen de la protesta social chilena: la desigualdad y una juventud ensimismada. La desigualdad aparece como un nudo central al que se asocia con la repartición de una torta muy desigual donde unos pocos gozan de una vida de primer mundo, mientras los muchos sufren condiciones de vida deficitarias: salarios miserables, pensiones paupérrimas, condiciones laborales precarias. Una sociedad que vive endeudada y que, enfrentada a cualquier crisis familiar (una enfermedad, desempleo), debe recurrir a la solidaridad de los cercanos para solventar el elevado costo de vida.
Pero la desigualdad en sí misma parece no ser la que gatilla la protesta social. Porque aquellas condiciones de desigualdad se han mantenido desde hace ya dos o tres décadas y es justo hoy cuando se convierte en estallido social.
Un elemento gravitante asociado a esta desigualdad es la mayor visibilidad de los abusos. Desde hace ya una década somos testigos de abusos en el sector privado en las farmacias, supermercados, pollos, papel higiénico, plasmas, y tantos otros rubros. Luego vimos emerger escándalos entre los actores políticos y el financiamiento de campañas. A ello se sumaron los militares y policías. Nada de aquello terminó con la cárcel. Si hubo sanciones, fueron modestas, irrisorias e irritantes para gran parte de la población. Se instaló la idea que la justicia solo funciona con los pobres, pues con los ricos y conectados políticamente lo que funcionaba era el arreglo extrajudicial. Es la percepción de abuso lo que genera rabia e impotencia.
Los jóvenes suelen, en todo tiempo histórico, encabezar las demandas por transformación social. Aquello no debiese llamar a sorpresa. Ante el colapso de las organizaciones sociales, la debilidad de los partidos y la ausencia de organización social de base territorial, los casi únicos espacios de acción colectiva vigentes son los educativos.
Pero lo que más debiese llamar la atención del actual momento es el carácter inorgánico de las manifestaciones. Los partidos políticos representados en el Congreso –incluidos el Partido Comunista y el Frente Amplio–, no estuvieron detrás de este estallido social. Se trata de una molestia convertida en acción de protesta despartidizada, sin organizaciones sociales tradicionales detrás (sindicatos, federaciones, etc.). Quizás algunos grupos han dinamizado protestas y llamados a la acción, pero en la mayoría de las marchas no podríamos identificar líderes, organizaciones, colectivos o agrupaciones que están asumiendo una responsabilidad significativa por estas acciones.
Se trata de respuestas sociales deslocalizadas, descentradas, que no responden a una lógica tradicional de protesta. No es la dinámica de 2011, donde las federaciones de estudiantes lideraban las marchas; no es la dinámica del movimiento No + AFP, con líderes y una agenda preestablecida; no es la dinámica de un movimiento de protesta regional como Chiloé o Aysén.
Y esto es un asunto crucial. A diferencia de protestas y movimientos anteriores, desde hace algunos años la sociedad chilena se enfrenta a un proceso muchísimo más líquido, menos asible, donde se carece de una estructuración de instituciones que intermedian entre el Estado y la sociedad. La clásica estructura de representación descrita por Manuel Antonio Garretón, donde los partidos actuaban de intermediadores entre las demandas sociales y el Estado, desapareció.
Pero, y aquí lo más relevante, otras instituciones sociales tampoco están presentes. La Iglesia católica desapareció. Su crisis interna la llevó a perder cualquier posibilidad de intermediar entre lo social y el Estado. Tampoco existen organizaciones sociales fuertes, con líderes reconocibles, que puedan canalizar demandas. Chile carece de una densidad organizacional social que permita contener las pulsiones y reclamos por injusticia.
Aquella es la gran diferencia entre el mundo de la década de los 80 del siglo pasado y la actualidad. En el pasado, en cada población, en cada espacio territorial era posible identificar actores sociales –el cura, el líder de la junta de vecinos, el líder de un partido, la organización de salud de base–, que mediaba, que contenía, que acogía las aspiraciones, temores e injusticias.
Esta ausencia de capilaridad organizacional (de “capital social”, en palabras de Putnam) coloca en el centro del problema a la política. Difícilmente los partidos podrán dar respuestas, pues, aunque las tuvieran, nadie les cree.
La crisis de legitimidad en las instituciones hoy enfrenta se peor cara: la solución al conflicto social que se encara requiere voces legitimadas frente a la sociedad, pero aquellas voces no existen, se desvanecieron, desaparecieron. Probablemente las respuestas políticas de los próximos meses atenderán las demandas inmediatas de redistribución (más pensiones, mejores salarios, etc.), pero el problema de fondo mayor es sostener una democracia sin representación y aquello, lo sabemos, es imposible.