El país requiere un liderazgo presidencial ahora, que asuma las funciones políticas de jefe de Gobierno y líder de la coalición gobernante, que se proponga restablecer el Estado de derecho, impulse políticas económicas (pensiones, salud, transporte público, etc.) siguiendo otro paradigma, distinto al del neoliberalismo radical con el cual se construyó “el modelo”, y dé los pasos necesarios para llegar a una nueva Constitución. El Presidente Piñera no está en condiciones de asumir esa función por sus limitaciones de liderazgo y por su identificación con “el modelo”.
En mi anterior columna en El Mostrador (8 de noviembre) planteé que Chile debía alcanzar una Nueva Constitución (NC), como un paso necesario y prioritario para resolver la grave crisis que enfrenta hoy el país. Es una propuesta que se articula a través de las instituciones vigentes, no fuera de ellas. Tiene presente la accidentada historia constitucional de Chile en el siglo XX, con dos rupturas (1924/25 y 1973) y los cambios constitucionales de democracias avanzadas con una historia todavía más dolorosa que la nuestra: la de Alemania, en 1918/1919 y 1949 y la de España de 1931 y 1978. He examinado también los cambios constitucionales de América Latina en las últimas décadas, aunque creo que aportan menos luces porque ningún país, salvo Uruguay, tuvo una continuidad democrática tan prolongada como la nuestra.
¿Qué papel le corresponde al Presidente? Para responder es necesario analizar el protagonismo de Sebastián Piñera en estas críticas semanas.
Se observa una crisis de representación, que también afecta a la Presidencia, que se manifiesta en términos electorales. Piñera es Presidente con el apoyo de una minoría del padrón electoral. En la primera vuelta, como abanderado de Chile Vamos (RN, UDI y Evópoli), recibió el 36,64% de los votos (2.417.216), lo que representó 16,85% del padrón. El diputado José Antonio Kast (ex-UDI), independiente, obtuvo 7,93% (523.213 votos). En segunda vuelta, con el apoyo de Kast, Piñera alcanzó el 54,58% (3.796.579 votos), que representan un 26,4% del padrón electoral: solo uno de cada cuatro chilenos lo apoyó.
La segunda vuelta presidencial es una “mayoría fabricada”, pues la dirimen los dos candidatos que recibieron mayor votación en la primera vuelta, obligando a los votantes a optar por uno de ellos. En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Francia en 2002, el Presidente Jacques Chirac, de derecha, que postulaba a la reelección, fue elegido por el 82,21% de los votos. Esto se explica porque pasó a segunda vuelta el líder del Frente Nacional, el ultraderechista Jean Marie Le Pen, y para impedir que este llegara a la presidencia, el centro y la izquierda votaron por Chirac. Nunca el Presidente Chirac recordó a la oposición haber recibido esa votación.
Sin embargo, Piñera no acepta que solo logró el 16,85% del padrón, pues lo que cuenta es la votación de la primera vuelta. Tampoco algunos de los dirigentes de los partidos que lo apoyan, como Evópoli. Su presidente, Hernán Larraín Matte, hijo del ministro de Justicia, Hernán Larraín Fernández (UDI), recordó que “la oposición perdió la elección” de 2017, pero no la “ganaron” (La Segunda, 11 de noviembre).
También Piñera es minoritario en ambas ramas del Congreso. Es un “Gobierno dividido”. Esta ha sido la realidad de todos los presidentes de Chile, con la Constitución de 1925 y de 1980. Bachelet tuvo mayoría en el Senado durante un año, y la perdió por la ruptura del PPD y el PDC. Piñera no reconoce esta distribución del poder, aunque fue senador (1990-1998). Los presidentes Aylwin y Frei Ruiz-Tagle, elegidos por amplia mayoría en primera vuelta, estuvieron en minoría en el Senado por los senadores designados, esforzándose desde el primer día a buscar acuerdos con la oposición, para lo cual hicieron numerosas e importantes concesiones.
En consecuencia, Piñera es un Presidente políticamente débil, aunque el orden constitucional dé a entender lo contrario y lo vean así algunos académicos, que declaran a los medios que el Presidente tiene demasiado poder y hay hiperpresidencialismo.
Constituye una lectura errada de la Constitución creer que los presidentes tienen un poder desmedido, que puede perjudicar al proceso político. La realidad es más compleja y cambiante, como se aprecia en estos días. Una Constitución puede tener amplia o limitada flexibilidad según el liderazgo de los presidentes, que proviene de sus habilidades políticas y experiencia.
Las capacidades de los jefes de gobiernos, ministros y presidentes de partidos se conocen en los momentos de crisis.
Con ocasión del “boinazo”, en 1993, un acto de presión de Pinochet para evitar las acusaciones por corrupción, y a espaldas del Presidente Aylwin, que estaba en Europa en una visita de Estado, la mayoría de sus ministros se aterraron. El vicepresidente, Enrique Krauss, aceptó negociar con el general Jorge Ballerino en la casa de este, sin citar a Pinochet a La Moneda para exigirle explicaciones. Edgardo Boeninger, ministro secretario general de la Presidencia de ese tiempo, que acompañaba al Presidente Aylwin, le recomendó suspender el viaje y regresar a Chile a resolver el conflicto. Enrique Silva Cimma, ministro de Relaciones Exteriores y el Presidente, desestimaron esta sugerencia, porque demostraría debilidad ante el exdictador. El subsecretario de Interior, Belisario Velasco, que tenía amigos, contactos o informantes en todos lados, recibió una tranquilizadora noticia a los primeros minutos de una alta fuente del Ejército: ¡Es una rabieta de Pinochet! Aylwin recibió de inmediato esa información.
¿Ha estado el Presidente Piñera a la altura de las exigencias de estos días?
No.
Ha ido detrás de los acontecimientos, sin la mínima capacidad de previsión exigible a un Presidente, que cumple roles de jefe de Estado y de Gobierno. Se ha reunido con las más altas autoridades del Estado, con los presidentes de los partidos de Chile Vamos y de la oposición y declaró hacer escuchado las demandas de 1.200.000 personas aglomeradas en la Alameda y Providencia y sus alrededores, la mayor manifestación en 30 años de democracia.
Sin embargo, mantuvo la misma postura desde las primeras horas de saber de los ataques a las estaciones del Metro. El domingo 20 por la tarde declaró a los chilenos por televisión, con el rostro tenso y notoria irritación, que el país estaba «en guerra contra un enemigo poderoso». Esta postura la reiteró dos semanas más tarde, en su entrevista a El País, aparecida el 9 de noviembre, un día de felicidad para los demócratas porque se celebraban 30 años desde la caída del muro de Berlín:
P. Usted en algún momento utilizó la palabra «guerra».
R. Guerra contra la violencia, contra la delincuencia, contra el saqueo, contra la injusticia, contra la pobreza, por supuesto.
Piñera se explayó en esta respuesta. Agregó que en esta ola de violencia “participan grupos muy organizados que antes no conocíamos en Chile, a la cual se suman la delincuencia tradicional, el narcotráfico, los anarquistas y muchos más. Demostraron voluntad de destruirlo todo, sin respetar a nada ni a nadie. Quemaron y destruyeron la mitad de las estaciones de nuestro sistema de transporte subterráneo, vandalizaron más de 2.800 buses, quemaron cientos de supermercados, establecimientos comerciales, pequeños negocios. Sin piedad, sin ninguna contemplación por nada”.
Tuvo la osadía de reconstruir los hechos a favor de su tesis. Afirmó que la violencia comenzó un día antes, el 17 de octubre: “La violencia de verdad empezó el jueves 17 de octubre y el viernes 18 esto se desbordó. En pocos minutos quemaron siete estaciones de un Metro que nos costó sangre, sudor y lágrimas construir”.
En su larga entrevista a medio español, el Presidente Piñera en ningún momento se refirió a la ira e indignación de millones de chilenos claramente dirigidas contra el “modelo” y su Gobierno. Este silencio da cuenta del conflicto de interés que tiene: él es un hombre de negocios, uno de los 11 billonarios según la revista Forbes, que ha aprovechado el “modelo” para construir su fortuna en pocos años, que se impone sobre su papel de Presidente.
Los intereses de la Presidencia, que consisten en la conducción en paz de un país y sin violaciones a los Derechos Humanos, son distintos a los intereses económicos del Mandatario.
¿Cómo se explica que el Presidente no supiera de esta “violencia organizada”? ¿Por qué tardó varias horas desde los incendios del Metro para decretar el Estado de emergencia y no actuar de inmediato, el 17 o durante el 18?
Como hombre de negocios, Piñera sabe la importancia del tiempo. Hasta de los minutos. Ordenó comprar acciones de LAN tan pronto conoció los estados financieros, con datos muy positivos, un viernes a las 13.30 horas, porque a las 14.00 cerraba la Bolsa.
Sin embargo, en política no tiene ese sentido del tiempo y se empecina en una tesis que no logra ocultar sus graves limitaciones de liderazgo.
Tampoco cumple su función de líder de la coalición de Gobierno. En la reunión con los presidentes de los partidos que le apoyan, el domingo 10 de noviembre, guardó silencio y la discusión giró en torno a las posiciones de los presidentes de la UDI, la senadora Jacqueline van Rysselberghe, y de RN, el diputado Mario Desbordes.
En sus entrevistas en El Mercurio y El País, publicadas ambas el 9 de noviembre, se explayó respecto de la “reforma de la Constitución”, desnudando su debilidad política y poco sentido de Estado. Entró en materias que son propias de una ley y que están en la autonomía de otros poderes u órganos del Estado: “Crear mecanismos de participación para que la gente pueda oír su voz con claridad y con más oportunidad. Hay que modificar algunos organismos fundamentales de nuestra institucionalidad, que no están funcionando todo lo bien que yo quisiera (menciona varios, desde la Contraloría hasta el nombramiento de fiscales y jueces), estos últimos “para que obedezcan al mérito y no a otras consideraciones” (El Mercurio).
Otras propuestas suyas son populistas, como “la iniciativa popular de ley, plebiscitos comunales para que la ciudadanía pueda discutir y resolver temas que afectan a su calidad de vida”. Esta última es un guiño a la UDI, porque estos plebiscitos fueron introducidos por Joaquín Lavín, alcalde de Las Condes y precandidato presidencial.
No creo haber sido el único sorprendido cuando el 5 de noviembre, después de dos semanas sin atender las preguntas de la prensa, respondió a la entrevistadora de la BBC una pregunta que empieza a circular en los círculos de poder de las democracias avanzadas y en Chile: si acaso terminaría su mandato.
“Por supuesto que voy a llegar al fin de mi Gobierno. Fui elegido democráticamente por una enorme mayoría de chilenos y tengo un deber y compromiso con esos que me eligieron y con todos los chilenos”, contestó.
Surgen dos preguntas al respecto.
Primero: ¿por qué respondió la pregunta y dio esos argumentos? Pudo sencillamente haberla rechazado, por improcedente, porque supuestamente tiene el pleno control de la situación. Lo tuvieron el Presidente Aylwin en el “boinazo” y el Presidente Lagos durante la guerra de Irak, dos momentos claves de las presidencias desde 1990.
Segundo: ¿son correctos los argumentos que dio para continuar como Presidente? Electoralmente, no es efectivo haber sido “elegido por una enorme mayoría de chilenos”; por el contrario, como se vio antes, fue elegido por una minoría. Apenas por un cuarto de la ciudadanía.
¿Cree él, y sus colaboradores más cercanos, que su afirmación “tengo un deber y compromiso con los que me eligieron y con todos los chilenos” son suficientes para justificar su empeño en mantenerse por dos años y medio más en La Moneda?
No ha considerado el “compromiso”, pues la crisis no amaina, sino que se agrava y se expande. La violencia expresada en vandalismo provoca inseguridad a millones de compatriotas, especialmente en los sectores populares. Ni en los momentos de mayor conflictividad en el Gobierno de la Unidad Popular se dio esta magnitud de violencia “desde abajo”.
¿Tiene que esperar el país a que el Presidente de la República tome conciencia de la gravedad de lo ocurrido, asuma su cuota de responsabilidad en la crisis que se niega a ver y oír y tome decisiones rectificadoras?
Estimo que no.
Destaco su responsabilidad en un hecho que ha estremecido de horror al país y a la comunidad internacional: los excesos de violencia en la que incurrieron numerosos carabineros. Esto no se puede explicar sin considerar sus decisiones, propuestas por el exministro del Interior, Andrés Chadwick, con la destitución de dos generales directores y 40 generales más. Ello significó una dinámica de desinstitucionalización de Carabineros, que ha llevado a estos hechos.
Concluyo esta larga columna respondiendo la pregunta que la inicia: el Presidente Piñera no podrá terminar su mandato, ni debiera empeñarse en ello. El país requiere un liderazgo presidencial ahora, que asuma las funciones políticas de jefe de Gobierno y líder de la coalición gobernante, que se proponga restablecer el Estado de derecho, impulse políticas económicas (pensiones, salud, transporte público, etc.) siguiendo otro paradigma, distinto al de neoliberalismo radical con el cual se construyó “el modelo”, y dé los pasos necesarios para llegar a una Nueva Constitución. El Presidente Piñera no está en condiciones de asumir esa función por sus limitaciones de liderazgo y por su identificación con “el modelo”.
¿Cuál es la alternativa?
Instaurar en el hecho un régimen semipresidencial. El Presidente Piñera nombra a un nuevo ministro del Interior, con reconocida experiencia política. Este buscará a las personas que le acompañarán en el gabinete, sin cerrarse a encontrarlos en la oposición. Si esto ocurriera, se estaría ante un Gobierno de Unidad Nacional, lo más recomendable para llevar adelante esta amplia y necesaria agenda. Así, este Gobierno cumpliría el mandato de cuatro años del actual Presidente.
El ministro del Interior también sería ministro secretario general de la Presidencia, para dirigir las relaciones con el Congreso y darle a este el papel que le corresponde. Le corresponderá impulsar la reforma constitucional que convoque a las elecciones de un Congreso con facultades constituyentes el 2020, anticipando las de 2021, que serán simultáneas con las municipales. Un Gobierno como este cumplirá el mandato, sin anticipar las elecciones presidenciales.
El ministro del Interior será, en los hechos, el jefe de Gobierno. Como corresponde en el régimen parlamentario, el jefe del Gobierno debe ser el presidente del partido mayoritario: Mario Desbordes, presidente de RN. Ha mostrado habilidad política, mesura en sus declaraciones y disposición al diálogo con la oposición. Ha crecido en estos largos meses.
Luego, el Presidente debiera dar un paso al costado, sin inmiscuirse en la acción del Gobierno. Como esta alternativa no es posible, pues es ajena a su temperamento y trayectoria política, Piñera debiera renunciar a la Presidencia por el bien del país, aunque la Constitución de 1980 no lo considere.
Un gesto como este sería bien recordado en los libros de historia. La crisis no lo puede esperar a él.