No es posible saber hasta qué punto estos esfuerzos de los partidos podrán restablecer la paz social en el país. Sí sabemos que la polarización, la desafección, la desconfianza y la autonomización de la protesta han sido síntomas persistentes en las últimas décadas de la democracia en Chile.Crozier, Huntington y Watanuki señalaban en el año 1975: “La insatisfacción y la falta de confianza en el funcionamiento de las instituciones del Gobierno democrático se han generalizado (…) Lo que escasea hoy en las sociedades democráticas no es, por lo tanto, un consenso sobre las reglas del juego, sino un sentido de propósito sobre lo que uno debe lograr jugando el juego”.Pudiera ser que la explosión social chilena estuviera vinculada a la reproducción social de estos síntomas, particularmente, en los márgenes o bordes sociales del modelo de acumulación capitalista, territorio donde para muchos aún no resulta tan nítido qué propósitos es posible perseguir jugando el juego democrático.
No existe fórmula mágica que el Gobierno chileno pueda utilizar para resolver de manera inmediata la crisis social y el conflicto, dada la complejidad subjetiva y estructural del fenómeno iniciado el 18-O. El estallido de las calles desveló demandas heterogéneas, que remiten al statu quo institucional y a los bordes sociales y culturales del modelo de acumulación capitalista. Ciertamente, existen problemas inmediatos que el Gobierno puede y debe abordar dejando atrás dogmatismos ideológicos tecnocráticos o pro-mercado; sin embargo, hay que ser cautelosos acerca de los factores y tendencias que produce la explosión social.
Un intelectual muy influyente en la transición chilena señalaba a principios de los años 90 que una buena política era aquélla que permitía resolver oportunamente un problema público y maximizar el respaldo político hacia el Gobierno. Pero no es fácil transformar decisiones en respaldo cuando se trata de un contexto marcado por una alta desconfianza; menos aún revertir tendencias largas. Tal como se observa en el gráfico 1, la desconfianza en el Ejecutivo aumentó en Chile desde 39% en 1995 al 74% en 2017, con un incremento acelerado desde 2011, año de inicio de las movilizaciones estudiantiles bajo el primer Gobierno de Sebastián Piñera y gatillado por un crecimiento acelerado de los que señalan tener ninguna confianza.
El paquete de medidas que anunció el Gobierno entre el 7 y el 10 de noviembre para gestionar la crisis se orientó a tres ámbitos: elaboración de una nueva Constitución política, un conjunto de 16 medidas sociales (la mayor parte, para su discusión sumamente urgente en el Congreso Nacional) y una agenda de seguridad pública con cinco medidas (tres de ellas con discusión inmediata y una con suma urgencia).
Los acuerdos entre Gobierno y oposición avanzaron en los últimos 15 días con mayor rapidez en lo relativo a las medidas de la agenda social, incluidas las concernientes a reformas de la estructura tributaria. De hecho Renovación Nacional, partido que ha liderado las aproximaciones del Ejecutivo con la oposición, planteó la necesidad de cambios aún más profundos en asuntos como pensiones, salud, medicamentos, salario mínimo y CAE (Crédito estudiantil con Aval del Estado). Sin embargo, después de la jornada de manifestaciones convocada por la Central Única de Trabajadores (CUT) el martes 12 de noviembre y una nueva jornada nocturna de acciones violentas, saqueos e incendios en Santiago y gran parte del país, el foco de la atención para gestionar este conflicto se ha centrado en la estrategia de seguridad del Gobierno y en el cambio constitucional.
Evidentemente, la agenda de seguridad del presidente Piñera es el tema que tiene mayor potencial entrópico porque toca creencias fundamentales de los partidos sobre la legitimidad del Estado para controlar la violencia en las manifestaciones callejeras. Con todo, el fortalecimiento de la estrategia gubernamental de seguridad construye una fuerte oposición bilateral a Piñera por parte de quienes son partidarios de implementar un nuevo estado de emergencia (UDI y sectores de RN) que permitiría resolver coercitivamente el grave problema de seguridad pública que se ha vivido en sectores de los principales centros urbanos. El coste simbólico y político para Piñera de la acción de militares y carabineros limita su opción de intentar una normalización del país vía estado de excepción y mediante un diseño de mano dura. No obstante, la prolongación de la crisis y los costos económicos y sociales derivadas de ella se convierten al mismo tiempo en enemigos del Gobierno.
Por su parte, avanzar en la gestión de la crisis construyendo un amplio acuerdo político de tipo procedimental aparece como una estrategia conveniente para reubicar al Gobierno como actor principal, fortaleciendo las convergencias y sentidos comunes de los partidos y definiendo una frontera más nítida entre la protesta democrática y las acciones de violencia que aumentan la inseguridad y sensación de indefensión de los ciudadanos.
La fórmula negociada durante el jueves 14, que cristalizó en la madrugada del viernes 15, consiste en un acuerdo de amplio espectro, con la excepción del Partido Comunista, para realizar las adaptaciones necesarias en la Constitución vigente (de 1980) y hacer viable un plebiscito de entrada para elegir el tipo de órgano constituyente. Particularmente, el acuerdo contempla que se pueda optar entre dos tipos de órganos: la Convención Constituyente (todos sus integrantes elegidos ad-hoc) y la Convención Mixta (mitad parlamentarios, mitad delegados electos). Asuntos complejos de destrabar en la negociación fueron los quorums para el funcionamiento del constituyente (2/3 o 3/5) y si el proceso se realizará sobre una página en blanco o sobre la base de la carta de 1980 en ausencia de acuerdos o cumplimientos de quorum.
Finalmente, el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución adopta los criterios de 2/3 y de la página en blanco, fijando además para el mes de abril de 2020 el plebiscito para resolver si los ciudadanos quieren una nueva Constitución y cuál sería el órgano redactor del nuevo texto.
Al concretarse el acuerdo, más allá de los aspectos particulares, se generarán condiciones óptimas para dejar atrás, después de 39 años, el marco institucional de la dictadura de Pinochet (Cuadro 1). También se establecerá una nueva línea que demarcará la protesta violenta y permitirá al Gobierno ejercer la coerción estatal con mayor legitimidad. Con este acuerdo se debiera garantizar holgadamente los quorums más exigentes (2/3) para aprobar los procedimientos para el cambio de la nueva Constitución (Gráfico 2), bajo la condición de que la derecha (Chile Vamos) y el centro izquierda heredero de la antigua Concertación (Convergencia Progresista) se mantengan unidas para pivotar el proceso. Los demás actores políticos podrían ser ejército de reserva o socios superfluos.
A pesar de todo lo anterior, no es posible saber hasta qué punto estos esfuerzos de los partidos podrán restablecer la paz social en el país. Sí sabemos que la polarización, la desafección, la desconfianza y la autonomización de la protesta han sido síntomas persistentes en las últimas décadas de la democracia en Chile. Crozier, Huntington y Watanuki señalaban en el año 1975: “La insatisfacción y la falta de confianza en el funcionamiento de las instituciones del Gobierno democrático se han generalizado (…) Lo que escasea hoy en las sociedades democráticas no es, por lo tanto, un consenso sobre las reglas del juego, sino un sentido de propósito sobre lo que uno debe lograr jugando el juego” (Crozier et al., 1975, pp. 158– 159). Pudiera ser que la explosión social chilena estuviera vinculada a la reproducción social de estos síntomas, particularmente, en los márgenes o bordes sociales del modelo de acumulación capitalista, territorio donde para muchos aún no resulta tan nítido qué propósitos es posible perseguir jugando el juego democrático.
*Este artículo fue publicado originalmente en Agenda Pública