Estimular la reflexión y el pensamiento crítico en los estudiantes efectivamente puede desestabilizar un país, sacarlo de su marasmo, llevarlo a comprender que el neoliberalismo no puede regir nunca más las políticas sociales y educativas. Ciertamente el riesgo es real, felizmente.
La ministra de Educación, Marcela Cubillos, vuelve a poner en tensión el carácter profesional de la docencia con el anuncio de la elaboración de un proyecto de ley para frenar el “adoctrinamiento” en establecimientos educacionales.
Esta tensión es antigua y atávica. El carácter profesional de la formación y del ejercicio docente está en tensión en Chile desde siempre. Inicialmente es asumida como una semiprofesión y esos resabios se proyectan hasta la actualidad, atribuyendo a la docencia un carácter meramente técnico, a partir de una opción por el gerencialismo educativo que ha operado como herramienta «higienizadora» de la pedagogía, enarbolando una paradoja: controla y prescribe el actuar de los profesores, negando su autonomía profesional, y un correlato discursivo profesional para referirse a sus docentes, pero que en la práctica los desprofesionaliza (Ruffinelli, 2017).
En el marco de un sistema económico, sociopolítico y educativo neoliberal, que aplica los principios del mercado y el gerencialismo (privatización, estandarización, rendición de cuentas), el foco está puesto en la eficiencia, estandarización de objetivos, procedimientos y mediciones con resultados esperados predefinidos, entendiendo al profesor como un tecnócrata, con un rol de didacta, siendo clave el componente científico-técnico del oficio.
Se reduce el campo de acción docente a unas prescripciones autoritarias y externas, aparentemente desprovistas de contenido ideológico o político, que estimulan una pedagogía neutra e higiénica, orientada al objetivo impuesto externamente. De este modo, los profesores son «objetos» y no «sujetos» de la política (Lang, 2006), se desconfía de ellos, de sus capacidades y criterio.
Sin embargo, el rol docente trasciende con mucho la enseñanza exitosa de un currículo explícito: la sociedad le impone hacerse cargo de problemas estructurales como la desigualdad e inequidad, pese a los cuales se le demanda lograr aprendizajes integrales de calidad con equidad, cargando con la responsabilidad de desempeñar la profesión que ha sido identificada como la clave para el desarrollo del país.
Paradójicamente, las expectativas y exigencias de la más alta sofisticación tienen lugar en un escenario que venía avanzando por cuatro décadas en la implementación de políticas gerencialistas conscientemente articuladas, que implican nociones de profesionalización ligadas a incentivos individuales por resultados, tensionando la identidad docente histórica más vinculada a la ética del servicio público (Bellei, 2001).
Este anuncio de la ministra hace recordar la redefinición del rol del Estado en la educación en dictadura, asumiendo que el fin de la educación básica sería capacitar para ser buenos trabajadores, ciudadanos y patriotas, y autorizando a los establecimientos a focalizarse en la alfabetización y en el cálculo básico, lo que redundó en el constreñimiento de la formación docente y del currículo escolar, incluyendo la eliminación de contenidos que promovieran el pensamiento crítico en todos los niveles del sistema educativo.
La ministra había mantenido sepulcral silencio pese a que la tríada básica del descontento social incluye a su cartera –la aberrante desigualdad de un sistema educativo conscientemente estructurado por clases sociales (OCDE, 2004)–, pensiones y salud.
Durante la actual administración no ha habido intento alguno por resolver el problema educativo estructural. Sin embargo, la ministra ha decidido sacar la voz para reponer dos íconos de la tecnocracia gerencialista, enfoques de administración empresarial que rigen hoy la política social y que han sido mundialmente reconocidos como responsables finales de la acumulación de abusos e injusticias que han dado origen al estallido social: aplicación del Simce a toda costa y este proyecto de ley de prescripciones respecto del quehacer profesional del docente.
Se trata de dos pilares fundamentales sobre los que se ha sostenido el gerencialismo educativo: estándares y rendición de cuentas y desprofesionalización docente, restringiendo por decreto el ámbito de acción de los profesores.
En lugar de hacer una lectura consciente de la indignación ciudadana, se empeña en insistir en sus preceptos, evidenciando la desconexión con el sentir ciudadano y reforzando los principios del neoliberalismo educativo, pese a ser precisamente este el problema.
La formación de docentes reflexivos y críticos, capaces de desarrollar en sus estudiantes dichas capacidades, ha sido objeto de los mayores énfasis y esfuerzos formativos de docentes en el mundo de los últimos 30 años, situación que se contradice frontalmente con la tozudez ministerial de insistir en limitar el ámbito de acción docente, higienizarlo y neutralizarlo, incluso llegando al extremo de criminalizarlo con el anuncio de una normativa contra el adoctrinamiento ideológico o político. Los docentes tempranamente son formados respecto a las diferencias fundamentales entre adoctrinar y educar, y esta diferencia en su actuar los convierte en profesionales de la educación.
Los sistemas educativos que en el último tiempo hemos observado con frenesí por sus altos resultados, son sistemas intelectualmente desafiantes, basados en un currículo reflexivo, en la promoción de habilidades complejas y colaborativas, que se sustentan en la confianza y en la autorregulación docente derivada de la autonomía profesional y de la responsabilidad del colectivo docente (Lang, 2006; Darling-Hammond, 2012).
No corresponde a una ley limitar la actuación profesional de un docente. El carácter profesional de su función reconoce la autonomía de sus decisiones, y toda ley destinada a restringir su accionar está reñida con el reconocimiento del carácter profesional de su función.
Esto es válido también para la asignación de tareas escolares o cualquier otra decisión pedagógica, donde no hay cabida para una prescripción externa. Educar es un acto político y esto implica que la neutralidad y objetividad higiénica, propia de la tecnocracia, no existe, sino la capacidad de reflexionar y argumentar fundamentadamente, objetivo crucial y trascendente de la docencia, de la formación de ciudadanos que ha sido encomendada por la sociedad a los profesores, y que en este acto se cercena y desprofesionaliza. Nuestro propio Versalles.
Estimular la reflexión y el pensamiento crítico en los estudiantes efectivamente puede desestabilizar un país, sacarlo de su marasmo, llevarlo a comprender que el neoliberalismo no puede regir nunca más las políticas sociales y educativas. Ciertamente el riesgo es real, felizmente.