La violencia que incendia y saquea la ciudad moviliza sentimientos de rabia contra una elite que no solamente ha gozado de los privilegios del orden social instituido, sino que también niega y relega a los más excluidos de la ciudad. La violencia simbólica traducida en aporofobia urbana es otra violencia que está a la base de la violencia colectiva expresada en las calles. El conflicto vivido en el Portal La Dehesa el pasado fin de semana, señala la gran distancia social que existe entre los más ricos y los más pobres, pero también da cuenta de que a estos últimos se les teme y se les rechaza. Los peligrosos siempre han sido los pobres en nuestra sociedad. Distintos estudios socio culturales que hemos realizado, muestran que detrás de la demanda por seguridad en los barrios de clases medias y altas se esconde este temor
La ciudadanía ha hecho un quiebre con el orden social instituido. Se ha levantado y se ha rebelado contra un orden que la sofoca, agobia y castiga. La violencia física (estatal y colectiva), para algunos inusitada, que se ha tomado nuestras ciudades, espacios públicos y privados, no es otra cosa que la punta de un iceberg que por décadas se ha fundado en la violencia estructural y la violencia simbólica que ensamblan nuestro orden social.
La desigualdad estructural de nuestra sociedad, y que recae sobre los hombros de la mayoría de chilenos y chilenas parece que no podía reventar de otra forma. Estudios, cifras y análisis, que existen de hace tiempo, pero que se han dado a conocer en las últimas semanas, confirman cómo los largos trayectos en la ciudad, la desigual distribución de la riqueza, el abuso, el maltrato laboral, las deudas pendientes, la desigualdad territorial, entre muchos otros aspectos de la vida cotidiana, son sufridos y significados como violencia.
Pero también, la violencia que incendia y saquea la ciudad moviliza sentimientos de rabia contra una elite que no solamente ha gozado de los privilegios del orden social instituido, sino que también niega y relega a los más excluidos de la ciudad. La violencia simbólica traducida en aporofobia urbana es otra violencia que está a la base de la violencia colectiva expresada en las calles. El conflicto vivido en el Portal La Dehesa el pasado fin de semana, señala la gran distancia social que existe entre los más ricos y los más pobres, pero también da cuenta de que a estos últimos se les teme y se les rechaza. Los peligrosos siempre han sido los pobres en nuestra sociedad. Distintos estudios socio culturales que hemos realizado, muestran que detrás de la demanda por seguridad en los barrios de clases medias y altas se esconde este temor (Dammert y Luneke, 2014; Luneke, 2018). Esto lo constata la última encuesta Bicentenario de la UC (2019) la que muestra que al 58% de los/as chilenos/as les produce temor ‘caminar por un barrio de extrema pobreza en la ciudad’.
Pero también, a los pobres el Estado los encierra y castiga, aunque paradójicamente, no produce seguridad. La revisión de las políticas de control y de los informes de derechos humanos en Chile, muestran cómo de manera permanente la sociedad chilena – a través del Estado- no ha realizado los cambios profundos que se requieren para enfrentar las causas que explican el conflicto mapuche, la delincuencia juvenil y la violencia del narco en los márgenes urbanos. Por el contrario, el hacinamiento carcelario, la militarización de los barrios y la represión en manifestaciones pacíficas han sido la principal respuesta.
Las graves violaciones a los derechos humanos que ha cometido la policía de carabineros tienen una raíz en esta trayectoria y por tanto, no es posible abordarlas, sino se atiende al legado que dejó la dictadura militar en la forma de hacer seguridad. Como destaca Bourgois (2005), no es posible comprender ‘las violencias en tiempos de paz sin atender a las violencias en tiempos de guerra’.
Hoy es urgente comprender que la violencia es una lógica de relacionamiento social, que emerge solo y exclusivamente en el seno de un conflicto (Moser & Horn, 2011). Hacerse cargo de la violencia hoy, implica no sólo descriminalizar la pobreza sino que hacer cambios estructurales y de largo plazo, que puedan avanzar en sentar las bases de un nuevo y mejor orden social.