El enemigo no es un sujeto social determinado, menos el más abandonado y vulnerable, sino un orden social que no ha sido capaz de integrar a todos, y que de alguna forma “produce” excluidos, como un residuo o un desecho, que después intenta eliminar. Para enfrentar ese desafío es necesario devolver a cauces institucionales la lucha por un orden social más justo, conferirle una nueva legitimidad, no eliminarla.
I
A estas alturas, es inevitable reconocer que la violencia que ha acompañado a la crisis ha jugado un rol fundamental en remecer al sistema político y movilizar agendas que se habían mantenido bloqueadas por años. En este sentido, es evidente que la violencia sí ha recibido algún grado de legitimación; si bien en sí misma se considera ilegítima (y por tanto se la condena), aquello que la violencia expresa, la causa que le da origen, se ha considerado más que atendible.
Este vínculo que se ha establecido entre la violencia y la causa que la origina, es algo completamente inédito en las últimas décadas y un factor clave en la dimensión que ha adquirido esta crisis. La violencia dejó de considerarse como algo aislado o gratuito y ha pasado a observarse como la expresión de demandas sociales legítimas, que las instituciones no han sido capaces de procesar, y de las cuales ahora hay que hacerse cargo de manera urgente: malos sueldos, pensiones de hambre, deudas educacionales, altos precios de los servicios públicos y un largo etcétera.
En cualquier caso, este vínculo con demandas sociales legítimas resultaba más fácil de establecer cuando la violencia tomaba la forma de grandes masas insatisfechas, expresando su furia contra bancos, AFP y supermercados, o incluso en la figura rebelde de un encapuchado enfrentándose a carabineros, que ahora último, que ha comenzado a adquirir el perfil de lo que hemos denominado “narcolumpen”, bandas semidelincuenciales de jóvenes organizados solo para delinquir, que siembran el terror en la población.
De alguna forma, estábamos todos de acuerdo en procesar las demandas que ponía de manifiesto la violencia, cuando parecía responder a la clase media, oprimida por el alto costo de la vida, las pensiones de miseria y el abuso de las empresas. Pero ¿y el lumpen? ¿Tenemos que escuchar también sus demandas? ¿Es necesario tratar de darle algún sentido a su violencia?
La primera reacción del sistema político, los medios de comunicación y la sociedad entera, parece haber sido abrumadoramente negativa. Ellos no, sus demandas no nos interesan, su violencia no puede vincularse con ninguna reivindicación que sea legítima. Más aún, ellos están arruinando las manifestaciones. Desde un punto de vista político e incluso estético, afean la protesta, terminan por quitarle apoyo ciudadano.
Esta reacción espontánea es rara porque, si se examina con cierta detención, aquello que livianamente denominamos “narcolumpen”, corresponde precisamente al grupo más excluido de la población, las víctimas más maltratadas por la injusticia y la desigualdad.
En efecto, si para la clase media hay trabajos precarios o condiciones laborales injustas, para el “lumpen” simplemente no hay trabajo. Tampoco AFP ni Isapres, ni bancos o casas comerciales que los abusen con tasas de interés demasiado altas, porque están fuera de todo. Si para algunos jóvenes hay deudas educacionales, para aquello que denominamos lumpen simplemente no hay educación superior, ni siquiera técnica. Por lo mismo, tampoco hay gratuidad, el Estado no los alcanza, para ellos no hay políticas sociales, solo abandono y, de vez en cuando, violencia policial y castigo.
Lo que bautizamos como “lumpen” es en verdad el grupo de jóvenes sin destino que viven y mueren en los polvorientos peladeros y sitios eriazos de los barrios periféricos, asediados por la droga y la falta de esperanzas, sujetos a la exclusión y descalificación de todos, sin mayor horizonte que el de la marginalidad más dura e irremontable.
Si concedemos, pues, que la violencia es expresión de desigualdad y exclusión, debemos reconocer también que el segmento social que aludimos difusamente como “lumpen” es el que tiene más razones para expresarla. Son ellos los verdaderamente excluidos, las principales víctimas de este sistema
¿Por qué entonces nos resistimos a escucharlo? ¿Por qué nos negamos a atribuir algún grado de legitimidad a sus demandas?
II
Para responder estas interrogantes, es necesario preguntarse primero qué es lo que estamos entendiendo por “narcolumpen”, nuestro oportuno neologismo que ha adquirido tanta fuerza a partir de la crisis.
Partamos por el más tradicional concepto de “lumpen”, término despectivo de larga data que viene del alemán y significa literalmente “harapos”, “andrajo”. Lo usamos para designar un grupo difuso, sin duda vulnerable y marginal. Pero todos sabemos que es algo más que eso. El lumpen no es tanto una extracción social, sino una gestualidad, una forma de hablar y de vestir, que nos resulta desagradable y amenazante. Es aquel que ya no pertenece al orden social y que, para ser honestos, tampoco nos gustaría que perteneciera. Por medio del término lumpen demarcamos esa exclusión, y la reforzamos.
Como es lógico, este grupo condenado al ostracismo social busca nuevas redes de protección y sobrevivencia, vinculadas quizás al narco, quizás a las barras bravas o a la delincuencia, quizás simplemente a un difuso grupo contracultural que reacciona en contra de un orden que los excluye. Si el lumpen es un sujeto excluido, “narcolumpen” alude a una nueva forma de integración.
En rigor, no tenemos idea si aquello en torno a lo cual el lumpen se reintegra tiene que ver efectivamente con el tráfico de drogas, pero el término “narco” nos sirve para asociarlo de manera más directa con algo maligno y tóxico, que nos permite justificar la exclusión.
En realidad, el concepto de “narcolumpen” no es un sujeto social determinado (marginal o vulnerable), sino más bien un principio explicativo, una operación lingüística por medio de la cual designamos a aquel segmento de la población que ya no queremos que se integre, que preferimos mantener afuera. A través de este concepto, nos ponemos del lado del sistema que excluye, no del sujeto excluido.
En rigor, el narcolumpen es el epítome del sujeto sin derechos sociales que ha engendrado el capitalismo, y del que todos formamos parte. La diferencia es que, en su caso, dejamos de lamentar esta extracción de derechos y pasamos más bien a promoverla.
En este sentido, en el término de narcolumpen resuena el homo sacer, de Giorgio Agamben, ese sujeto sin derechos de la época romana, que se transmuta en los parias de la época contemporánea, los que pueden ser excluidos, maltratados, incluso asesinados, sin que pese culpa judicial sobre los responsables.
Tal como advierte Agamben respecto del homo sacer, un sujeto sin derechos, se convierte más temprano que tarde en un sujeto que es necesario exterminar.
Es exactamente lo que ocurre con el narcolumpen en la actualidad. Ubicado en el margen de un sistema que no solo no lo integra, sino que lo expulsa de forma violenta, lo excreta, literalmente como “escoria” (otro término nuevamente en boga para referirlo), la respuesta de la sociedad es una doble exclusión, una nueva victimización.
El narcolumpen se trasforma así en el otro, en el que no merece ser integrado, el enemigo público común, en torno al cual todos podemos unirnos, sin importar nuestro color político ni nuestro sector social. Es origen de todos los problemas y, por lo tanto, su eliminación el comienzo de cualquier solución.
III
No creo que el riesgo de esta crisis tenga que ver con involuciones autoritarias, ni mucho menos con asonadas golpistas. Me parece que esa tesis, blandida con algo de precipitación por varios notables, responde más bien a una lectura transgeneracional, que busca importar al momento presente circunstancias históricas de muy distinta índole.
Ahora, las cosas se organizan de forma completamente diversa: la sociedad chilena no se encuentra esencialmente dividida, hay un relativo consenso en torno a la legitimidad de las demandas sociales (incluso entre los distintos actores políticos); nadie está pidiéndoles a las Fuerzas Armadas que tomen el poder (como sí ocurría de forma flagrante el 73), y tampoco tendrían ningún respaldo para hacerlo.
Por lo mismo, tampoco hay intentos de involucrarlas en el Gobierno y, mucho menos, llamados a la sedición. En contrapartida, la crisis institucional se ha canalizado por un camino de más democracia, iniciando un proceso constituyente, que sin duda jugará un rol importante en redefinir las reglas del juego democrático.
No dudo que estas interpretaciones respondan a un temor legítimo, no exento de cierta dosis de culpa, pero en la práctica expresan escasa sintonía con el momento actual y, por lo mismo, resultan poco efectivas para desactivar o canalizar la crisis por un cauce que haga sentido a la ciudadanía.
El verdadero peligro que nos acecha reside, a mi juicio, en la naturalización de la violencia como medio de resolución de los conflictos sociales, y tiene mucho que ver con esta configuración de un “otro”, el nuevo enemigo público contra el cual es posible volcar toda la violencia que ha explotado y que ahora nos resulta muy difícil controlar.
En este sentido, el primer riesgo patente se relaciona, por supuesto, con la expansión y consolidación de estos grupos contraculturales, delincuenciales, narco o de otra naturaleza, como sin duda está ocurriendo. Cuando las instituciones se ven rebalsadas y la violencia emerge como una vía válida de presión social, más temprano que tarde los que terminan capitalizando el ambiente de caos y descontrol son aquellos grupos que tienen experiencia de larga data en administrar la violencia.
El presente ambiente de crisis institucional es, así, el caldo de cultivo perfecto para que estos grupos realicen su fatídica cosecha entre el caudal de jóvenes marginados y desesperanzados que vagan en los bordes de la sociedad, tal como ocurrió con la mafia en el empobrecido sur italiano del siglo XIX o con los carteles de la droga en la Colombia de los 80 o en el México contemporáneo.
Se trata de un riesgo muy serio y, si no le prestamos atención, a través de políticas claras hacia este grupo (de las que hasta ahora no se ha escuchado ni una palabra), es muy probable que avancemos cada vez más hacia una especie de “cartelización de la pobreza”, en una dinámica que luego será muy difícil de revertir.
Ante la expansión de grupos de este tipo, viene obviamente la reacción de otros grupos que buscan un enemigo al cual endosarle todos los problemas. Sobrevienen entonces las políticas de persecución policial y encarcelamiento, que pueden muy bien vincularse a candidatos populistas de corte autoritario: una nueva “guerra” entre la sociedad y el otro (el “narcolumpen” o como se llame) que varios ya han declarado.
Esta es una tercera dimensión de riesgo, que ya estamos atestiguando de forma dramática. Las autoridades de Gobierno hablan sin pudor de cierta “escoria” que es necesario perseguir y encarcelar, en un lenguaje propio de Bolsonaro, por no decir Duterte.
Los medios comunicacionales, siempre lábiles y atentos al sentir más epidérmico de la mayoría, concurren gustosos a avalar este discurso extremo e incluso la oposición, que ha instrumentalizado la violencia para avanzar en su agenda hasta límites que van más allá de lo razonable, encuentra ahora en el llamado “narcolumpen” una buena coartada para exculpar algún exceso: ellos son los verdaderos responsables de que la violencia se haya desbocado, aquellos contra los cuales se puede orientar la fuerza policial sin complejos.
No estoy diciendo con esto que no haya que perseguir las responsabilidades individuales de los delitos, incluso de quienes se vieron arrastrados a ellos por el clima de guerra en que se precipitó el país (a la fecha van 20 mil formalizados). Pero no se puede perseguir y meter a la cárcel a 500 mil o un millón de personas.
La solución al así llamado tema del “narcolumpen” no es solo policial, ni siquiera principalmente policial. El camino de solución es casi el contrario, y consiste en aceptar que este grupo de marginalidad extrema también constituye un sujeto social, con necesidades y demandas (aunque no marchen) y que, por ende, también merece algún tipo de agenda social.
Para cerrar, no está de más recurrir a un lugar común, que nadie parece estar escuchando por estos días: la solución de fondo a la violencia no es más violencia. Ni instrumentalizarla para favorecer la agenda propia (cualquiera que sea), ni teledirigirla contra un grupo determinado para profundizar la exclusión.
El enemigo no es un sujeto social determinado, menos el más abandonado y vulnerable, sino un orden social que no ha sido capaz de integrar a todos, y que de alguna forma “produce” excluidos, como un residuo o un desecho, que después intenta eliminar. Para enfrentar ese desafío es necesario devolver a cauces institucionales la lucha por un orden social más justo, conferirle una nueva legitimidad, no eliminarla.
La principal función de las instituciones no es su capacidad de procesar demandas sociales diversas, a veces contrapuestas, por más que ahora eso sea lo que nos parece prioritario. Su razón de ser es la de asegurar los derechos de todos, incluso de aquellos que en ciertos momentos la sociedad se siente tentada a excluir, o hasta eliminar.
Fuera de las instituciones, solo hay un sueño de pureza, de justicia y de autenticidad. Pero a la larga, ese sueño se transforma siempre en una lucha sin cuartel, donde prima la ley del más fuerte y el castigo al más débil. También de ese sueño es necesario despertar.