Sin desmantelar la desigualdad, no podemos seguir justificando nuestra riqueza. Esto tomará mucho más que un Gobierno hacerlo, pero a Sebastián Piñera le toca dar el paso más importante, que es el primero y el diseño del camino. Ese es el camino que ha tardado hasta hoy en ser dibujado por la Primera Magistratura de la nación, y que no puede ser reducido a un par de medidas económicas y a la promesa de una nueva Constitución. De otra manera, nos sumergiremos en un sopor social permanente bastante ingobernable hasta las elecciones presidenciales de 2021, con la consecuente pérdida económica, social y política para todos.
Tuvimos la gran oportunidad de poder tomar el pulso de la opinión publica en un estudio que estaba planificado antes del estallido social, en el cual le agregamos una evaluación política y social de este.
Entrevistamos a mil personas en todo el territorio nacional en sus hogares, cara a cara, urbano-rural, de Arica a Punta Arenas, todos los que tienen 18 años y más. Este estudio cumple con todas las exigencias metodológicas para “representar” al país. “Representar” al país es un tema delicado hoy y cuesta decir que algo pueda cumplir ese rol, los mismos resultados del estudio lo señalan. Supongamos que, cumpliendo con las reglas de las ciencias sociales, es posible decir que una encuesta como esta pueda “representar”.
Pasamos entonces a analizar sus resultados, donde quedará claro por qué es necesario dar todas estas explicaciones respecto de su capacidad de “representar”, porque si estos datos reflejan la realidad nacional, entonces estamos en serios aprietos como país, como sociedad, como pueblo. Estas líneas obedecen a la idea de dejar por escrito este momento histórico para el que quiera leerlas y evaluar por sí mismo si parecen reflejarla o hay que descartarlas por no válidas.
Las encuestas de opinión cumplen ese rol, el de revelar aspectos ocultos de la opinión pública que no están en la agenda informativa. En general se puede decir que el año 2019 termina de confirmar que los datos de opinión estaban anticipando las protestas, no solo en Chile, sino en toda América Latina. Al mismo tiempo no cuesta nada en el calor de los acontecimientos ignorar información.
Analizamos el estallido social dividiendo el problema en tres dimensiones: una dimensión política, una social y una económica.
Caracterización de la población del país: antes de comenzar es importante saber cuál es el país que observamos.
Chile es un país donde el 60% se declara de clase “baja” (autoclasificación de clase social) y el 52% dice que no le alcanza para llegar a fin de mes. En esta medición un 39% dice no tener religión y solo un 49% se declara católico.
Este último dato es crucial para comprender el fuerte proceso de anomia y fragilidad de la sociedad chilena como veremos más adelante. En el espacio de menos de cinco años, el catolicismo esta dejando de ser la religión dominante, y el agnosticismo, la ausencia de religión, está creciendo a pasos agigantados. El proceso de secularización que ha sufrido la sociedad chilena en tan corto tiempo tiene que ver con este estallido social en la medida que marca un cambio valórico significativo que acentúa la anomia imperante. No falta mucho tiempo para que los que no tienen religión sean la mayoría de la población.
La ruptura que esto implica con el pasado es de magnitud, ya que las sociedades que se han secularizado lo han hecho lentamente a lo largo de décadas, mientras en Chile tiene lugar por el efecto shock de la pedofilia en la Iglesia católica y ha sucedido en menos de una década.
La primera carencia que se manifiesta son los “bienes políticos” que son los intangibles de la relación del pueblo con el poder. Esta carencia está bien descrita en el libro La democracia semisoberana de Carlos Huneeus.
El 89% de los chilenos dice que se gobierna para “grupos poderosos en su propio beneficio”. Esa es la “torre de marfil”.
Esa es la demanda política casi unánime que confirma el descrédito no solo del gobierno, que tiene 10% de aprobación ( 83% desaprobación), sino también de la desaprobación de los partidos que va desde el 70% del Frente Amplio al 77% del PDC y la UDI.
Todos los partidos tienen más del 70% de desaprobación.
Más aún, el desplome de los actores políticos de elección popular se termina de confirmar con la pregunta abierta sobre cuáles son los cinco políticos con más futuro. Esta es una pregunta del Barómetro de la política CERC MORI que tiene respuestas para todos los períodos pasados.
Aquí comparamos los resultados del Barómetro del Trabajo con la medición de mayo de 2019 del Barómetro de la Política, que se puede decir que era un período neutral en este tema.
Joaquín Lavín baja de 31% en mayo a 9% en esta medición de noviembre del Barómetro del Trabajo. En segundo lugar está Daniel Jadue con 8%, en tercer lugar Beatriz Sánchez con 7% (baja de 21% en mayo), en cuarto lugar Jorge Sharp y Manuel José Ossandon con el 6% y en quinto lugar Giorgio Jackson con el 5% (baja del 15% en mayo).
Estos datos confirman el descrédito del establishment en la medida que no aparecen líderes con menciones suficientes como para decir que la población los considera “políticos con futuro”. No hay políticos con futuro en pleno estallido social.
Hasta el inicio de esta década, los políticos con futuro alcanzaban más de cuarenta puntos porcentuales de las menciones, los que estaban en primer lugar, y hasta veinte puntos porcentuales los que estaban en último lugar. El vacío de liderazgo es hondo a la vez que el quiebre de “la política” que reflejan estos datos es muy profundo.
El desplome del establishment es parte significativa del problema, porque la cuidadanía necesita de interlocutores válidos y lo que estos datos dicen es que los actores políticos que están hablando no son vistos como interlocutores válidos. Especialmente los partidos políticos, no solo a través de sus presidentes sino también de los representantes en el Parlamento que hablan por ellos.
La confianza en los partidos políticos cae a un mínimo histórico de 5% y en el Congreso de 6%. El Gobierno se sitúa por encima de la confianza de los partidos y el Parlamento con el 8%. No menos grave es que la confianza en el Ministerio Público es solo del 10%. El rol de la justicia también está en tela de juicio.
A eso se le añade que en una pregunta cerrada sobre la representación, «¿Quién lo representa?», el 1% dice que se siente representado por los partidos políticos, el 2% por los parlamentarios, el 1% por el Gobierno y el 29% por nadie, mientras el 60% se siente representado por el movimiento social. El problema es que en la respuesta a la pregunta abierta que se hace antes de la pregunta cerrada, el 59% no menciona a nadie ( 35% dice “nadie”, 17% “no sabe” y 7% no responde), el 21% menciona al “pueblo, la cuidadanía, la gente” y el 6% menciona a los jóvenes, mientras el 14% tiene otras menciones no significativas.
Es decir, en esta pregunta abierta ni siquiera aparecen los movimientos sociales como referentes representativos. Por eso hay que decir que los movimientos sociales tienen “por el momento” legitimidad, porque su arraigo no está en la mente espontánea de la gente, y pueden, por tanto, también desaparecer como referentes. Depende si el de movimiento social es capaz de conducir e interpretar las demandas. Hasta el momento hemos visto coordinación de los distintos actores sociales, pero estamos lejos de una organización que los agrupe y de voceros que los interpreten.
De la misma manera, ellos están bajo la amenaza de ser vistos como cómplices de los “políticos” en llegar a acuerdos “a espaldas de la ciudadanía”. Es en la desconfianza que es difícil construir un escenario válido para lado y lado. En eso consiste parte sustantiva de la salida de la crisis, en saber crear ese escenario.
Restaurar la credibilidad de los actores políticos está en primer lugar para poder salir de la crisis. Es necesario que los que hablen sean interlocutores válidos. Para ello es indispensable que se hagan cambios que impliquen un antes y un después en el estatus, los privilegios, los ingresos que tienen los dirigentes políticos.
Los “representantes” tienen que dejar de ser percibidos como estando en una torre de marfil, tienen que ser percibidos con las “patitas en el barro”, donde mismo se siente una parte importante de la población. Parte sustantiva del problema es que las soluciones están intentando darlas quienes no tienen, desde el punto de vista de la población, “autoridad moral” para darlas.
Mientras cada cual defienda su posición de poder, y mientras muchos crean que puede defender su posición de statu quo, no se podrá solucionar el problema.
Aquí los actores políticos tienen que “moverse”, es decir, bajar desde sus bastiones. Eso vale para los parlamentarios, los partidos, pero también para los empresarios. En este momento de crisis los bienes simbólicos de cambio de actitud política son los más preciados y potentes. Si hay algo que ha faltado en esta crisis es que evidentemente no ha sido capaz de crear los consensos necesarios para salir de ella, en la ausencia de la creación de bienes simbólicos.
El acuerdo para la nueva Constitución es un buen ejemplo de ello, ya que apenas fue firmado empezaron las discrepancias posteriores. Es como si existiera de parte de algunos (asunto que nadie ha expresado verbalmente) la secreta idea de que esto pasará y que volveremos al Chile “de antes”. La persistencia del movimiento social muestra que eso no sucederá. Mientras antes se convenzan los actores políticos y económicos, más rápido saldremos de la crisis.
Finalmente está el tema ideológico que implica el rechazo al establishment por los argumentos de que tal medida es de “izquierda” o de “derecha”.
La verdad es que las ideologías están sobrepasadas igual que el establishment.
Nadie se siente representado por las ideologías, estas valen naranjo, un paquete de cabritas. Hoy un partido o un líder se puede apropiar de las banderas que se demandan y hacerlas propias. Ha dejado de ser relevante si la medida es de izquierda o de derecha. Lo relevante es que cambie la vida de la gente. El populismo es una amenaza real a la luz de esa evidencia. Las ideologías quedan parapetadas, atrapadas en su rigidez, incomprensible para la mayor parte de las masas.
El discurso contra el Partido Comunista, que está igual de desacreditado que los otros partidos políticos, tiene 75% de desaprobación, muestra que los actuales actores políticos que están hablando no saben que le están hablando a un par desacreditado. Es un síntoma para el resto de que no entienden lo que pasa.
Estos “demonios” que son los políticos están siendo confrontados mitológicamente con los “ángeles”, que es el pueblo. Claro está que no lo es. El discurso social sin liderazgo ha construido el mito de que el movimiento social es un “ángel” intocable.
Nadie se atreve a conducir a la masa por el temor de ser excluido como inválido. La manifestación de 1,2 millones en Santiago fue, desde ese punto de vista, un verdadero “golpe de poder” ciudadano, que prendó el poder político y social y paralizó la posibilidad de liderazgo. La gente se metió al bolsillo al sistema político. (Mientras tanto, el Presidente se preocupaba de la violencia).
Habría, a partir de la experiencia chilena, que tipificar este “golpe de poder ciudadano”, porque en la literatura solo está tipificado el “golpe de Estado”, que es la toma del poder institucional. Es notable que La Moneda haya dado tantos síntomas que muestran que aún no terminan de comprender qué fue lo que pasó ese día, donde el Estado pierde el poder y lo toma la calle. Esto es similar a la manifestación antes del 5 de octubre de 1988 en la Panamericana en Santiago, que difundió como olor a pan caliente la noticia de que eran millones los que estaban en la misma posición. A partir de ese momento todos le tuvieron miedo a la masa.
La igualdad ante la justicia y la igualdad ante la ley tienen que ver con la pregunta central de “quién gobierna”. Gobierna el que tiene más medios económicos o gobierna la soberanía del pueblo. En el Chile de hoy la percepción es que los que tienen dinero se salen con la suya y fijan las reglas del juego. Son ellos los que gobiernan. No en vano pocos van a votar, principalmente porque para qué votar si igual con el voto no es mucho lo que se decide (cambia).
Producir justicia igual para todos no es fácil en un país segregado y elitista como Chile, donde un pequeño grupo de personas sí esta en una torre de marfil. Aquí todos tienen que bajar a la tierra y regirse por las mismas reglas. El sistema judicial chileno tiene la tarea de producir esa justicia igual para todos para que exista paz social. Sin ella, no la hay.
La corrupción es un distorsionador del poder a favor de los que tienen poder. Distorsiona el “quién gobierna” y contribuye a la percepción de que se gobierna para “unos pocos”, no para la mayoría. El año 2015 se gestó parte importante del malestar social en los escándalos de corrupción que terminaron con la total ausencia de cárcel efectiva para todos los acusados.
Las implicancias de esos hechos en el descrédito de la política no han sido suficientemente sopesadas en las expresiones de rabia de hoy respecto del establishment. Estas no salen de la imaginación de la gente sino más bien de los hechos. Los que transgreden la ley que pertenecen a los que tienen poder político o económico tienen que poder llegar a la cárcel igual que cualquier otro. Por el momento, Augusto Pinochet sigue siendo el único que se ha atrevido a meter a un empresario a la cárcel. La defensa corporativa del Parlamento respecto de sí mismo, y otras entidades, ha sido también muy dañina en la producción de anomia de la sociedad chilena hoy.
Los políticos y empresarios corruptos deben terminar en la cárcel como lo hacen en los países desarrollados que aspiramos a ser.
La Constitución es un asunto de punto de partida respecto del momento actual. El 82% dice que se necesita una nueva Constitución, y el 56% dice que debe ser por asamblea constituyente. Muchos creen que el tema de la Asamblea Constituyente es algo ideológico, sin darse cuenta que es consecuencia del descrédito del establishment y de la desconfianza imperante. Simplemente no se cree que el actual establishment pueda realizar algo que realmente haga cambiar las cosas.
La Asamblea Constituyente tiene más credibilidad en la medida que se piensa que los “representantes” no serán los mismos que están hablando ahora, o más bien serán elegidos especialmente para ello. La Asamblea Constituyente (aquella que le cambian de nombre, que no puedo recordar, para dar la impresión de que hablan de otra cosa) termina siendo un indicador de la desconfianza en el actual Congreso. Parte importante del cambio cultural tiene que ver con llamar las cosas por su nombre y no con eufemismos que hacen aparecer algo como diferente.
El acuerdo para empezar el proceso de la nueva Constitución es el piso sobre el cual puede empezar a dibujarse una salida, ello si se hace algo por el estado de anomia en que se encuentra la debilitada sociedad chilena.
Todo lo anterior muestra un estado de “anomia”. La anomia es la ausencia de “ligaduras”, de vínculos. Las ligaduras entregan sentido, propósito en una sociedad. La historia, familia, la fe, son típicos elementos de vínculos sociales necesarios para que una sociedad funcione.
Desde luego en Chile, e independientemente del estallido social, la fe se ha desplomado, como se señalaba más arriba. Esta ya no cumple con la función de “ligadura” y no tiene sustitutos como es el patriotismo constitucional, que se ve en tantas otras sociedades.
Lo que hemos visto en este estallido social es que los símbolos patrios como estatuas han sido vilipendiados por las masas, negando la historia y la patria. Ese es un típico síntoma de anomia. En ella, el valor de la historia y del pasado disminuye; la Iglesia pierde su valor; la movilidad social tiene más valor que la lealtad, se desmiembra también el sentido mas amplio de la familia que se atomiza y se vuelve más solitaria.
En el Chile contemporáneo la anomia comienza a formarse por la multiplicidad de opciones (oportunidades) que entrega el crecimiento económico, creando un fuerte individualismo (el yoísmo). Pero son meras oportunidades para elegir, sin un sentido de objetivo (sin ligaduras), es la ausencia de moralidad, un mundo de puras opciones que están más allá del bien y el mal.
Eso implica que las oportunidades de elegir pierden su razón de ser y se difunde una “falta de sentido”. La violencia imperante es la expresión de esa “falta de sentido”. Esas personas tienen la sensación de que no tienen nada que perder. Buscan un sentido y no encuentran modelos, ejemplos, líderes a los cuales mirar hacia arriba ni futuro al cual adherir. Todo lo que les queda es el presente que rechazan, sin considerar norma alguna.
La sociedad chilena ha luchado por mucho tiempo por la expansión de las “opciones”. Se formó la clase media, se salió de la pobreza (esas son opciones). Pero al mismo tiempo la pérdida de ligaduras que acompaña a ese proceso ha creado su propio conjunto de problemas. La anomia, la falta de normas, se vuelve así parte de la sociedad moderna. De esta manera una “modernidad” incompleta y vacía emerge con importantes peligros y amenazas, entre las cuales está esta violencia sin sentido. En la búsqueda de un sentido societal.
El contrato social, el demos, se vuelve así un problema en la ruptura o ausencia de estas “ligaduras”. No hay contrato social.
En la formación de una sociedad “moderna” es imperativo que existan ligaduras que les entreguen un sentido a las libertades y permitan la construcción de logros en los objetivos. Chile necesita liderazgos que señalen en camino futuro a ser un país desarrollado, con una sociedad abierta, con respeto y buen trato de los ciudadanos los unos con los otros.
El conflicto social surge de las estructuras de autoridad, es sobre estas estructuras. La sociedad chilena vivió un proceso de ejercicio unilateral de la autoridad durante la dictadura con la apertura de opciones sobre algunos bienes para una parte de la sociedad. La democracia recuperó las opciones sobre la libertades cívicas y políticas, pero no logró instalar las opciones sobre los bienes económicos, las garantías sociales, para todos. La desigualdad en la entrega de las opciones fractura aún más las ligaduras de la sociedad, profundizando la anomia.
La ausencia de ligaduras con opciones, que son solo accesibles a una parte de la sociedad, han terminado de desligar a los chilenos, los unos con los otros. Cada cual actúa de acuerdo a su propia conciencia sin conducción alguna. Cada cual no es responsable ni asume ninguna consecuencia ni responsabilidad individual o colectiva alguna. La violencia que observamos es producto de esa anomia, donde no existe la norma y la autoridad no tiene validez.
Se instala lo que Albert Hirschman llama “la insoportable otredad de los otros”. Los incidentes en el Mall Portal La Dehesa son una expresión muy concreta de ese fenómeno, de la anomia, el individualismo y la falta de responsabilidad. Esa es la sociedad que hemos construido en estos 30 años de democracia. Nadie se puede lavar las manos, estamos en la misma nave.
Si a ello se le agrega el problema de la “desconfianza en el otro”, lo que Inglehart llama “ la confianza interpersonal” que alcanza apenas un 14% ( que confía en el otro desconocido), es decir, un 86% de los chilenos no confía en el “otro desconocido”, estamos en serios aprietos como sociedad. Sin ligaduras y con desconfianza.
El problema más grave para salir de la crisis pasa a ser la reconstrucción de las ligaduras: el sentido de país, la patria, la historia, la familia, los valores morales consensuados, la comunidad, el demos. Salir de la condición en que cada chileno es una isla que actúa sin considerar al otro.
Ahí hay que abordar como enfermedades sociales la anomia, el individualismo exacerbado, la desconfianza, para volver a recuperar la paz social.
Hay que tener cuidado porque, en este estado de anomia, ¿quién va a votar?
No es efectivo que la gente se interese por la política porque sale a la calle a manifestar, el 74% dice que está poco y nada interesado en política. “La política” está demasiado desacreditada para suscitar interés o voto. No es contradictorio, la gente se hartó precisamente porque el voto dejó de cumplir su función plenamente, llevando a una crisis de representación.
Es por ello que el voto obligatorio se hace indispensable para recuperar la representación y con ello la paz social. Un referéndum en abril con voto voluntario nos puede dejar con un resultado numérico muy claro, pero con una representación muy débil si pocos van a votar. Los que juegan a ganar por la vía de las reglas del juego, se pueden quedar con un triunfo pero sin país para gobernar. Para gobernar es necesario que el referéndum sea de todos, no de algunos, especialmente medido por la participación electoral. El que crea lo contrario no está mirando por la ventana. No reponer el voto obligatorio sería un error histórico que podríamos pagar muy caro. En este estudio el 59% dice que hay que reponer el voto obligatorio, cuando nadie esta hablando del tema.
Es verdad también que otros movimientos sociales, como el de 1968 en Francia, terminaron teniendo un vuelvo hacia la derecha en el electorado, y muchos en la derecha miran esto con una perspectiva electoral. Mientras el país se incendia, algunos creen que pueden ganar electoralmente en el futuro. Eso no se diferencia mucho de la meta revolucionaria de dejar todo “en cenizas” para reconstruir a partir de ello, que plantea la extrema izquierda. Eso es lo que termina de desacreditar a la derecha y a la izquierda extrema, a la vez que pone de manifiesto la amenaza del populismo.
Los más votados serán, crecientemente en el futuro, los “independientes” que no sean parte del establishment, que no tienen partido, y prometen la varita mágica.
No menos relevante es desgranar los distintos tipos de violencia: qué duda cabe que el estallido social ha sido una gran oportunidad para el crimen organizado de pasar “piola” como víctima social, al mismo tiempo que el narcotraficante. Le ha dado también más que tiempo a todos los grupos de personas de los partidos políticos de derecha y de izquierda, que existieron en el pasado, que perturbaban la paz social, para aprovecharse de la ocasión.
Y llama la atención que no se hayan activado los minúsculos pero letales grupos de terroristas que en el pasado volaban las torres de electricidad, por ejemplo. El Estado ha abandonado su función principal si ha dejado que todo aquello se vuelva a activar y dañe la infraestructura y las vidas de las personas. El culpable está lejos de ser el violentista, porque, como dice el refrán, no hay que echarle la culpa al chancho sino a quien le da el afrecho. A todos esos grupos organizados, se les suman los anómicos que deben ser millones, que ante la impunidad y la validación de la impunidad que se ve todo el día en las pantallas de la televisión, están literalmente siendo “llamados” a actuar.
El rol perverso de validación de la violencia que ha jugado la TV chilena sin duda será objeto de juicios históricos posteriores. Los violentistas son los héroes de esta película de terror en la que estamos viviendo. El Presidente de la República y ahora también uno de sus ministros, han validado el rol de los violentistas entregándoles el protagonismo principal de los acontecimientos, y culpándolos del desenlace.
Pero no solo varios actores políticos han perdido el sentido de dónde se tienen que ubicar (ubicándose a veces en la galería y no en la arena frente al león), sino también muchos periodistas que dejan de ser periodistas y pasan a ser actores sociales. La confusión de roles es contundente y no ayuda a la solución de la crisis, pero obedece a la ausencia de liderazgos y el vacío que es llenado por el que se toma el espacio. En la medida que hay líderes, esos espacios desaparecen.
En la democracia, el poder militar está debajo del poder civil. Son los civiles los que deben mandar a los uniformados. Por tanto, los carabineros no son los que tienen vela en este entierro, sino el poder civil que ha abandonado su tarea de tener una institución de Carabineros acorde con los tiempos.
Las violaciones de los Derechos Humanos pesan sobre los hombros de quienes, en el poder civil, mandan a Carabineros, las leyes, los protocolos, los controles, etc. La dictadura dejó ahí un mundo paralizado donde el poder político no se atrevió por décadas a tocar ni controlar a los uniformados. Es así como sucede la corrupción en su interior, y ahora, para horror de la población del país, nos enteramos por una ONG extranjera (HRW) que están completamente obsoletos y han violado al azar y masivamente los Derechos Humanos. Aquí también le están echando la culpa a la consecuencia, no a la causa.
Finalmente viene la demanda de los bienes económicos: la expectativa del 70% es que existan “garantías sociales” (salud, educación, salario digno, etc.) que no las hay.
Impactante la respuesta a la pregunta abierta, “¿Cuál es el salario digno para una familia como la suya?”, donde los chilenos responden que es $908.650.
El sueldo mínimo actual es la tercera parte del sueldo que los chilenos consideran como “digno”.
Esa es una medida de la distancia entre lo que está en la mente de los chilenos y la “oferta” de solución de subir el sueldo mínimo de $301.000 a $350.000. Se puede entender mejor ahí por qué esa medida no tuvo impacto alguno.
En el mismo estudio, los chilenos contestan que el sueldo mínimo debería ser $ 512.212. No olvidar que el 52% de los chilenos dice que no llega a fin de mes. Ese país de un sueldo mínimo de $ 500 mil es uno que aún no existe, pero es al que se aspira que exista aquel con un sistema tributario donde los que más tienen paguen los impuestos para producir redistribución del ingreso.
El 91% dice que la distribución del ingreso es injusta.
A ello se le agrega que el mercado ha fracasado como proveedor de bienes públicos universales (pensiones y salud). Son deficitarios, también, como proveedores de otros bienes públicos por mal servicio, tanto el agua como la electricidad y para qué decir la telefonía móvil.
Pero es un error pensar que las demandas son solo estas, son parte necesaria pero no suficientes. (No abordamos el problema del “modelo” ni del tipo de capitalismo, que corresponden a una discusión intelectual y conceptual, no de opinión pública).
El estudio Barómetro del Trabajo da una visión lapidaria de la imagen del “trabajo” que tiene el chileno: mal pagado (94%), mala calidad (79%), mal valorado (54%), mala relación con el empresariado (3.93 en una escala de 1 a 10 donde 0 es pésima y 10 es excelente). Esos son “bienes sociales” intangibles: el trato, la inclusión laboral, las relaciones en el trabajo. No se requiere consultar con “Hacienda” para producir cambios sustantivos en ese ámbito.
Las cosas más importantes para asegurar en el Chile de hoy son: acceso a la salud (90%), salario digno (88%), educación de calidad (86%), justicia para todos por igual (77%), igualdad ante la ley (70%), lucha contra la corrupción (69%).
En la lista cerrada que se les presenta es más importante el tema del trabajo que el de la igualdad ante la ley. Simplemente porque el tema del trabajo es un reflejo del grado de inclusión social y de igualdad ante la ley. La demanda de igualdad ante la ley es parte de la demanda de los bienes políticos y de la nueva Constitución, lo mismo el tema de la corrupción. Preceden a los temas económicos en la mente de la población, pero no están nada de lejos los temas políticos intangibles.
El error está en dejar los temas políticos y sociales intangibles, como son el desmantelamiento de la anomia y la inclusión social, en el tintero.
Para salir del estallido social se requiere abordar estas tres dimensiones con igual importancia: la política, la social y la económica.
Una buena parte de los temas se abordan con liderazgo político y/o social, con una visión de futuro a largo plazo. Lo que los chilenos esperan son signos de cambio donde no sea posible volver al estado anterior. No parece que esperan que las cosas cambien de inmediato, sino más bien seguridades que avanzan hacia una meta final conocida y con certezas.
El mayor temor por parte de la gente pareciera ser el que se terminen las manifestaciones y que las cosas no hayan cambiado. Por su parte, el mayor temor de la élite es perder el poder que tienen ahora, hablamos de los empresarios, los “representantes”, los “partidos políticos”, “los dirigentes sociales”. No es posible solucionar la crisis sin pérdida de poder.
No será necesario hacer una encuesta para saber cuando el pueblo chileno tenga la certeza de que han sucedido cambios sustantivos y que no se volverá al estado anterior. Estamos en una situación de “empate”, donde los actores no están dispuestos a moverse lo necesario para resolver esta ecuación. Esto nos ha llevado a la anarquía, la impunidad, y la violencia desatada sin control del Estado.
Como dijo Dahrendorf ya en 1974, en la crisis “se acaban los promedios”. Entramos a la época de Chile en que ya no hablaremos más de nuestro éxito económico medido por los promedios, sino más bien en los éxitos sociales medidos por justicia en la distribución del ingreso, igualdad ante la ley, inclusión social y garantías sociales.
Se acabó el Chile de los promedios macroeconómicos que nos prestaba una linda máscara, nunca existió el señor “per cápita”. Esta niña bonita que se veía de lejos, envejeció, se ve de repente su rostro sin maquillaje. El desafío es ver si es posible que los beneficios del desarrollo y del crecimiento pueden ser accesibles para todos y no solo para algunos.
Sin desmantelar la desigualdad, no podemos seguir justificando nuestra riqueza. Esto tomará mucho más que un Gobierno hacerlo, pero a Sebastián Piñera le toca dar el paso más importante, que es el primero y el diseño del camino. Ese es el camino que ha tardado hasta hoy en ser dibujado por la Primera Magistratura de la nación, y que no puede ser reducido a un par de medidas económicas y a la promesa de una nueva Constitución. De otra manera, nos sumergiremos en un sopor social permanente bastante ingobernable hasta las elecciones presidenciales de 2021, con la consecuente pérdida económica, social y política para todos.
Mientras los siglos de la lucha de clases fueron el XIX y XX, el siglo XXI es el de las desigualdades. Basta con mirar los países del Primer Mundo y los estragos político-electorales que tienen en encontrar mayorías para gobernar, para concluir lo ingenuo que es pensar que en Chile será muy distinto.