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Violencia delictual y violencia policial Opinión

Violencia delictual y violencia policial

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Mientras son solo algunos quienes toman parte del vals de los números macrosociales positivos –léase, por ejemplo, el PIB de 15.340 dólares “per cápita”–, el resto baila al ritmo de los que sobran. A partir de esta marcada tendencia a la concentración de los beneficios provenientes de las diversas esferas sociales, la sociedad ha propendido a una suerte de fragmentación entre aquellos que gozan de aquella posición de privilegio (los que viven realmente en el oasis mencionado por Piñera) y aquellos que solo pueden contemplarlo desde afuera. Por lo anterior, no resulta tan descabellada la constatación de violencia proveniente de la ciudadanía. La violencia aparece aquí como una suerte de recordatorio de las líneas divisorias entre incluidos y excluidos.


El término “violencia” parece ser uno de los conceptos más utilizados desde el denominado “estallido social” del 18 de octubre. Aún no es momento para ofrecer índices concluyentes de análisis de discurso, pero a nadie debería sorprender que este haya sido –al menos en el caso del Gobierno– el término de mayor uso. Los innumerables llamados del Presidente Sebastián Piñera a condenar la violencia han copado tanto las cadenas televisivas como las portadas de diarios y mensajes en redes sociales.

“La violencia está causando un daño que puede ser irreparable al cuerpo y alma de nuestra sociedad. La violencia ha significado dolorosas pérdidas de vidas humanas y muchas personas lesionadas. La violencia está destruyendo sueños y proyectos de vida para muchas personas y emprendedores en nuestro país”, dijo Piñera hace un par de semanas en declaración oficial, en una suerte de resumen de la postura de su Gobierno al respecto.

Pero ¿qué decimos cuando aludimos a la violencia? ¿Qué tipos de actos son inferidos en ella?

Según el Diccionario Etimológico en Español, esta palabra viene del latín «violentia, cualidad de violentus (violento). Esta viene de vis que significa “fuerza” y –olentus (abundancia). Es decir, es “el que actúa con mucha fuerza”. Más allá de los diversos relieves que supone el concepto de violencia, es claro que esta ha sido usualmente comprendida como un acto mediante el cual un actor infiere fuerza en abundancia a otro, ya sea de manera legítima o ilegítima.

Por una parte, un ejemplo clásico del uso legítimo de la fuerza puede ser visto en la figura del Estado y sus policías, como hipotéticos custodios. Como ya se sostiene en las teorías contractualistas, el Leviathan armado sería indispensable para el aseguramiento del orden social. En virtud de que cada uno teóricamente podría estar en condiciones de inferirle daño a otros, aparece la posibilidad del tránsito a un estado civil en que le entregamos nuestras libertades de ajusticiamiento y fuerza a un tercero neutral, capaz de velar por los intereses de todos y todas, siempre ajustado a normativas de proporcionalidad orientadas a excluir el abuso.

Por otra parte, un ejemplo paradigmático del uso ilegítimo de la fuerza puede encontrarse en circunstancias asociadas a la delincuencia común. El robo de un aparato celular, el hurto de una casa o una tienda comercial, han sido evaluadas con particular sensibilidad –en virtud del principio de defensa del derecho de propiedad–, por lo cual suelen ameritar sanciones de índole penal, destinadas a excluir a quienes resultan potenciales portadores de daño hacia ese tipo de bienes jurídicos (delitos contra la propiedad en su “corpus” o cuerpo físico externo).

Con la emergencia de la crisis de octubre hemos presenciado, sin embargo, la aparición de dos tipos de violencia que, a pesar de no ser nuevas, han alcanzado rangos inusitados en los últimos años. Ambos coinciden en el carácter ilegítimo que los envuelve.

[cita tipo=»destaque»]Mas allá de las siempre presentes visiones irracionales o ultras, es evidente que ambos tipos de violencia resultan reprochables. Mientras que el primer tipo de violencia ha incidido por afán manifiesto o consecuencia no pretendida en el normal vivir de los ciudadanos –con un impacto directo en los índices de desempleo y crecimiento económico–, el segundo tipo de violencia supone un daño físico absolutamente desproporcionado respecto a quienes se manifiestan o, incluso, a quienes cometen delitos. No obstante, si bien ambos tipos de violencia son reprochables y carecen de justificación tanto moral como política, esto no significa que no puedan ser explicadas. Al respecto, la diferencia entre la justificación y la explicación de la realidad no puede pasarse por alto.[/cita]

El primer tipo de violencia tiene que ver con los escenarios de saqueos e incendios de inmuebles públicos y privados (comerciales), sostenidos en diversas ciudades del país con mayor o menor frecuencia hasta hoy. El saqueo de farmacias, el incendio del edificio de Enel o de la sede de la Universidad Pedro de Valdivia, son algunos ejemplos unívocos de este tipo de violencia que carece tanto de legitimidad –esta acción ni siquiera encuentra apoyo en la mayoría de los manifestantes– como de control efectivo.

El segundo tipo de violencia tiene que ver con los regulares actos de violaciones a Derechos Humanos en que han caído las fuerzas de Carabineros y militares. El enceguecimiento total de la visión de Gustavo Gatica o de Fabiola Campillai, así como las más de 350 lesiones oculares, las denuncias de tortura, de violación y de homicidio directo, dan cuenta de un escenario generalizado en que el poder conferido al Estado en su tarea de aseguramiento del orden público ha sido utilizado –según el informe de Amnistía Internacional– con el fin de castigar las protestas al interior del país.

Mas allá de las siempre presentes visiones irracionales o ultras, es evidente que ambos tipos de violencia resultan reprochables. Mientras que el primer tipo de violencia ha incidido por afán manifiesto o consecuencia no pretendida en el normal vivir de los ciudadanos –con un impacto directo en los índices de desempleo y crecimiento económico–, el segundo tipo de violencia supone un daño físico absolutamente desproporcionado respecto a quienes se manifiestan o, incluso, a quienes cometen delitos. No obstante, si bien ambos tipos de violencia son reprochables y carecen de justificación tanto moral como política, esto no significa que no puedan ser explicadas. Al respecto, la diferencia entre la justificación y la explicación de la realidad no puede pasarse por alto.

Mientras la explicación remite al intento por dar cuenta de los fundamentos que permiten comprender la realidad, la justificación procura ofrecer razones que permiten solidificar normativamente aquella situación y, de ahí, la clásica diferencia alemana entre facticidad y validez (Faktizität und Geltung, como reza el título de una de las obras ilustres de Jürgen Habermas). El ser no puede ser equiparado sin más al deber ser. Por ello y fuera de los casos excepcionales siempre existentes, queremos sostener dos elementos fundamentales para explicar ambos tipos de violencia.

Violencia delictual

Respecto del tipo de violencia delictual que involucra actos como saqueos e incendios, no resulta difícil pensar que estos acontecimientos pudiesen aparecer como una suerte de respuesta generalizada a una violencia que puede denominarse sistémica (Johan Galtung habla de «violencia estructural»).

Con ello, nos referimos no solo a las situaciones de abuso, tan conocidas para todos. Piénsese en la colusión de la industria de pollos, del papel higiénico, de las farmacias; en la corrupción de las candidaturas políticas, de las Fuerzas Armadas, de Carabineros de Chile; en la nueva “pacificación” de La Araucanía, la que ha implicado gravísimos montajes policiales (incluyendo homicidios); en los abusos sexuales y violaciones proferidos por miembros de la Iglesia católica; en las redes políticas clientelares; en la evasión de las empresas zombies, del Presidente Piñera mismo, además de la invitación a sus hijos a una actividad pública con grandes empresarios asiáticos para gestionar negocios particulares, así como el envío de dineros provenientes de sociedades bajo su control a paraísos fiscales.

La sola mención de aquellos actos de corrupción y faltas al principio de probidad recién enumerados, parece ayudar a dicha explicación, sobre todo cuando se entra en razón de los más de 5 mil millones de dólares en que ha sido defraudado el Estado a propósito de lo mismo.

No obstante lo anterior, con aquella violencia sistémica aludimos también a la forma en que la sociedad chilena, erigida en un neoliberalismo flagrantemente concentrador, ha operado hasta el momento con una distribución resueltamente desigual en el acceso a los diversos campos sociales.

Más allá de los abusos mencionados, dicho efecto concentrador ha significado concretamente que el 10% de la población posea el 66,5% de la riqueza (economía), que exista una clase dirigente que concentre el poder a perpetuidad –con una tasa de renovación del Parlamento inferior al 40% (política)– y que un 15% de la población, perteneciente al sistema de Isapres, no presente ningún problema de acceso a los servicios de salud o que solo un 9,5% de la población haya terminado la educación profesional completa e incluso algún postgrado (educación), junto con que en Chile sea “severamente no alcanzable” para un ciudadano promedio la posibilidad de comprarse una casa. Y así sucesivamente.

Mientras son solo algunos quienes toman parte del vals de los números macrosociales positivos –léase, por ejemplo, el PIB de 15.340 dólares “per cápita”–, el resto baila al ritmo de los que sobran. A partir de esta marcada tendencia a la concentración de los beneficios provenientes de las diversas esferas sociales, la sociedad ha propendido a una suerte de fragmentación entre aquellos que gozan de aquella posición de privilegio (los que viven realmente en el oasis mencionado por Piñera) y aquellos que solo pueden contemplarlo desde afuera. Por lo anterior, no resulta tan descabellada la constatación de violencia proveniente de la ciudadanía. La violencia aparece aquí como una suerte de recordatorio de las líneas divisorias entre incluidos y excluidos.

Mientras quienes participan de aquella concentración tienen una relación de funcionalidad plena con sistemas tan diversos como el económico, político, educacional, jurídico, de salud (con estándares de vida ciertamente altos), la masa ciudadana que permanece en la periferia a dicha concentración, se bate meramente entre el acceso precario a tales esferas y la total exclusión de las mismas.

En la economía, para mencionar algunos ejemplos concretos, esto implica no solo una imposibilidad de acceso a las necesidades básicas (cerca del 10% más pobre), sino también el vivir permanentemente en riesgo de caer en condiciones de pobreza (alrededor del 50% de la población). En la política eso supone niveles ínfimos de representatividad que inciden directamente en problemas de legitimación y cohesión social. En la salud, significa que solo en el primer semestre del 2018, para mencionar un caso radical, más de 9 mil personas fallecieron esperando la atención de un especialista y así, sucesivamente, con todas las esferas sociales.

La sociedad aparece así internamente dislocada entre parcelas funcionales (para quienes concentran) y mediana o completamente disfuncionales (para quienes se mantienen fuera de tal concentración). En este marco, no es necesario releer a Marx para atender a la relación intrínseca entre exclusión (sometimiento) y violencia.

Violencia policial-militar

Respecto del tipo de violencia policial-militar, más allá de los casos excepcionales de quienes cometen errores que permitirían esbozar algún tipo de negligencia o causal de justificación/exculpación, es posible vislumbrar un cierto proceder de las policías, el cual ya tenía sus antecedentes en la forma de enfrentar problemáticas sociales tales como las de Aysén o el histórico “conflicto” mapuche.

A ello se debe sumar la evidente falta de deferencia de las Fuerzas Armadas hacia las autoridades políticas desde la vuelta a la democracia, pese a existir una normativa vigente relativamente nueva en dicha materia (la Ley Nº 20.424 regula, en el papel, la relación entre el Ministerio de Defensa y los mandos militares), la que, conforme a los últimos acontecimientos, demuestra el fracaso de la ecuación de control ideal propuesta por Feaver, manifestada esta en “la capacidad de hacer todo aquello que los civiles les exigen y al mismo tiempo, está[r] subordinados en términos de ejecutar solo lo que los civiles les autorizan a realizar”, según se lee en una columna de Miguel Navarro Meza en Anepe.

El problema principal de lo anterior, reside tanto en el discurso como en la falta de formación y responsabilidad por parte de los militares respecto de los acontecimientos vividos en nuestra historia.

Solo a título ejemplar, se debe recordar el denominado “nunca más” señalado por el excomandante en jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre, en el año 2004, quien actualmente se encuentra condenado en primera instancia a la pena de tres años y un día como encubridor de la ejecución extrajudicial de 15 personas en el Regimiento Arica, en el paso de la llamada “Caravana de la Muerte” por La Serena al comienzo de la dictadura militar. Todo esto permite sostener una real incongruencia entre la representatividad de la institución del Ejército y la representatividad de las clases política y civil.

Además de ello, han existido por parte de los estamentos superiores de Carabineros de Chile alusiones directas a una suerte de militarización del accionar en materia de resguardo al orden público, lo cual se evidencia en las palabras vertidas por el general de Carabineros Enrique Bassaletti, quien comparó el actuar de la policía uniformada con una quimioterapia, esgrimiendo textualmente que “cuando se busca solucionar ese problema, en el ejercicio del uso de esas herramientas médicas se matan células buenas y células malas porque es el riesgo al que se somete”, de manera similar a “cuando se usan herramientas como las armas de fuego”. Dicha frase viene a revivir la vieja sentencia del general Gustavo Leigh en 1973, cuando dijera: “Tenemos la certeza, la seguridad de que la mayoría del pueblo chileno está contra el marxismo, está dispuesto a extirpar el cáncer marxista hasta las últimas consecuencias”.

A pesar del déjà-vu, el “enemigo” en esta instancia ya no parece ser el comunismo a secas, sino figuras como los “anarcos”, el “lumpen”, las “barras bravas” y los “narcotraficantes”, suscitándose sobre dichos sujetos teorías de captación bastante peculiares.

Ejemplo de lo anterior es la columna de Mario Waissbluth, publicada el 25 de noviembre en este medio, en la cual señala sin tapujos que estaríamos aproximándonos a una suerte de “Estado fallido” –por lo cual necesitaríamos una DEA local con “poder de fuego”– y que el movimiento social se encontraría captado por un sujeto difuso denominado “narcoanarquista”, el cual sería protegido por el grupo de los “ayudistas” –marchantes, personas que atienden médicamente a los heridos– bajo una suerte de “cómplices activos o pasivos”, por el solo hecho de adherir a una movilización. La liviandad con la que el columnista sostiene la existencia de una organización sofisticada, destinada a producir caos o terror en la población, es sorprendente. Cualquier referencia a datos objetivos parece ser innecesario: la trinchera de la opinión da para todo.

Finalmente y con pavoroso asombro, se acaba de aprobar en la Cámara de Diputados la denominada “Ley Antibarricadas y Antisaqueos”, prima hermana de la desechada hace algunos años “Ley Hinzpeter”, cuyo objetivo es derechamente establecer un concepto ideológico de orden público, con un efecto directo en el desincentivo de la movilización social, utilizando para ello el presidio efectivo en la cárcel como una nueva herramienta de destierro político hacia ese ya denominado “enemigo”.

Sobre la base de lo anterior, resulta necesario recordar –sobre todo a la oposición en su conjunto– que la utilización del sistema penal solo puede operar a partir de la ultima ratio, es decir, cuando han fracasado todos los mecanismos de control social, especialmente los dialógicos, para poder ocupar una herramienta profundamente violenta, como lo es la prisión.

En palabras del jurisconsulto argentino Raúl Zaffaroni, la «mejor contribución a la solución de los conflictos de naturaleza social que puede hacer el derecho penal es extremar sus medios de reducción y contención del poder punitivo, reservándolo solo para situaciones muy extremas de violencia intolerable y para quienes solo aprovechan la ocasión de la protesta para cometer delitos». «De ese modo, el derecho penal se preserva a sí mismo, devuelve el problema a su naturaleza y responsabiliza por la solución a las agencias del Estado que constitucionalmente no son solo competentes, sino que tienen el deber jurídico de proveer las soluciones que, desde el principio, sabemos que el poder punitivo no podrá suplir” (véase el compendio de ensayos «¿Es legítima la criminalización de la protesta social?», Universidad de Palermo).

¿Qué efectos tendrá esta ley en la movilizacón social, así como en los índices de violación de los Derechos Humanos? Es una interrogante ineludible.

Control democrático

Habiendo revisado algunos de los fundamentos que, desde nuestro juicio, ayudan a explicar las dos formas de violencia que han aparecido con particular fuerza desde que estalló la crisis, creemos necesario que la sociedad se haga cargo de las mismas. A pesar de que ambos tipos de violencia ilegítima resultan tan reprochables como injustificados, la posibilidad de explicarlos nos ofrece un camino plausible para generar soluciones efectivas en la contención de los mismas.

En concreto, significa, para el caso de la violencia delictual, que la forma en que ha operado la sociedad chilena mediante la neoliberalización y abuso sistemático de la sociedad –junto a procesos de concentración flagrante– deba ser puesta bajo control democrático. Si las situaciones de abuso y de desigualdad sistémica persisten, no es de sorprender que la indignación ante dichas realidades pueda encontrar vías físicas de explosión. Y es que, como decía Herbert Marcuse, la violencia sistémica genera siempre contraviolencia (Gegengewalt).

Para el caso de la violencia policial-militar, supone que las fuerzas militares y de Carabineros deban dejar de ser organizaciones echadas a su suerte –con vigilancias civiles deficientes– para transitar a ser instituciones no solo reguladas, sino que estructuradas ya en sus procesos de formación por la sociedad civil.

Solo en la medida en que esto tiene lugar, puede hablarse de autocontrol democrático de la violencia institucional. Lo más preocupante de esto último y retomando el mismo concepto de violencia etimológicamente propuesto, es que la referida aprobación de la “Ley Antibarricadas y Antisaqueos”, así como del “Acuerdo por la Paz y Nueva Constitución”, tienen el vicio del consentimiento de fuerza moral irresistible en su origen, desde el momento en que parlamentarios en ejercicio decidieron ceder en las convicciones políticas que expresan sus partidos al momento de comenzar a escuchar los ruidos de fusiles en los cuarteles militares.

Pero esto no ha de sorprender del todo. La sociología nos ayuda bastante en dicha tarea comprensiva: cuando la contradicción entre las posibilidades de desarrollo y el uso real de aquellas posibilidades se torna consciente, aparece al final el gesto ideológico más potente de la tendencia a la conservación del orden: la militarización de la sociedad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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