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El implacable tiempo que persigue al «apartheid sanitario» Opinión

El implacable tiempo que persigue al «apartheid sanitario»

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Marcos Vergara
Por : Marcos Vergara Académico Escuela de Salud Pública UCh
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Las isapres se han transformado en el símbolo de la inequidad en el acceso a la salud, expresión de la más odiosa desigualdad entre ciudadanos al momento de enfermar y que ahora todos parecieran querer eliminar. Pero antes nunca pasó nada, entre otras cosas porque nos hemos sentido atraídos por esa oferta de servicios médicos y amenidades a la que hemos aspirado, sin tiempos de espera, ni médicos de cabecera. Nos hemos entusiasmado con el “apartheid sanitario”, en la medida que nos dejaba al lado “de acá”.


Tratándose de entender las causas de un determinado fenómeno, los salubristas podemos llegar a ser insaciables. Durante nuestra formación pasamos buen tiempo trabajando en el modelamiento de causalidades, desplegando para ello métodos cuantitativos provenientes del mundo de las bioestadísticas, los cuales hemos enriquecido en los últimos años con enfoques cualitativos, generalmente importados desde las ciencias sociales para cavar, eso creemos, en más profundidad. La Salud Pública es un asunto multidisciplinario y su abordaje es metodológicamente diverso. En definitiva, queremos saber cuánto, dónde, cuándo, cómo y por qué ocurre la enfermedad.

Curtidos como estamos, sin embargo, el estallido social acontecido el 18 de octubre, la enfermedad de Chile, no termina de develarse en cuanto a sus causas ante nuestros ojos. Desplegamos los factores sobre la mesa, pero reconocemos una realidad compleja, difícil de comprender y modelar. Hay de las más variadas razones que pueden ayudar a explicar, pero no todas tienen el mismo peso en la mesa y en la conciencia, unas con otras se anulan y unas con otras se potencian, en fin. Leemos a Pedro, Juan y Diego en la prensa, debatimos con amigos y colegas, salimos a leer los grafitis en las calles, recurrimos a la buena literatura sobre la materia y también a alguna que nos parece apócrifa y oportunista, que también la hay. No nos perdemos ni una historia para terminar de hacernos una composición de lugar razonable sobre la materia. Leemos a todos. Pero solo conseguimos, y a duras penas, nada más que ciertas imágenes nebulosas que nos hacen dudar de las explicaciones que elaboramos y, por cierto, también de nuestras proyecciones. Se viene marzo, pero ¿cómo se viene?

Sin embargo, hay una cosa que cursa en un eje transversal que no logro quitarme de la cabeza: tal vez nos dejamos estar. Dejamos pasar mucho, mucho tiempo con la bomba entre las manos pensando que era un juguete que nunca habría de explotar. Como Adam West en Batman, la película, corriendo con la bomba con la mecha prendida de un lugar a otro por el muelle, como el Joker, payaseando, sin pánico y sin encontrar el lugar para desprenderse del artefacto, al son del orfeón municipal. Ja-ja-ja. A diferencia del dilema de El Dinamitero de R. L. Stevenson, en Londres, que debía decidir en el acto entre el Támesis y su frustración o el bebito que pasea en coche con su madre por la vereda de enfrente, con lo que preservaría el mensaje que su oficio le obligaba transmitir a la sociedad. Entonces, de manera elemental, atribuyo también el estallido a todo el tiempo que dejamos pasar en asuntos que se perfilaban críticos para la vida en sociedad en Chile. Fuimos extremadamente tolerantes y, como resultado de estirar tanto la cuerda, figuramos ahora habiendo sido negligentes. Así, el estallido tarda pero finalmente llega.

Déjenme tomar tres grandes ejemplos de grandes tardanzas: las pensiones, las instituciones de salud previsional y la educación pública. Vamos viendo.

De las pensiones, hace más de 25 años que sabíamos que el sistema no daría el ancho y que la mayoría de nuestros jubilados obtendrían rentas miserables. Tal cual. Y por varias razones, pero la más importante es porque en el modelo de acumulación individual los montos obligatorios que se cotizaban y el tiempo de cotización que las personas realizarían serían claramente insuficientes para cubrir un período de vida que, a su vez, se había extendido mucho más allá de lo originalmente estimado. Pero, ojo, hace 25 años que ya sabíamos esto y, entonces, ¿por qué no hicimos nada? Políticamente, era agarrar el toro por las astas recién salidas del horno. ¿Quién haría tal cosa? Entonces empezamos a abordar tardíamente el problema y henos aquí, con el agua hasta el cuello, viendo el modo de salir adelante.

De las isapres ni hablar. Hace 40 años que se crearon y para los salubristas fueron desde un comienzo una solución aberrante dentro de la seguridad social. Me parece ver a Ernesto Medina Lois con el dedo índice de la mano derecha levantado advirtiéndonoslo, a quienes éramos sus alumnos. ¿Seguridad social que tarifica por riesgos? Incomprensible.

Y ahí están las isapres, sin cambio alguno, al punto que se han transformado en el símbolo de la inequidad en el acceso a la salud, expresión de la más odiosa desigualdad entre ciudadanos al momento de enfermar y que ahora sí todos parecieran querer eliminar. Pero antes nunca pasó nada, entre otras cosas porque los pequeñoburgueses nos hemos sentido atraídos por esa oferta de servicios médicos y amenidades a la que hemos aspirado, sin tiempos de espera ni médicos de cabecera. Nos hemos entusiasmado con el “apartheid sanitario”, en la medida que nos dejaba al lado “de acá”. Y entonces no nos ha importado el asunto y tampoco nos ha importado lo que ocurre en el sistema que sirve a la mayoría, el de los hospitales públicos.

Agregue a lo anterior la presencia de un sistemático “agravio comparativo” que surge del sistema de pensiones y de salud de las Fuerzas Armadas y de Orden, que ha acompañado este lento y prolongado transcurrir en los últimos años. Gendarmería, recordaremos, operó como gatillante del movimiento No + AFP.

Y, por último, la educación, una de las más nítidas expresiones de la segmentación social en Chile y fuente de su posterior reproducción estructural en el espacio social: ¿en qué colegio estudiaste? La educación pública para los más pobres y desafortunados. Hemos sido testigos de la asignación de recursos para la educación superior en los últimos años, gracias al clamor y el lobby de los rectores.

Como académico de la Universidad de Chile no puedo más que alegrarme de aquello, pues quizás mejore mi precaria remuneración. Todos podremos estudiar gratis en la universidad. Pero eso sucedería si accediéramos en las mismas condiciones, porque ¿qué ha ocurrido a la educación básica y media que se imparte en los municipios o en las exescuelas subvencionadas, ahora sin patines? No mucho, algunos dirán nada.

La Concertación dio inicio a una arremetida programática diversa a poco andar de su primer gobierno, más tarde extendió la jornada y para ello se mejoró la infraestructura, pero pasaron dos décadas con resultados precarios y más de lo mismo, hasta que llegaron “los pingüinos” demandando educación pública y de calidad. Y henos aquí todavía. Tómbolas mediante, nada ha pasado dentro de las aulas y tampoco vemos algo muy claro en el horizonte. Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de educación?, diría Raymond Carver.

Pero las cosas no han de durar para siempre. El tiempo, el implacable, el que pasó. Son muchos años de injusticia en materias que son sustantivas para el bienestar de la comunidad. Todo tiene un límite, en democracia la paciencia se agota. ¡Qué duda cabe! Pero lo más curioso de todo es que el estallido social nos ha tomado de sorpresa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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