Lo que aún no es posible saber es si la etapa de crisis política y social que se desata, en su mayor expresión durante octubre pasado, constituye el fin de un ciclo de protestas iniciada con las movilizaciones estudiantiles, o en cambio es el primer paso de una nueva forma de democracia y régimen político. Por cierto, este desenlace dependerá de lo que hagan los actores y cuales sean sus niveles de incertidumbre y costos que estimen razonable tolerar. No queremos sostener que las transformaciones sean imposibles, sino más bien que los actores comprometidos con los cambios deben identificar las restricciones y amenazas del proceso
Hace cuatro décadas Albert O. Hirschman comentaba sobre las complejidades de la transformación política y su relación con los procesos de democratización. En los escritos de la época el autor de “Salida, voz y lealtad” junto a otros cientistas sociales de la Tercera Ola de democratización, discutía asuntos que no por obvios y antiguos son menos importantes para comprender las sinuosidades del desarrollo político en sociedades que aun superando los regímenes autoritarios de la época y en contextos de crisis de los socialismos reales no estaban exentas de riesgos de regresión.
Eran tiempos aquellos de un extraño sentimiento de victoria. A pesar de lo auspicioso que aparecía el escenario internacional de la Guerra Fría para Occidente, se trataba de una victoria en el ocaso de los proyectos históricos que habían orientado el proceso político del largo siglo XX. La Tercera Ola sería una etapa caracterizada por una fuerte secularización en el campo de las ideas del clero político. El icónico libro de Guillermo O´Donnell, Laurence Whitehead y Phillippe Schmitter sobre las transiciones “desde” regímenes autoritarios fue un tratado de cómo abandonar el autoritarismo más que sobre cómo avanzar a la construcción de un régimen democrático pleno.
Se buscaba en aquel momento histórico y mediante una mirada comparativa, descubrir las oportunidades para implementar reformas, identificando las fuerzas contrarias, inercias y “resacas” ideológicas que podrían hacer fracasar la transformación política. Ese fue el contexto en el que Hirschman escribió su libro “Retoricas de la Reacción” (1991).
Actualmente los vientos de la historia soplan en otra dirección. A varias décadas de instaladas las reformas de la “Tercera Ola”, proliferan manifestaciones sociales desde la crisis económica de 2008 que protestan por reformas sociales y por reformas para perfeccionar regímenes democráticos desprestigiados por altos niveles de concentración del poder político y económico. Podemos ver desde nuestra perspectiva que el desgaste actual de las instituciones democráticas debe mucho a ese matrimonio esmerado entre democracia y mercado.
A pesar de estas diferencias ideológicas existen dilemas que se mantienen intactos. Uno de ellos es como generar transformaciones políticas sin morir en el intento.
Hirschman construye una perspectiva escéptica de soluciones fáciles, criticando explicaciones mecanicistas del tipo “receta de cocina”. El cambio político es posible cuando consigue superar las fuerzas de la reacción que intentan restablecer el orden anterior.
El conflicto político en Chile que explotó el 18-O tiene pronóstico incierto y se resolverá mediante el choque de argumentos del cambio versus las retóricas de la reacción. En esta compleja trama de acción y reacción se han escrito los procesos históricos con implicancias civilizatorias. No existe razón alguna para suponer que debido a la fuerza de la crisis política chilena se garantiza desde ya un desenlace determinado.
Durante el acontecimiento inicial de este “despertar chileno”, la movilización estudiantil comprendida en el período 2011 a 2015, se mostraron rasgos del proceso que deben ser consideradas para las proyecciones actuales.
Primero, el agente impulsor de las movilizaciones estudiantiles, la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech) inició el ciclo de movilización conquistando autonomía estratégica con el control de la mesa ejecutiva de la multifederativa, desplazando a los partidos de la Concertación y el PC. Bajo la hegemonía del “Bloque de Conducción”, integrado por tres organizaciones políticas: Izquierda Autónoma (IA), Frente de Estudiantes Libertarios (FEL) y Unión Nacional Estudiantil (UNE), este espacio político logró gran capacidad para controlar la agenda nacional y reorientar el debate político en el País.
Segundo, el proceso de movilización de 2011 a 2015 mostró que parte de la opinión pública adhirió a las demandas del movimiento estudiantil, pero con el tiempo se distanció de las estrategias diseñadas por sus organizaciones. Especialmente, generó críticas y pérdida de apoyo el uso creciente de la violencia en las calles desde el 2013. Este último año, con los triunfos electorales de Vallejo, Boric, Jackson y Cariola se constituye la “bancada estudiantil” y las organizaciones deben dar muestras de autonomía, lo que en parte explicó la radicalización que se impuso como estrategia dominante para los años siguientes.
Tercero, la necesidad de mantener el apoyo en la opinión pública y al mismo tiempo posicionarse para lograr mayor influencia para la elaboración de las políticas sumergieron a las organizaciones en una radicalización táctica que debilitó al “Bloque de Conducción” y le quitó poder como interlocutor para las etapas decisivas de la reforma.
Cuarto, el alambicado proceso legislativo del Congreso Nacional chileno (bicameral) y el desgaste de la Confech en el ciclo de protestas produjo un espacio interno (Pleno de la Confederación) hiperfragmentado y polarizado, que determinó un rol decreciente de esta organización como actor estratégico de la reforma, siendo desplazado por grupos de presión más cercanos al statu quo del sistema.
Se observa que, tanto en aquella coyuntura como en la actual, la existencia de conflicto y crisis no garantiza cambios congruentes con las demandas de la movilización social, sino sólo permite condiciones de mayor liquidez para reconstruir sentidos comunes y transformarlos en nuevas instituciones y reglas del juego. Hirschman sostiene que el desenlace proclive al cambio o a la reacción depende de qué retórica se impone social y políticamente, asumiendo que en cualquier situación de transformación política existe un conjunto de contraargumentos reaccionarios disponibles.
Las principales estrategias argumentativas de tipo reaccionario son las siguientes según este autor:
Lo que aún no es posible saber es si la etapa de crisis política y social que se desata, en su mayor expresión durante octubre pasado, constituye el fin de un ciclo de protestas iniciada con las movilizaciones estudiantiles, o en cambio es el primer paso de una nueva forma de democracia y régimen político. Por cierto, este desenlace dependerá de lo que hagan los actores y cuales sean sus niveles de incertidumbre y costos que estimen razonable tolerar. No queremos sostener que las transformaciones sean imposibles, sino más bien que los actores comprometidos con los cambios deben identificar las restricciones y amenazas del proceso. Nunca más claro que como lo afirmó Alfred N. Whitehead: «Los principales avances de la civilización son procesos que casi arruinan a las sociedades donde tienen lugar”. En nuestra opinión, lo que suele salvar de la ruina a las sociedades que experimentan estos saltos civilizatorios suele ser la racionalidad y la prudencia, más que la “voluntad ebria de sí misma”.