La sociedad exige un nuevo Chile, democráticamente reconfigurado. Si los académicos del derecho tienen un rol propio en ello, solo será haciendo que la decisión de aquella sea la base de su futura práctica. En concreto, se tratará de la tarea de reconstruir las bases del derecho, en todos sus ámbitos, según sea el resultado de la decisión democrática.
En los próximos meses se iniciará un proceso inédito en nuestra historia, por primera vez se abre la oportunidad de que todos los sectores sociales del país debatan y acuerden una Constitución que permita reconocer en ella la rica diversidad de nuestro país. Hasta ahora, tenemos un texto impuesto en 1980 que, a pesar de sus sucesivas reformas, sigue manteniendo intactos sus mecanismos para impedir la agencia política de la mayoría cuando se propone modificar aspectos del modelo económico y social, también impuesto en dictadura.
Tal como se ha sostenido desde el Instituto Igualdad hace años, una característica definitoria de la Constitución chilena es su carácter militante, pues el programa político de un determinado sector (la derecha neoliberal) se encuentra consagrado en el texto, impidiendo que otras visiones (socialistas, socialdemócratas, socialcristianas, comunitaristas o republicanas, entre tantas otras) puedan concurrir para imponer significados a los términos de sus disposiciones.
Si cada palabra de la Carta Magna es un campo de batalla semántico en el cual concurren diversas visiones para asentar un contenido en un momento dado, en nuestro caso su contenido se encuentra petrificado en una sola: la neoliberal. Esto no es ninguna novedad, el propio Tribunal Constitucional lo ha señalado en varias ocasiones: esta Constitución “no es neutra”, sirviéndose para ello de técnicas interpretativas que buscan actualizar el proyecto dictatorial. Lo anterior genera que toda discusión política siempre devenga en una discusión constitucional.
Dado que, luego de la revuelta popular, la sociedad chilena está exigiendo repensar el mercado, la democracia y la estatalidad, no para eliminarlos ni superarlos (nadie razonablemente podría plantear algo así para el contexto chileno actual), sino para acordar un nuevo mercado, una nueva democracia y una nueva estatalidad, es que se hace necesario un nuevo pacto político y social.
Solo una nueva Constitución, democráticamente gestada, podría instaurar una nueva práctica en la cual lo anterior sea posible. En otros términos, la Carta Fundamental como norma debe rehacerse para que la Constitución como pacto político-social sea posible. Esta es la doble naturaleza de las constituciones, y que ha quedado en evidencia, tanto por haberse constituido en una demanda ciudadana como por el inusitado rol que han adquirido juristas y, en especial, las y los “constitucionalistas” en este proceso.
Si bien será la ciudadanía democrática, en su rica diversidad, la que determine el contenido y direcciones del pacto que la nueva Constitución debiera reflejar, en lo que probablemente determine, habrá un rol que le corresponderá a los juristas. Por cierto, no será el de monopolizar la discusión (los abogados, aunque hablan el lenguaje del poder -el derecho es su modo de manifestación moderno–, no son sus titulares en una democracia), ni ser los representantes en la Convención. Su rol, a aquellos que tengan un compromiso con los valores democráticos y republicanos, debiera ser otro y, a lo menos, triple: pedagogía jurídica-social, asesoría y, sobre todo, constructora.
Un rol de pedagogía jurídica-social, puesto que el derecho moderno se caracteriza por haberse constituido en un lenguaje tecnificado, en el cual el significado se aliena del lenguaje natural para ser monopolizado por los juristas que, a su vez, en sus discusiones, compiten por monopolizar el sentido de aquel. Por cierto, dicha conflictividad social no es ajena a la conflictividad mayor que acontece en el devenir histórico de una sociedad, por el contrario, es, en cierto sentido, también su expresión.
Ante ello, las abogadas y abogados demócratas y republicanos no pueden pretender participar de aquel montaje social que, por ahora, resulta inevitable en el funcionamiento real de la estatalidad, para seguir alejando el ejercicio del poder de sus reales titulares. Por el contrario, deben servir más bien de traductores, acompañar el proceso autodidacta de la ciudadanía, ponerse a su servicio, ayudando a que se socialice ese “esotérico” u oscuro lenguaje del derecho, traduciéndolo al lenguaje natural para que cualquiera, independientemente de su nivel de instrucción, pueda comprender. Si la casa común es un texto, solo puede escribirse en un lenguaje común.
Asimismo, no solo deberá ponerse al servicio del proceso social-autodidacta, sino también denunciar, evidenciar y traducir cuando los asuntos políticos pretendan encapsularse en discusiones “técnicas” entre “expertos legales”. Nada en el derecho es, por sus cualidades propias, ajeno a la sociedad ni imposible de traducir, ni para la ciudadanía, ni para otros conocimientos que tienen tanto o más que aportar a la discusión constitucional.
En segundo lugar, para que la Convención Constitucional pueda ser realmente un lugar de encuentro de toda una sociedad que trabajará por acordar las bases de un nuevo acuerdo común, debe ser la propia ciudadanía la que ahí debe estar reflejada. No se trata de una labor técnica, sino política y profundamente democrática. Se requiere de gente capaz de representar, es decir, de hacer ahí presentes las diversas realidades que hay en nuestro heterogéneo país. Por ello, que si existen convencionales abogados no debiera ser más que una coincidencia; el rol de aquellos sería, a lo más, el de asesorar, sea en las redacciones, sea estudiando algún punto en particular.
Finalmente, sí habrá una tarea que solo podría corresponder a las y los juristas, pero aquella comenzará el día posterior a que el nuevo texto se apruebe. No antes.
En efecto, las constituciones son mucho más que un papel, el contenido real de sus disposiciones se juega en las discusiones que vendrán con posterioridad. Para que una Constitución pueda ser socialmente apropiada y, de esa forma, genuinamente sea una “nueva” Carta Magna por instaurar una nueva práctica político-constitucional, será necesario que los constitucionalistas sean leales al proyecto democrático que se acuerde. Es decir, mientras se puede intuir razonablemente que las fuerzas reaccionarias adeptas al orden en crisis intentarán subvertir la decisión de la Convención, sea desactivando sus posibilidades transformadoras del modelo actual, sea imprimiéndole continuidad con la práctica anterior, los juristas democráticos y republicanos tendrán la insustituible tarea de impedirlo y, en especial, de aportar a su realización y proyección.
En concreto, se tratará de la tarea de reconstruir las bases del derecho, en todos sus ámbitos, según sea el resultado de la decisión democrática. Así, por ejemplo, los constitucionalistas debieran refundar la disciplina desde el nuevo texto; los administrativistas, de refundar su comprensión y práctica de la estatalidad; los privatistas, reconcebir el rol de las personas en sus interacciones formalizadas por el derecho. Del mismo modo, las facultades de derecho deberían replantearse tanto la enseñanza como el estudio de la juridicidad, para que sea la cultura jurídica toda la que se refunde según la decisión democrática que se adopte.
La sociedad exige un nuevo Chile, democráticamente reconfigurado. Si los académicos del derecho tienen un rol propio en ello, solo será haciendo que la decisión de aquella sea la base de su futura práctica.