Publicidad
Cambio constitucional y una oportunidad de madurez: hacia la construcción de un Estado eficiente Opinión

Cambio constitucional y una oportunidad de madurez: hacia la construcción de un Estado eficiente

Publicidad
María Fernanda Vásquez Palma
Por : María Fernanda Vásquez Palma Profesora titular Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Talca
Ver Más

Es tiempo de repensar qué Estado queremos, reconstruir instituciones, y enmendar la confianza perdida. Para ello necesitamos una mejor regulación y un control más efectivo para evitar casos de corrupción o colusión económica o simples artimañas políticas al alero del sistema democrático. Sólo así podremos volver a concebir la búsqueda de acuerdos generales que se adecúen a estos tiempos. Espero que esta oportunidad de cambio se tome con la madurez necesaria por la ciudadanía, para que no se repita la historia y a los niños de nuestro país no tengamos que darles una semana de vacaciones, sino una vida que no dependa del azar.


“Ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de
sus miembros son pobres y desdichados” (A. Smith)

En mi juventud colaboré durante algunos años en un proyecto social en que buscábamos brindar un verano digno a niños vulnerables entre 7 y 13 años de edad. Durante las semanas previas, nos sumergíamos en la búsqueda de apoyos económicos privados para que ellos pudiesen disfrutar al menos de una semana de “vacaciones”. El objetivo era modesto: alimentar, asear, educar y entretener a esos niños durante algunos días, con el único deseo de contribuir a que sus vidas fuesen algo mejor. Conocimos niños increíbles. Comenzaban los años noventa y teníamos intacta la esperanza. Luego de algunos años, sin embargo, comprendimos que nuestro aporte era mínimo, quizá intrascendente. El sistema económico imperante de ayer -el mismo de hoy- no permitía ningún cambio real.

En Chile la extrema pobreza ha sido constante. Luego del 18 de octubre – cuando se manifestó un malestar profundo de buena parte de la ciudadanía- surgieron variadas respuestas, pero todo decantó en la posibilidad de edificar una nueva Constitución Política. Pasado más de cuatro meses, creo que la solución de la reforma constitucional, quizá esbozada con ánimo disuasivo en su momento para no atender las cuestiones urgentes (pensiones, AFP, salud, etc.), se ha convertido en un núcleo de esperanzas, pues si bien el escenario estaba bastante dividido en un inicio, hoy –de acuerdo a las encuestas- ha tomado una aireada ventaja la opción del “apruebo” y la “convención constitucional”.

En este estado de cosas, nos encontramos frente a un momento histórico, donde se albergan muchas expectativas y una gran oportunidad de provocar un cambio sensato, que permita sentar las bases de un modelo económico más solidario, que asegure una mejor calidad de vida a los habitantes de nuestro país. Para ello, es urgente educar a la ciudadanía para que no se dejen llevar por los acostumbrados adoctrinamientos de partidos políticos, donde se suele extremar el argumento muchas veces por razones económicas.

En este ideal, los ciudadanos debieran saber que el modelo neoliberal que habita en Chile desde hace ya varias décadas es la causa de las ostensibles diferencias sociales existentes, donde el predicamento del “esfuerzo” personal parece sólo hallarse en una dimensión paralela. El modelo económico se entrelaza fuertemente con la idea que tenemos del Estado, su rol y capacidad de gestión. Esta es la médula espinal del asunto a la que debemos abocarnos.

La cuestión no reside en la clásica dicotomía capitalista – socialista, de hecho, estas expresiones han mutado tantas veces a lo largo del tiempo, que ya no es posible estar seguro del contenido exacto que defiende cada uno de estos bloques. La izquierda, que abrazaba en sus inicios las ideas económicas-socialistas, en la actualidad se ha orientado en la defensa de las minorías; el conservadurismo, por su parte, ha pasado a rechazar cualquier idea de cambio y la libertad ya no se centra en dejar en paz a los demás, sino en la defensa de sus propias libertades.

La cuestión es otra. Puede que nuestro país –debido a sus características isleñas tan peculiares- carezca de visión y por ello defienda un dogma que ya no está presente casi en ninguna parte del mundo, con independencia del gobierno de turno. Esto sucede porque el paradigma del capitalismo desregulado se ha convertido en el peor enemigo de sí mismo, y se encuentra sentenciado a ser presa de sus propios excesos y volver a acudir al Estado para que lo rescate. Por ello A. Smith señalaba que ninguna sociedad puede prosperar y ser feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y desdichados.

Por otra parte, el excesivo capitalismo es claramente contraproducente, pues si bien normalmente vemos la pobreza como una abstracción, sus síntomas son muy concretos y recorren lo cotidiano de nuestros días. A modo de ejemplo, autopistas en mal estado, puentes que se hunden, escuelas fracasadas, desempleados, trabajadores mal pagados y sin seguros, etc. En otras palabras, lo que no se logra entender en Chile es el hecho de que la desigualdad no sólo afecta a quien la sufre, sino que se extrapola a toda la sociedad, de manera que no importa lo rico que sea un país si su nivel de desigualdad es ostensible. El crecimiento económico no es suficiente si sólo beneficia a unos pocos, lo que debiese motivar incluso a un acérrimo defensor de la libertad económica a hablar de la construcción de una sociedad más justa, porque si ello se logra, el Estado podría ser más eficiente, invirtiendo menos en seguridad y salud pública (obesidad, estrés, depresión, cárceles, etc.) y más en otras materias. Es decir, una sociedad menos desigual tiene efectos positivos en todos.

La cuestión de la excesiva riqueza, sin reparar en lo anterior, devela la existencia de un componente cultural poco caviloso en nuestro país. Se suele admirar y adular la fortuna por sí misma, sin reparar en la forma en que fue obtenida. En tal sentido, parece no molestar que una persona vulnere normas de libre competencia (sólo nos basta con recordar los casos Falabella y París, 2008; buses, 2008, 2014, 2018; farmacias, 2012; pañales, 2016; papel higiénico, 2017; incendios, 2018; pollos, 2019, entre otros), de sociedades y mercado de valores (ej. Cascadas), pague mal a sus trabajadores, o sea condenado por estas cuestiones. Esa persona puede incluso llegar a ocupar cargos públicos, lo que muestra lo trastocados que están nuestros valores. Citando a Judt, el problema parece ser tan endémico que ya no sabemos cómo hablar sobre lo que está mal y mucho menos cómo solucionarlo.

Basta mirar pocos años atrás, para recordar que en tiempos de escasez e incertidumbre, incluso los más conservadores han demandado un Estado más activo. Así, en los años de posguerra hubo un extraordinario consenso -entre los defensores del New Deal, los teóricos del sistema de mercado social alemán, el partido laborista británico y la planificación indicativa que conformó la política pública francesa- apuntando a una mayor presencia estatal. Esta realidad no fue privativa de Europa Occidental, Estados Unidos, de la mano de presidentes republicanos, decidió cuestiones similares, sin que ello llegase a ser un tema contencioso. Estos cambios no fueron el resultado de una vertiente política, sino de un planteamiento más universal y transversal. No se defendía el paternalismo estatal, sino una cuestión moral donde el Estado era inevitable y cumplía una necesaria función social.

A partir de esta experiencia, Keynes alcanzó a demostrar que ni el capitalismo ni el liberalismo sobrevivirían durante largo tiempo el uno sin el otro. En esta misma senda, Stuart Mill señaló que la idea de una sociedad en que los únicos vínculos son las relaciones y los sentimientos que surgen del interés pecuniario es esencialmente repulsiva. El extremo capitalismo –dirá Judt- no es un sistema político, sino sólo una forma de vida económica compatible con la práctica de dictaduras totalitarias (China y Chile bajo Pinochet), monarquías socialdemócratas (Suecia), y repúblicas plutocráticas.

A medida que las sociedades fueron olvidando los traumas de las guerras, la social democracia fue perdiendo algunas banderas. En ello contribuyeron las voces violentistas y la pérdida del norte por parte de la izquierda. El miedo a un Estado totalitario y la convicción de la ineficiencia de aquél en la administración de los bienes públicos, fueron los detonantes de un nuevo giro del modelo. Este último predicamento no tardó en ser cuestionado por diversos economistas, dado que la privatización no garantiza en sí una mejor eficiencia en la administración de bienes públicos o de interés social, por el contrario, en muchos casos, la única razón para que inversores privados estén dispuestos a adquirir y/o administrar estos bienes o servicios reside en que el Estado elimina o reduce su exposición al riesgo, pues éste sigue cargando con las pérdidas debido a la necesidad de contar con el funcionamiento de aquellos.

Con estas reflexiones he querido recordar que la historia está lejos de ser caprichosa y tiende a ser cíclica, y hay que saber leerla para aprender de ella. Quisiera pensar que en el Chile de hoy, todos aspiramos a una sociedad con menos desigualdad, los fondos estatales sean transparente y eficientemente administrados, y lo público vuelva a mirar a lo público no sólo como una cuestión remedial, sino como parte de la construcción de un sistema robusto. Así, por ejemplo, si la educación pública tuviese la calidad necesaria en primaria y secundaria, el Estado no requeriría financiar a universidades privadas en la actualidad, y si la salud fuese vista como una cuestión social, no sería necesario subsidiar a las farmacias para bajar el precio de los medicamentos. Si el argumento, entonces, es la eficiencia del Estado, debemos tomarnos en serio estas materias.

Es tiempo de repensar qué Estado queremos, reconstruir instituciones, y enmendar la confianza perdida. Para ello necesitamos una mejor regulación y un control más efectivo para evitar casos de corrupción o colusión económica o simples artimañas políticas al alero del sistema democrático. Sólo así podremos volver a concebir la búsqueda de acuerdos generales que se adecúen a estos tiempos. Espero que esta oportunidad de cambio se tome con la madurez necesaria por la ciudadanía, para que no se repita la historia y a los niños de nuestro país no tengamos que darles una semana de vacaciones, sino una vida que no dependa del azar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias