Publicidad
Una policía que no cuenta con la confianza de la ciudadanía es más una amenaza que una contribución Opinión

Una policía que no cuenta con la confianza de la ciudadanía es más una amenaza que una contribución

Publicidad
Luis Felipe Abbott Matus
Por : Luis Felipe Abbott Matus Facultad de Derecho Universidad de Chile
Ver Más

El desprestigio de nuestra policía solo redunda en el deterioro de todo el Estado y su juridicidad. Por ello es que se hace imperativo pensar no solo en cómo reformar la institución para superar este amargo trance, sino también en cómo dotar al país de una nueva policía, comprometida indisolublemente con los principios del Estado social y democrático de derecho y los Derechos Humanos que, de hecho, son objeto de debate en estos momentos en el país en el marco del proceso constituyente en curso. 


Carabineros de Chile, como toda policía en un Estado democrático de derecho, constituye una institución clave para la sociedad y el normal desenvolvimiento de la vida cotidiana de toda la ciudadanía.

Desde sus tareas de gestión de la seguridad vial (tránsito), territorial (control fronterizo), asistencia a emergencias (catástrofes o accidentes) hasta la seguridad ciudadana (prevención de la criminalidad y la delincuencia o como auxiliar de la administración de justicia), Carabineros de Chile tiene un rol fundamental y presencia visible en casi todo aspecto de la actividad social nacional. Por ello, y hasta hace poco, especialmente meritorio resultaba que fuera una, si no la más, de las instituciones públicas más valoradas y prestigiosas.

Esa situación comenzó a cambiar, primero parcial y moderadamente, hasta convertirse en una verdadera debacle, con casos de evidentes malas prácticas y hechos de naturaleza criminal actualmente en investigación o juicio, que incluyen situaciones de adulteración de prueba que dieron pie para imputaciones penales infundadas, malversaciones multimillonarias hasta un homicidio cuya aclaración preliminar fue abiertamente obstaculizada por la institución, en abierto desprecio por el necesario escrutinio del control civil y los principios de responsabilidad del mando.

A todo lo anterior, desde el 18 de octubre a la fecha, se suman innumerables casos de abuso en el uso de la fuerza, desconocimiento o desprecio por la normativa vigente que regula el uso de las herramientas disponibles por las fuerzas para el resguardo del orden público, una enorme cantidad de lesionados graves (en muchos casos, con daños irreversibles, como son todas aquellas lesiones que han implicado pérdida de ojos o de la visión), hasta muertes. Hay, por último, pero no menos importante, investigaciones abiertas y denuncias periódicas por prácticas constitutivas de tortura, ya sea física, psíquica o sexual, por diversas unidades y en diversas dependencias policiales, cuarteles o vehículos.

Informes de muchas de las más importantes instituciones que velan por la observancia de estándares de Derechos Humanos en estos contextos han denunciado estas prácticas y han recomendado, con urgencia, intervenciones en el accionar de las fuerzas policiales. A pesar de la errática cobertura de los medios a estos eventos, la población también ha podido ver, desde múltiples puntos de vista, la violencia desatada por fuerzas especiales contra manifestantes pacíficos, transeúntes, mujeres, niños, ancianos, hasta personas en situación de discapacidad, utilizando bastones, gas lacrimógeno o la misma bomba lacrimógena arrojada como proyectil, escopetas, agua mezclada con químicos, incluso vehículos que han atropellado o aprisionado peatones y manifestantes en el marco de una protesta social. 

A pesar de todo ello, el Gobierno, el superior jerárquico de la institución, ha guardado silencio y ha permanecido en general al margen de las discusiones en torno a una intervención más severa y en una decisión sobre el mando superior de Carabineros de Chile, confundiendo la rendición de cuentas del director general con una cuestión política, donde la eventual caída del mando policial supondría un revés al mismo Ejecutivo. 

Lo que la ciudadanía esperaría sería un acto de genuino compromiso democrático y con los Derechos Humanos: el mantenimiento del general director a la cabeza de la institución es desde todo punto de vista una señal de indiferencia, por decir lo menos, a los valores que todas las prácticas y hechos descritos cometidos por la policía ponen en entredicho. La dignidad de las víctimas, de sus familiares y el respeto por la ley y los tratados internacionales no admiten el cálculo político. Las violaciones de los Derechos Humanos que se han permitido (esto es, por omisión, las autoridades civiles siguen permitiendo que ocurran en este país) son masivas, graves y ya claramente sistemáticas, en cuanto ninguna clara medida correctiva ha sido dispuesta desde la institución o desde el Gobierno, con resultados.

El desprestigio de nuestra policía solo redunda en el deterioro de todo el Estado y su juridicidad. Una policía que no cuenta con la confianza y el aprecio de los ciudadanos es, para todos los efectos prácticos, más una amenaza que una contribución. Es tiempo de ponerse manos a la obra.

Un ente llamado –conforme a su mismo estatuto constitucional y mandato legal– a “dar eficacia al derecho”, no puede operar al margen de la ley. Constatado lo anterior, se hace imperativo desde ya pensar no solo en cómo reformar la institución para superar este amargo trance, sino también en cómo dotar al país de una nueva policía, comprometida indisolublemente con los principios del Estado social y democrático de derecho y los Derechos Humanos que, de hecho, son objeto de debate en estos momentos en el país en el marco del proceso constituyente en curso.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias