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Inquietud, angustia, indignación y la falta de empatía de una elite sorda EDITORIAL

Inquietud, angustia, indignación y la falta de empatía de una elite sorda

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La indignación brota espontánea al comprobar que las personas no parecen estar en el centro del interés gubernamental. La mera postergación del pago de las cuentas de los servicios básicos no es solución, solo aplaza y complica el problema de los más desposeídos. No se entiende que el plan de defensa de puestos de trabajo propuesto por el Gobierno sea con cargo al seguro de cesantía y que cubre poco más de la mitad de la fuerza laboral, dejando fuera a los grupos informales y de mayor riesgo. Para colmo, el mismo Gobierno, a través de un dictamen de la Dirección del Trabajo, puso una bomba nuclear en manos de los empresarios para permitirles eludir sus compromisos laborales. Como ejemplo de exactamente lo contrario, Australia aprobó más de 80 mil millones de dólares para apoyar a las empresas precisamente para que puedan seguir pagando los salarios de sus trabajadores.


Inquietud, angustia, indignación. Esta es, en términos generales, la secuencia emocional de la ciudadanía al enfrentar la pandemia del COVID-19. La razón, hay que buscarla en la falta de empatía de la elite del país para enfocar como su centro el interés de las personas antes que buscar supuestos equilibrios macroeconómicos, sin tocar los paradigmas del abuso y las causas de la desprotección social.

Todo parece enfocado a una racionalidad de costo/beneficio y a quién se hace cargo de la cuenta final.

Transversalmente la elite usa los mecanismos institucionales de manera que no golpeen los fundamentos del lucro (¿o codicia?) y del mercado concentrado, que sustentan el sistema de poder en el país. El espíritu de cooperación y confianza que debe primar, según algunos columnistas, resulta una apelación al vacío, pues esos valores no son bienes públicos cultivados en la cultura nacional, sino bienes escasos, absolutamente depredados por un capitalismo salvaje sin trazas de humanidad.

Entonces, el problema no es el Mercado ni el Estado, sino los gobernantes y sus respuestas. Pedirles a los ciudadanos que, además de soportar injusticias, deudas y errores,  se allanen a actuar unidos tras el liderazgo de turno, “no importa cuán débil o altisonante nos parezca”, y con “humildad”, parece una burla. Es un sombrero al que solo le falta el conejo para hacer de la desgracia un gran acto de malabarismo político.

Lo primero que ha desnudado la crisis sanitaria es que el país no tiene previsión social y que los pobres han quedado desnudos de instrumentos de protección y  defensa en sus vidas cotidianas.

Las AFP, las Isapres y los bancos, inevitablemente, tendrían problemas si la mitad o más de los ciudadanos enferman o mueren, o el país se paraliza completamente. Pagan malas pensiones, lucran eludiendo el pago de obligaciones sanitarias o ejecutan rápidamente a los deudores o los reprograman, muchas veces, con enormes costos adicionales. Todo lo contrario a los esfuerzos de equilibrio que debieran hacer, para no aumentar el riesgo empresarial y del país donde viven.

Por eso la indignación, al comprobarse que toda la discusión sobre medidas a adoptarse para mitigar las penurias económicas y sanitarias de la población es a medias, que la información es a medias, y, lo más probable, dado el debate económico instalado, es que la cuenta final del país se prorratee entre toda la población, ricos y pobres por igual, manteniéndose el sistema de abuso.

Esta indignación brota espontánea al comprobarse que las personas no parecen estar en el centro del interés gubernamental. La mera postergación del pago de las cuentas de los servicios básicos no es solución, solo posterga el problema de los más desposeídos. Por su parte, no se entiende que el plan de defensa de puestos de trabajo propuesto por el Gobierno sea con cargo al seguro de cesantía que protege a los trabajadores y que cubre poco más de la mitad de la fuerza laboral y deja fuera a los grupos informales y de mayor riesgo. La informalidad ya es un problema de hiperdegradación económica en el país.

La situación obliga a medidas centradas en y para la gente. No se trata de la lógica de “Es la economía, estúpido”, sino de la que dice “Es tu vida, imbécil”. Incluida también “la vida de tus negocios”.

Un ejemplo de consecuencia capitalista y de mercado, lo acaba de dar Australia, que puso un filtro severo a las inversiones extranjeras, para defender a las empresas locales de intereses financieros predatorios y oportunistas. Y aprobó, además un paquete de más de 80 mil millones de dólares norteamericanos a las empresas que lo requieren para poder seguir pagando los salarios a su trabajadores.  En Chile, la primera medida de Gobierno fue un dictamen de la Dirección del Trabajo que puso una bomba nuclear en manos de los empresarios para eludir sus compromisos laborales y que ahora trata de borrar de cualquier manera. El daño está hecho.

En el país, las medidas parecen tomadas a mansalva y solo para capear el temporal, manteniendo la ética del lucro (¿codicia, más bien?). Sería grave que, dentro de un tiempo, la ciudadanía despertara de una pesadilla como la pandemia en medio de un infierno de deudas, incertidumbres de empleo y sin fondos a los que echar mano. Entonces a las pandemias del COVID-19 y del temor, podría seguir una de la indignación, como se advierte del tono en que circulan las opiniones en las redes sociales. Nadie está en condiciones hoy de calibrar cuán  exactamente estas reflejan el estado de ánimo de los ciudadanos.

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