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Pauperización Opinión

Pauperización

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Benito Baranda
Por : Benito Baranda Convencional Constituyente, Distrito 12
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Hoy las personas y familias nos diferenciamos fuertemente en Chile por el barrio donde habitamos. Así, en los sectores más excluidos y con mayor segregación social se encuentran aquellos que tienen menores ingresos, trabajos informales, un endeudamiento abultado, que viven en condiciones de hacinamiento o directamente en la precariedad. Ellos no ven en estos momentos que después de esta crisis sanitaria «serán mejores». Lo que están experimentando es temor, alta inseguridad y una angustiante incertidumbre. Enfrentan restricción en sus ingresos económicos, carencia de asistencia escolar y alta tensión en la convivencia familiar. La vida se les ha puesto muchísimo más dura.


Se ha escuchado con frecuencia que el llamado estallido social de octubre del 2019 y la actual pandemia «nos harán bien como país», que «seremos más austeros» o «estaremos luego más cercanos para preocuparnos unos de otros». Sin negar directamente esta reflexión, alimentada por pensamientos profundos y humanitarios, quisiera poner en una dimensión más inmediata y realista lo que nos ha ido ocurriendo.

Hoy las personas y familias nos diferenciamos fuertemente en Chile por el barrio donde habitamos. Así, en los sectores más excluidos y con mayor segregación social se encuentran aquellos que tienen menores ingresos, más trabajos informales (menos asalariados), un endeudamiento abultado, que viven en condiciones de hacinamiento y/o directamente de precariedad (campamentos). No solo enfrentan una deficiente atención de salud con reiteradas humillaciones (como las observadas en estos días), sino que están en sus hogares las personas mayores con múltiples deterioros, hay un número mayor de menores de edad y un porcentaje elevado de jóvenes que no están ni estudiando ni trabajando.

Para esas personas y familias no son suficientes los «pensamientos y reflexiones», no ven en estos momentos que «esto les haga bien» ni que «serán mejores luego de lo ocurrido». Lo que están experimentando es temor, alta inseguridad y una inmensa y angustiante incertidumbre. Enfrentan restricción en sus ingresos económicos, carencia de asistencia escolar y alta tensión en la convivencia familiar. La vida se ha puesto muchísimo más dura para ellas y ellos en estos meses.

[cita tipo=»destaque»]De los compromisos que progresivamente ha tomado el Estado de Chile para enfrentar los efectos sociales y económicos de esta pandemia, ya se ha analizado y hablado bastante. Poco se ha dicho de aquellos compromisos que desde la ciudadanía debemos tomar en este tiempo y luego en la salida de la crisis. En general, somos más prestos a quejarnos que a cambiar nuestro propio estilo de vida. En este sentido y considerando tanto la dimensión individual como la institucional, deseo simplemente recordar algunas lecciones que nos dejó la última gran crisis social y económica que experimentamos en Chile en la década de los 80, en plena dictadura.[/cita]

En octubre del 2019, en este mismo medio, me referí a la realidad que estaban enfrentando millones de personas en nuestro país. En el mes de noviembre preguntaba si frente a este estallido social estábamos dispuestos o no a un «nuevo trato», que no bastaba con manifestar el malestar, sino que había que actuar, señalando allí la complejidad que este implicaba, ya que afectaría la vida cotidiana de un alto porcentaje de personas. Así, se volvía fundamental encaminarse a un cambio cultural y a una nueva generación de políticas públicas con un paradigma diferente, con un renovado equilibrio entre lo colectivo e individual y con una decidida inclusión. Manifesté mis dudas acerca de la disposición social mayoritaria a realizar estas transformaciones, pues implicaba renuncias, ajustes y vivir socialmente más integrados.

Hoy enfrentamos la amenaza de una recesión económica. En los hechos, ya estamos viviendo un tiempo de pauperización que se está manifestando en lo que ocurre en nuestras poblaciones y campamentos, en las villas y barrios, afectando a cada rincón de Chile y también al mundo. En el caso de América Latina, donde desde el 2014 vivimos un aumento de la pobreza y de la pobreza extrema, hoy nos toca enfrentar esta pandemia en un período frágil de nuestras naciones, con una alta precariedad en la vida de extensos grupos y con políticas sociales aún en construcción.

Por lo tanto, lo que algunos experimentan como una ‘buena oportunidad’, para otros les daña con dureza sus vidas, produce severos trastornos en la existencia de las familias y comunidades. Con crudeza, el tiempo ha demostrado que ellos son arrastrados en las décadas siguientes a una vida tensa, compleja y con heridas. Los tiempos que vivimos no requieren solo de la realización de los cambios necesarios, que ya se evidenciaron en octubre del año pasado y que no pueden ser postergados. Los actuales tiempos requieren también plantearnos preguntas que exigen una introspección y una toma de posición tanto personal como social.

Algunas de ellas me siguen acuciando: ¿transformaremos nuestro estilo de vida, lograremos avanzar hacia una vida más sencilla, menos individualista y más comunitaria?, ¿se cambiará radicalmente la política habitacional?, ¿hasta cuándo los jóvenes marginales seguirán abandonados, pateando piedras?, ¿dónde pueden recurrir los más excluidos que enfrentan problemas de salud mental?, ¿cómo recuperarán el capital los comerciantes, empresarios, todos quienes tienen empleos informales, etc.? Por ahora el Gobierno ha puesto en marcha una batería de políticas para enfrentar parte de estas encrucijadas. Todos esperamos que continúen en esa línea ante el cambiante escenario que estamos enfrentando.

De los compromisos que progresivamente ha tomado el Estado de Chile para enfrentar los efectos sociales y económicos de esta pandemia, ya se ha analizado y hablado bastante. Poco se ha dicho de aquellos compromisos que desde la ciudadanía debemos tomar en este tiempo y luego en la salida de la crisis. En general, somos más prestos a quejarnos que a cambiar nuestro propio estilo de vida. En este sentido y considerando tanto la dimensión individual como la institucional, deseo simplemente recordar algunas lecciones que nos dejó la última gran crisis social y económica que experimentamos en Chile en la década de los 80, en plena dictadura.

De ese período aprendimos, en relación con el aumento de la pobreza y sus consecuencias generacionales posteriores, que la participación debe ser el núcleo de la estrategia de enfrentamiento de la pauperización que viene, ya que con ella aseguraremos una salida conjunta, un esfuerzo colectivo, donde las cargas y los logros sean compartidos, evitando que se amplíen las desigualdades. Con un gobierno dictatorial, naturalmente no hubo participación y las personas no fueron escuchadas. Solo como ejemplo, me gustaría recordar a los millares de familias a las que se obligó a erradicarse, precarizando aún más sus vidas y destruyendo proyectos existenciales de cientos de miles de personas.

Como segundo aprendizaje, no podemos acentuar –en medio de la pauperización– la segregación residencial, sino por el contrario, urge acelerar la proximidad, porque sin ella será poco factible movilizar desde la empatía el «sentimiento de justicia». Sabemos con certeza que, en la crisis anterior, las erradicaciones dañaron por generaciones a familias y comunidades.

La tercera lección que deseo destacar es que resulta fundamental que, ante la pauperización, no repitamos la denigración humana con planes de empleo que vulneran la dignidad de las personas, deterioran su autopercepción y generan mayor resentimiento social, dejando cicatrices que hasta el día de hoy perduran en sus consecuencias. Tengo en la memoria las escenas dantescas del Programa de Empleo Mínimo (PEM) y del Programa Ocupacional para Jefes de Hogar (POJH) en nuestras poblaciones.

En cuarto lugar y para finalizar, en medio de una pauperización es apremiante sostener los servicios del Estado vinculados a los derechos esenciales de las personas, en particular la salud y la educación. Considero, como lo he reiterado en múltiples oportunidades, que es fundamental desencadenar una batería de programas para niños y jóvenes que están fuera del sistema educacional y de las redes laborales, de lo contrario los efectos posteriores se manifestarán por décadas, como lamentablemente nos ocurrió antes. Aun hoy conocemos a personas que, habiendo vivido la crisis de los 80 en esa situación, no lograron jamás alcanzar una inclusión social y una existencia digna y el daño causado quedó grabado para siempre.

En el tiempo que viene y que debemos enfrentar juntos, aprendamos de lo que nos sucedió hace algunas décadas y seamos capaces como cuerpo social de modificar la manera de actuar, comportarnos y de gobernar, para que no solo superemos rápidamente la crisis, sino también podamos decir con certeza que «nos ha hecho bien, somos mejores personas y un país más cohesionado y justo».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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