Lo que ha quedado claro con los proyectos del Gobierno es que, si hay personas que se hunden en la miseria, incluso a causa de una emergencia sanitaria como la actual, no es responsabilidad del Estado asegurar su situación. Cualquier demanda por un mayor gasto público, incluso si es para evitar literalmente el hambre, se descalifica de inmediato como una irresponsabilidad, un gesto populista o un ideologismo extremo. Lo que resulta más extraño es que, en paralelo, se hace gala de una lenidad total con respecto a las grandes empresas. Cualquier exigencia, restricción o resguardo para evitar abusos y aprovechamientos maliciosos de la ley, son considerados atentatorios contra la libertad, discriminatorios o anticonstitucionales. Parece que vivieran en otro mundo, un mundo sin colusiones, créditos usurarios y abusos de todo tipo.
La respuesta del Gobierno frente a la grave crisis económica derivada del coronavirus, ha vuelto a poner de manifiesto la necesidad imperiosa de un nuevo pacto social.
La Ley de Protección al Empleo constituye el primer ejemplo de ello. Se plantea como una iniciativa para proteger a los trabajadores vulnerables, pero, en la práctica, protege más bien a las empresas, permitiéndoles mantener su planta de trabajadores, ahorrándose onerosos procesos de despido y recontratación posterior. Sin embargo, el costo lo paga el trabajador, a través de su propio seguro de desempleo, en tanto a las empresas no se les exige nada, ni siquiera prohibir el retiro de utilidades.
Más significativo que lo anterior, resulta el monto consignado por la ley para los trabajadores: un 70% del sueldo el primer mes, un 55% el segundo y un 45% el tercero. Es decir, para un sueldo promedio de $ 500 mil, un trabajador recibirá el primer mes $ 350 mil; el segundo mes, $ 275 mil; y el tercer mes $ 225 mil. Una familia de cuatro personas, con un solo ingreso, no puede subsistir con esto, probablemente ni siquiera podrá cumplir con las cuarentenas. En rigor, la ley condena a muchas familias a la pobreza, quizás a la indigencia. Este asunto no parece preocupar mucho a nadie, simplemente se da por descontado que es el costo que la gente tiene que pagar producto de la pandemia.
El Proyecto de Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) que impulsa el Gobierno repite la misma lógica. En la práctica, no está diseñado para mantener a las personas por sobre la línea de la pobreza, sino solo como un aporte o salvavidas precario para sobrevivir.
De nuevo, considerando un hogar promedio de cuatro personas, el IFE planteado por el Gobierno contempla un monto de $260 mil el primer mes, $ 221 mil el segundo mes y apenas 182 mil el tercer mes. Para un hogar que no cuenta con otro ingreso, se trata literalmente de montos de miseria, de hambre.
Más allá de sus rostros afables y un discurso aparentemente conciliador y bienintencionado, los ministros del ramo simplemente se han negado a moverse de estas cifras, al punto que el Gobierno ha terminado por recurrir a la herramienta del veto presidencial. Tratándose de un país OCDE, con 20 mil dólares per cápita y capacidad de endeudamiento, resulta muy difícil comprender una porfía que, a ciencia cierta, sumirá a miles de familias en la miseria.
Vislumbro tres razones para explicar esta estrategia, que resulta tan característica de nuestro “modelo” de sociedad.
La primera tiene que ver con un ideologismo extremo de libre mercado. El Estado no es visto como un garante de la dignidad básica de las personas, sino solo como un regulador del mejor funcionamiento del mercado: que cada cual se rasque con sus propias uñas.
Si hay personas que se hunden en la miseria, incluso a causa de una emergencia sanitaria como la actual, no es responsabilidad del Estado asegurar su situación. Cualquier demanda por un mayor gasto público, incluso si es para evitar literalmente el hambre, se descalifica de inmediato como una irresponsabilidad, un gesto populista o un ideologismo extremo y maquiavélico de la izquierda.
Lo que resulta más extraño es que, en paralelo, se hace gala de una lenidad total con respecto a las grandes empresas. Cualquier exigencia, restricción o resguardo para evitar abusos y aprovechamientos maliciosos de la ley, son considerados atentatorios contra la libertad, discriminatorios o anticonstitucionales. La empresa es vista como una entidad sacrosanta, intocable, contra la cual cualquier sospecha puede surgir solo de un maligno resentimiento de clase. Parece que vivieran en otro mundo, un mundo sin colusiones, créditos usurarios y abusos de todo tipo.
Al final, la pandemia ha puesto de manifiesto con más claridad que nunca la ideología de libremercado a ultranza que gobierna el país. Una ideología que rinde pleitesía a las empresas y que hace la vista gorda a los abusos y la obscena acumulación de capital, al tiempo que soporta en cambio, sin el menor pudor, que grandes masas vulnerables se mantengan en la total indefensión.
La segunda razón tiene que ver con el diseño de nuestro sistema democrático. Todas las personas que acusan una supuesta “irresponsabilidad” de aumentar el IFE y defienden la austeridad fiscal, ya sea desde los medios de comunicación, los centros de estudios y los comités de expertos, no pertenecen, desde luego, al 60% más vulnerable para quien está diseñado el beneficio. Probablemente, de hecho, pertenezcan al 10% más rico, si me apuran, al 5%.
Desde este cómodo pináculo es muy fácil considerar que $ 300 mil mensuales es muy alto, que es irresponsable subirlo, que hay que guardar para después, etc., etc. En la mayor parte de los casos hablan “de oídas”, mirando frías planillas de cálculo o, peor aún, simplemente plegándose a un discurso dominante en una determinada clase, sector o grupo de poder.
El grupo afectado, por otra parte, no tiene acceso a los medios de comunicación, para no hablar de la toma de decisiones. Tampoco tienen posibilidad de contratar eficientes y lucrativas empresas de lobby para representar sus intereses frente al Gobierno o el Parlamento.
De seguro, la tramitación del Ingreso Familiar sería muy distinta si estuviera a cargo de una instancia o mesa social, compuesta por alcaldes, representantes gremiales, sociales, juntas de vecinos, etc. Es decir, gente “común y corriente”; los que recibirán el beneficio. Pero ese tipo de instituciones democráticas no existen en nuestra sociedad, tienen más poder los académicos, empresarios y grupos de interés, que los verdaderos afectados por las políticas públicas.
Ni siquiera se trata de una crisis de la “democracia representativa” (en oposición a una democracia más “directa”), es peor aún, porque se trata de grupos que ni siquiera están representados, están excluidos del poder, y del debate. Se legisla “para” ellos, no “con” ellos, menos “por parte” de ellos. Ellos siempre son “objeto” de la política pública, nunca el sujeto.
La tercera razón, que brinda sustento a las anteriores, es cultural. En el fondo, todavía nos parece normal como sociedad, que un grupo importante de la población simplemente pase hambre a parir de esta crisis. No hay verdadera urgencia ni indignación frente a este problema, no nos resulta inaceptable, estamos dispuestos a tolerarlo como sociedad.
De alguna forma, hemos validado históricamente en Chile una situación de subordinación y abuso de un grupo muy grande de la población, al cual no se le concede en toda su extensión la categoría de ciudadanos, con derechos básicos garantizados. Nos gusta acercarnos a ese grupo (y a este tipo de problemas) a través de campañas solidarias, grandes fanfarrias que apelan a la emocionalidad y la unión nacional, pero nos cuesta mucho más conferirles sobriamente una dignidad básica a través de políticas públicas de acceso universal.
Este tipo de subordinación tácita que se pretende imponer es precisamente lo que hizo crisis el 18 de octubre pasado. En el fondo, el estallido social es un reacomodo violento de la matriz cultural de un Chile que ha cambiado y que la institucionalidad política del país ya no puede contener. La demanda de “dignidad” no es otra cosa que una demanda por una relación más horizontal, de igual a igual, entre las mayoría sociales y el sistema político que toma las decisiones por y para ellas.
Estrategias como la Ley de Protección al Empleo y el Ingreso Familiar de Emergencia, con su desnivel a favor de las grandes empresas y los discursos ideológicos enarbolados por una minoría, y en desmedro de los más vulnerables, ponen de manifiesto una vez más la necesidad de un nuevo pacto social. Uno que provea una relación más democrática, en la que el objetivo compartido sea la dignidad, no la miseria disfrazada.