El sistema político heredado de la dictadura y gestionado durante la transición, logró entregarle estabilidad al país, dada por el sistema binominal, que incentivaba una correlación de fuerzas similar entre izquierda y derecha. Pero esto se pagó con una lenta y constante caída del prestigio de la clase política: las elecciones eran ganadas por los príncipes de la izquierda y la derecha, que dependían de sus conexiones partidistas para asegurar sus cupos y limitar la competencia interna. Esto transformó a los políticos en una clase aparte, sin mayor vínculo con sus representados. Para mantener un país estable y democrático es necesario prestigiar la política y los sistemas políticos de países desarrollados parecen no adecuarse a nuestra cultura. Es necesario buscar, entonces, algún valor transversal que articule el sistema político y asegure una convivencia pacífica.
Aunque hoy el tema público más relevante es evitar todas las muertes asociadas al COVID-19, es también una oportunidad para reflexionar. Cuando la crisis sanitaria termine, renacerá el proceso constituyente, una demostración de lo incómodos que nos sentimos con nuestro sistema político. En ese sentido, es bueno recalcar que algunos se adecuan más a la cultura nacional que otros y permiten manejar mejor distintos escenarios.
Es posible distinguir por lo menos tres aspectos culturales a los que se tiene que acomodar un sistema político: a) el nivel de confianza institucional y en qué está basada; b) la forma en que se entiende la ley; y c) las bases sobre las que se construyen las sensibilidades políticas.
Respecto al nivel de confianza institucional, su origen es lo que permite darle sustento al poder. Un ejemplo curioso es el caso de Reino Unido, en que la confianza en la monarquía permite entregarle poder con bajísimos contrapesos al gobierno de turno. En este sistema, el Parlamento elige al Gobierno y, por lo tanto, tiene la capacidad de cambiar la legislación para beneficiarse en el futuro. No lo hace porque, si esto pasara, el rey o reina tendría la capacidad legal y el apoyo popular para terminar con el Gobierno en cuestión. Por otro lado, la monarquía solo puede actuar en momentos excepcionales para no arriesgar que el Parlamento la remueva de sus funciones y se acaben sus beneficios.
Respecto a la forma en que se entiende la ley, esta es fundamental para ordenar un país, pero también para generar el prestigio que las autoridades requieren para detentar el poder cuando es necesario. Hay culturas que entienden la ley como reglas que deben ser cumplidas y otras como una declaración de buenas intenciones.
Una ley que suena bien, pero no es fiscalizada, es criticada en los primeros y celebrada en los segundos. Por lo mismo, el acto de legislar puede ser entendido como la redacción de normas que serán fiscalizadas –y, por lo tanto, no pueden ser excesivas– o como una recopilación del sentimiento ciudadano. Un ejemplo inusual está dado por las autopistas alemanas, en que no existe un máximo de velocidad. Muchos alemanes creen que fiscalizar la alta velocidad de forma seria requiere gastar cuantiosos recursos en pórticos y tecnología, siendo el beneficio marginal, ya que confían en sus compatriotas y en que las instituciones que entregan permisos de conducir hacen bien su trabajo.
Respecto a la historia de sensibilidades políticas, esta configura los límites que resiste una democracia. Si en un país el 60% de las personas configura su sensibilidad política en torno a ser de un cierto color de piel, y compartir el poder con alguien distinto es anatema, será necesario configurar con mucho cuidado un sistema político para que exista alternancia en el poder. Esto, ya que, si la mayoría se divide en dos, ganará la minoría y, si no se divide, es imposible la alternancia.
Es necesario tomar en cuenta las sensibilidades histórico-culturales para asegurar la alternancia en el poder. Un ejemplo interesante es el sistema político de los Países Bajos, en que la población estaba dividida de acuerdo con si se era calvinista, católico, socialista o capitalista agnóstico. Para asegurar la estabilidad del país, las élites de cada uno de estos subgrupos negociaron un sistema para compartir el poder. Es decir, crearon un sistema político más consensuado que competitivo.
Analizando el caso chileno, nos encontramos con una cultura en que: a) la confianza se deposita en las personas (especialmente en familiares) y no en las instituciones ni en el prestigio; b) celebramos las leyes como una declaración de buenas intenciones y no esperamos que estas sean fiscalizadas (por ejemplo, la ley de velocidad máxima dentro de las ciudades); y c) las sensibilidades políticas se correlacionan con nuestras históricas divisiones sociales. Como la ley es valorada según su intencionalidad y no según sus efectos, no existe una minoría de indecisos capaz de decidir las elecciones parlamentarias (pero sí las ejecutivas).
En este sentido, el sistema político heredado de la dictadura y gestionado durante la transición, logró entregarle estabilidad al país, dada por el sistema binominal, que incentivaba una correlación de fuerzas similar entre izquierda y derecha. Pero esto se pagó con una lenta y constante caída del prestigio de la clase política: las elecciones eran ganadas por los príncipes de la izquierda y la derecha, que dependían de sus conexiones partidistas para asegurar sus cupos y limitar la competencia interna. Esto transformó a los políticos en una clase aparte, sin mayor vínculo con sus representados.
Para mantener un país estable y democrático es necesario prestigiar la política y los sistemas políticos de países desarrollados parecen no adecuarse a nuestra cultura. Es necesario buscar, entonces, algún valor transversal que articule el sistema político y asegure una convivencia pacífica.