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La horrenda matanza de la Coruña Opinión

La horrenda matanza de la Coruña

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El 05 de junio de 1925 se llevó a cabo en Chile uno de los peores genocidios del Siglo XX en tiempos de paz. Por orden del ministro de guerra de la época, Carlos Ibáñez del Campo y del Presidente de la República, Arturo Alessandri, el Ejército atacó la oficina salitrera de la Coruña para aplacar una protesta que buscaba rebajar la jornada laboral a 8 horas. Asesinaron a 2.000 personas, entre hombres, mujeres y niños como una ‘medida de escarmiento para rotos alzados’. Esta ola represiva prefiguró la imposición de la Constitución de 1925.


La ola represiva que prefiguró la imposición de la Constitución de 1925 tuvo su punto más alto con la feroz masacre efectuada en diversas oficinas de la pampa salitrera (particularmente en La Coruña) en la pampa del Tamarugal el 5 de junio de ese año, en el marco del Estado de Sitio ya declarado en Tarapacá.

Específicamente, ella fue precedida por un telegrama del ministro de Guerra Ibáñez a la máxima autoridad militar en Iquique, el general Florentino de la Guarda, en que le “advertía” que se estaba preparando un “movimiento subversivo de carácter comunista” y que de ser efectivo, “es indispensable desde el primer momento apresar cabecillas” y “censurar la publicidad verbal y escrita” (Carlos Charlín.- Del avión rojo a la República Socialista; Edit. Quimantú, 1972; pp. 116-7).

Luego, con ocasión de la publicación en un periódico comunista de Iquique de la detención e internación en un barco de 40 obreros por tratar de hacer una manifestación; de la Guarda “ordenó inmediatamente empastelar (destruir) la imprenta, destruir los ejemplares que estaban listos para subir a la Pampa, y detener a los redactores” (Carlos Vicuña.- La tiranía en Chile; Edic. LOM, 2002; p. 320). Una comisión de obreros subió a la Pampa a informar de todo esto, producto de lo cual se generó una huelga general en Iquique y en numerosas oficinas salitreras. Como resultado de confusos incidentes, manifestantes exaltados mataron, según diversas versiones una (Carlos Vicuña), dos (La Revista Católica) o tres (Gonzalo Vial y Enrique Monreal) personas; y luego se produjo una toma general de oficinas.

La recuperación de ellas se hizo a sangre y fuego, con cañones y ametralladoras, siendo la más bombardeada la oficina La Coruña. Según Charlín, “las matanzas de obreros en La Coruña, Alto San Antonio, Felisa y otros lugares de esa pampa de la desgracia son páginas que horripilarían a un escritor de novelas de terror. Se hizo derroche sanguinario de lo que denominaban ‘medidas de escarmiento para rotos alzados’. En La Coruña no quedó hombre ni mujer ni niño con vida. Se les diezmó con granadas de artillería disparadas a menos de trescientos metros y, pese a las banderas de rendición, no se tomaron prisioneros” (p. 118). A su vez, de acuerdo a Gonzalo Vial, “sobrevino luego (de los bombardeos) una severísima represión, que dio origen –incluso- a un término siniestro, el ‘palomeo’, dispararle a un trabajador lejano, cuya cotona blanca y salto convulsivo –cuando era alcanzado por el tiro- le daban el aspecto de una paloma en vuelo” (Historia de Chile (1891-1973); Volumen III, Edit. Zig-Zag, 1996; p. 248).

El número de muertos fue altísimo pero indeterminado. La prensa popular habló de 2.000. Según Peter DeShazo, “los diplomáticos británicos estimaron que entre 600 a 800 trabajadores fueron muertos en la masacre, mientras que el ejército no sufrió bajas” (Urban Workers and Labor Unions in Chile 1902-1927; The University of Wisconsin Press, 1983; p. 227). Carlos Vicuña señaló que “todas las voces hacían subir de mil los hombres muertos. Algunos me aseguraron que llegaban a mil novecientos” (Ibid; p. 322).

Ricardo Donoso se refirió a una “pavorosa matanza” que causó “centenares de muertos y heridos” (Alessandri, agitador y demoledor. Cincuenta años de historia política de Chile, Tomo I; Fondo de Cultura Económica, México, 1952; p. 408). Julio César Jobet sostiene que “los que estuvieron en aquella zona y conocieron las peripecias de este drama, afirman que fueron masacrados 1.900 obreros; pero otros testigos oculares estiman en más de 3.000 el número de víctimas” (Ensayo crítico del desarrollo económico-social de Chile; Edit. Universitaria, 1955; p. 172).

Brian Loveman los cifra en “más de 1.200 trabajadores” (Chile. The legacy of Hispanic Capitalism; Oxford University Press, New York, 1988; p. 220). Y Simon Collier y William Sater hablan de una “salvaje masacre” de “centenares” de obreros salitreros (A History of Chile, 1808-1994; Cambridge University Press, New York, 1996; p. 212).

En cualquier caso, es seguro que constituye, por poco, la segunda peor masacre puntual del siglo XX chileno luego de la de Santa María de Iquique; y que alcanza también el triste registro de ser una de las mayores matanzas de la historia de la humanidad en tiempo de paz… Además, la represión no terminó allí. Vial nos cuenta que “paralelamente, una ola de arrestos de caudillos laborales se abatía sobre las provincias calicheras. De Antofagasta, v. gr., llegaban por el ferrocarril a Santiago, el 20 de junio, 300 familias en ‘completa indigencia’; venían expulsadas de distintas oficinas, sin que les afectaran cargos concretos. Ocuparon los antiguos albergues de cesantes” (Ibid; p. 248). Asimismo, más de 40 dirigentes comunistas y anarquistas de la provincia de Antofagasta fueron llevados detenidos al crucero Zenteno, surto en aquel puerto, y se les procesó militarmente (Ibid; p. 248), siendo condenados a varios años de relegación en diversas islas, aunque fueron luego indultados por Alessandri con motivo de las fiestas patrias (ver Vial, p. 248; y Vicuña, pp. 327-8 y 332).

Por otro lado, se trasladó en barcos al centro del país a multitud de otros detenidos, sufriendo torturas y pésimas condiciones de reclusión (ver Vial, pp. 248-9; y Vicuña, p. 322). Además, dada la escasez de noticias viajó a Iquique Elías Lafertte, en representación de la FOCH. Allí, fue detenido e incomunicado por dos meses y medio (ver Elías Lafertte.- Vida de un comunista; Edit. Austral, 1971; p. 181). Y la escalada represiva no se restringió al norte. El 10 de junio Alessandri “declaró en estado de sitio la zona del carbón para liquidar huelgas que habían empezado en mayo”. Asimismo, “la policía incrementó su campaña de infiltración y espionaje en los sindicatos de Santiago y Valparaíso”; y “oficiales del Ejército comenzaron a censurar la prensa obrera” (DeShazo; p. 227).

A su vez, la feroz matanza de La Coruña originó sendos telegramas de congratulaciones al general de la Guarda, de parte de Alessandri e Ibáñez. Alessandri le decía: “Agradezco a US., a los jefes, oficiales, suboficiales y tropas de su mando los dolorosos esfuerzos y sacrificios patrióticamente gastados para restaurar el orden público y para defender la propiedad y la vida injustamente atacadas por instigaciones de espíritus extraviados o perversos” (El Mercurio; 9-6-1925). E Ibáñez (¡un día antes!) lo congratulaba “felicitando a US. y a sus tropas por el éxito de las medidas y rápido establecimiento orden público. Lamento la desgracia de tanto ciudadano, sin duda, gran parte inocentes. Espero continúe su obra, aplicando castigo máximo a cabecillas revuelta y aproveche ley marcial para sanear provincia de vicios, alcoholismo y juego principalmente” (El Mercurio; 8-6-1925).

Asimismo, toda la prensa del establishment justificó la masacre. El Mercurio, la explicó como “producto de la necia agitación comunista provocada en esa región hace pocos días”; y agregó incluso que “recién terminada la estéril y dolorosa jornada (…) un numeroso grupo de obreros se acercó al general don Florentino de la Guarda (…) posiblemente muchos de ellos compañeros de los mismos que cayeron bajo las balas de los que defendían la propiedad y el orden” y “le agradecieron (sic) al general de la Guarda su actuación en la jornada” (10-6-1925).

La Revista Católica (ultraconservadora en ese tiempo) consideraba como el origen último de la masacre “la criminal propaganda comunista, que agentes rusos y peruanos hacían entre el elemento obrero de las salitreras de Pisagua”; y que “como en Chile no hay ningún pretexto, como hay en otras partes, para levantar bandera contra la propiedad y el capital, pues hay abundancia de trabajo bien retribuido, y todos gozamos de amplias libertades, los agitadores son doblemente criminales” (20-6-1925). Y La Nación (supuestamente más progresista) afirmaba que “un desatinado y temerario espíritu de reivindicación social levantó y arrojó contra la propiedad y el orden a una masa de obreros que escuchó la palabra engañosa de sus jefes”; y que “es esta precisamente la más noble misión del ejército: asegurar la tranquilidad en el interior, porque a su sombra todos se encuentran garantidos y todos pueden ejercitar libremente sus derechos. Es su misión y es su deber” (11-6-1925).

Incluso, un intelectual crítico de la oligarquía como Joaquín Edwards Bello justificó la matanza -¡y con qué énfasis!- al señalar que “es lamentable de todo punto de vista que el Ejército se haya visto obligado a dar una lección práctica de artillería con sus propios hermanos (…) Nadie, nadie que tenga conciencia podrá reprobar la actitud del Ejército. Se trata de un intento subversivo que nada justificó, porque actualmente tenemos el gobierno más sensible al pueblo. Ha surgido (…) un Ministerio de Higiene y Previsión Social, único en el mundo, y que podría ser imitado en Italia (Mussolini), España (el general Primo de Rivera) e Inglaterra. Está empeñado nuestro gobierno en darnos Constitución nueva, que consulte las aspiraciones de la mayoría (…) En todos los aspectos de nuestra vida se nota el ascenso al bienestar, la marcha a una renovación benéfica, cuando un grupo de ilusos predicadores ha lanzado a algunos obreros del norte por los caminos del desorden por el desorden (…) Sea esta sangre anunciadora de una nueva era de autoridad. Un Gobierno eficiente en todo sentido, debe ser el árbitro de las dificultades de los obreros. En Rusia, en pleno régimen comunista, el Gobierno se reserva el derecho soberano de dirigir al pueblo. Las huelgas han desaparecido del antiguo imperio de los zares” (La Nación; 10-6-1925).

A su vez, el futuro canciller de Ibáñez, Conrado Ríos Gallardo, señalaba de un modo completamente revelador del proyecto de la clase media de la época (de la que Ríos fue un eximio exponente) que “la situación económica del proletariado es inmejorable y su situación ante las leyes, extraordinaria. Chile es de los pueblos que tiene legislación social más avanzada (…) De ahí por qué no comprendemos la existencia del comunismo en nuestro país. Ha nacido debido a la falta de autoridad y a una libertad mal entendida. La libertad que existe en Chile, no existe en ninguna otra parte del mundo. En ningún país se permite que al pie de los monumentos de los héroes, se injurie a la patria y a sus instituciones más queridas. Debemos empezar a reaccionar. El comunismo ha arrojado un guante rojo. Puede llegar el momento que sea recogido por un guante tricolor. Dos representantes de la autoridad han quedado tendidos boca abajo en la arena como consecuencia de ese reto. Tenemos la tiranía de la minoría sobre la mayoría (…) El comunismo puede colocarnos a las puertas del fascismo. No deseo ni lo uno ni lo otro. Ambas son tiranías. Pero entre las dos: ¡soy fascista!” (La Nación; 9-6-1925).

Otro hecho que sorprende, dada la magnitud de los sucesos, es el temprano manto de olvido que se quiso extender sobre ellos. Así, en el minucioso relato de centenares de páginas que el general Mariano Navarrete hizo en 1926 sobre los eventos de aquellos años (Mi actuación en las Revoluciones de 1924 y 1925; Centro de Estudios Bicentenario; 2004) no aparece ninguna mención de la masacre. Peor aún, el connotado político radical muy cercano a Pedro Aguirre Cerda, Alberto Cabero, escribiendo también en 1926, no solo no la mencionó sino que se quejó de “la lucha de clases, excitada por el encarecimiento de la vida, las incitaciones del proselitismo y la aguijadura que el populacho recibió de la acción irresoluta y pusilánime de los gobiernos de facto” (Chile y los chilenos; Edit. Lyceum, 1948; p. 285).

Aunque escritos mucho después, es sintomático también que dos actores “revolucionarios” del período no mencionen siquiera tal brutal masacre. Se trata de quien fue presidente de la Junta Revolucionaria de enero de 1925, Emilio Bello, en su obra Recuerdos Políticos. La Junta de Gobierno de 1925. Su origen y relación con la reforma del régimen constitucional (Edit. Nascimento), publicada en 1954. Y del entonces secretario político de Alessandri y posterior ministro del Interior y Agricultura de Aguirre Cerda, Arturo Olavarría Bravo, en su obra Chile entre dos Alessandri (Edit. Nascimento, Tomo I), publicada en 1962.

Pero sin duda que lo que más impacta es el silencio total sobre dicha matanza efectuada por connotados historiadores chilenos en épocas mucho más recientes. Es el caso de Patricio Estellé, Osvaldo Silva Galdames, Fernando Silva Vargas y Sergio Villalobos en su Historia de Chile (Edit. Universitaria, Tomo 4, 1861-1970; 1974); de Mario Góngora, en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX (Edit. Universitaria, 1986); de Mariana Aylwin, Carlos Bascuñán, Sofía Correa, Cristián Gazmuri, Sol Serrano y Matías Tagle en su Chile en el siglo XX (Edit. Planeta, 1990); y de Sofía Correa, Consuelo Figueroa, Alfredo Jocelyn-Holt, Claudio Rolle y Manuel Vicuña en su Historia del siglo XX chileno (Edit. Sudamericana, 2001).

Evidentemente que una omisión tan significativa distorsiona profundamente la percepción que tenemos de la historia de Chile; y, particularmente, del período crucial en que se asentó el régimen político-social generado en 1925, y en que se escamoteó –como ya es costumbre- una Asamblea Constituyente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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