El COVID-19 ha dejado claro que el Estado puede y debe intervenir los mercados para preservar la vida, y que una economía social y comunitaria debiese ser la forma que nos demos para proyectar el buen vivir. La verdad de los mercados es que no son ni entidades divinas asociales, ni verdaderamente autorregulados. Su paradoja es, de hecho, que todos ellos son planificados: están sujetos a decisiones humanas. Su deber es subordinarse a las necesidades colectivas y no al revés.
Pensar en un mercado subordinado a las necesidades humanas y no en uno que subordina a las mismas, suena escandaloso. Luego del estallido social, el COVID-19 dejó en evidencia el fracaso del mercado como único asignatario de bienestar, mostrándonos que la realización del interés individual solo es posible bajo la vida en común, la codependencia y los cuidados.
Lo que sabemos hasta hoy es que la crisis política y económica es global y se mantendrá abierta por años. El tipo de sociedad en la que vivimos no saldrá indemne y los efectos de las turbulencias pueden ser graves para las mayorías desprotegidas, pues sus aristas son tan multifactoriales como estructurales.
El centro del conflicto cobija una nueva oportunidad para la humanidad; un cruce de caminos entre nuevas fórmulas económicas de cuidado, pero, también, el reacomodo del ya conocido derecho a la propiedad acumulada.
El doble movimiento de las sociedades capitalistas –la mercantilización de las personas y su entorno, y la resistencia de la sociedad contra la misma– parece llegar a un punto de quiebre donde el golpe de la pandemia acelera violentamente el malestar y la falta de incidencia política de las mayorías. La revuelta en EE.UU. es un buen ejemplo, porque en el corazón del sueño americano se libra una batalla contra las expresiones coloniales más violentas de un tipo de globalización, que implosiona por la segregación y falta de protección de quienes siempre han sido los últimos en la fila. Se dice poco, pero en realidad el éxito total del neoliberalismo solo es alcanzable a costa de una asfixia tal que nos autodestruye. Y lo que estamos viviendo es un punto de inflexión.
En Chile, a diferencia de otros países de la región, la crisis encuentra en el proceso constituyente un lugar preferente para, al menos, movilizar las esperanzas. La pugna por la filosofía del modelo cuenta con una ventana institucional desde donde pujar nuevas relaciones entre el Estado, los privados y la comunidad, cuyo resultado favorable dependerá de la sinergia entre las fuerzas vivas de la sociedad con los nuevos proyectos de cambio que no terminan de constituirse. La victoria sobre la hegemonía del mercado es posible, pero requiere de creatividad y dejar de mirar el solo crecimiento del Estado como una receta que todo lo arregla. Más todavía hoy, a la luz de que este ha sido una herramienta fundamental para consolidar la mercantilización de la vida.
Superar el individualismo neoliberal requiere un nuevo pacto de solidaridad que aprenda de la actual crisis global, incluyendo la desintegración de aquellas democracias liberales y Estados de bienestar acosados por la irrupción de los populismos ultraconservadores. Para dar el salto no basta modificar la matriz tributaria, ganarle a la subsidiariedad o dar liquidez a las pequeñas empresas. Transitar hacia una economía comunitaria y del cuidado implica reconocer en la otredad una proyección de lo que somos, promoviendo el protagonismo, la capacidad de incidir y de existir públicamente que tenemos. Es reconocer el trabajo reproductivo, corregir las inequidades territoriales por contaminación ambiental, potenciar la pluralidad de identidades y crecer macroeconómicamente con una participación colectiva en la producción y la seguridad social.
Una sociedad que se construye desde la comunidad y los cuidados entiende que no hay libertad posible sin un encuentro honesto, ofreciendo las herramientas necesarias para dialogar, compartir y convivir fuera de la lógica de la competencia, colocando en el centro el bienestar y el buen vivir. Con esto, no olvidamos la cuestión del poder, sino al contrario: el principio comunitario y la economía del cuidado son los fundamentos de una democracia radical, que entregue la soberanía arrebatada –del país y de los cuerpos– de vuelta al pueblo.
Para las nuevas fuerzas de cambio, el COVID-19 ha dejado claro que el Estado puede y debe intervenir los mercados para preservar la vida, y que una economía social y comunitaria debiese ser la forma que nos demos para proyectar el buen vivir. La verdad de los mercados es que no son ni entidades divinas asociales, ni verdaderamente autorregulados. Su paradoja es, de hecho, que todos ellos son planificados: están sujetos a decisiones humanas. Su deber es subordinarse a las necesidades colectivas y no al revés.
Bajo el camino que hasta aquí hemos recorrido no hay prosperidad y justicia posible. El fin del modelo económico actual ya no es la discusión, sino el carácter que tendrá su transformación.