Por su propia naturaleza, estos estados de emergencia consideran medidas excepcionales, incluso la limitación de derechos constitucionales: cierre de fronteras, afectación a los derechos de circulación y reunión, también restricciones al derecho de propiedad. Por esencia, los estados de emergencia conceden al titular del Poder Ejecutivo el manejo de la crisis. Las Fuerzas Armadas se transforman en un poderoso órgano de maniobra estatal, dada su capacidad de movilización, comunicaciones y experiencia logística. Asimismo, contribuyen a reforzar a las policías en las tareas de orden y seguridad.
La excepcional situación global que ha creado la pandemia del COVID-19, ha puesto de relieve el rol de las Fuerzas Armadas en momentos de crisis. Esto es particularmente válido para Sudamérica. Si bien existe una diversidad de sistemas políticos en la región, en todos los países las FF.AA. tienen la misión de apoyar a la población en una situación de emergencia.
La irrupción de la pandemia permitió un común despliegue de las Fuerzas Armadas en sus respectivos países. La mayoría de los gobiernos de la región declararon, a inicios de marzo, un estado de emergencia que persiste hasta la fecha, con leves variaciones en materia de cuarentena y controlados intentos de pasar a una nueva fase.
Por su propia naturaleza, estos estados de emergencia consideran medidas excepcionales, incluso la limitación de derechos constitucionales: cierre de fronteras, afectación a los derechos de circulación y reunión, también restricciones al derecho de propiedad. Por esencia, los estados de emergencia conceden al titular del Poder Ejecutivo el manejo de la crisis. Las FF.AA. se transforman en un poderoso órgano de maniobra estatal, dada su capacidad de movilización, comunicaciones y experiencia logística. Asimismo, contribuyen a reforzar a las policías en las tareas de orden y seguridad.
[cita tipo=»destaque»]Pero las instituciones también saben emitir señales en los momentos claves. En medio de los días más difíciles en Ecuador, el presidente Lenin Moreno hizo una aparición rodeado del alto mando militar y policial. Cuando el presidente Vizcarra estaba en su día D con el Congreso, recibió en palacio el saludo del Alto Mando. No se conoció el contenido del diálogo, pero la foto fue elocuente. En el pasado, también hemos conocido de casos inversos: cuando la protesta social arreciaba, la guardia presidencial abandonaba el palacio a tambor batiente, para que todo el mundo se enterase que el mandatario había quedado desnudo. En Bolivia, en medio de una feroz polarización, el comandante en Jefe, William Kaliman, le sugirió respetuosamente al presidente Morales que renunciase.[/cita]
Las catástrofes también otorgan una preeminencia al Poder Ejecutivo, que juega a favor de los mandatarios de turno. Les concede un gran protagonismo. Ejemplo de ello son los presidentes Alberto Fernández y Martin Vizcarra, que han alcanzado un 80% de evaluación favorable. El colombiano Iván Duque, si bien no llegó a esas cifras, logró una importante recuperación, luego de vivir una prematura y alta desaprobación.
La pandemia estalló en un momento en que varios países de nuestra región vivían diversas crisis. A modo de ejemplo, teníamos que Venezuela proseguía su polarización, que repercutía en la región en particular por los millones de migrantes. Ecuador se recomponía de una fuerte confrontación doméstica que obligó al mandatario a trasladar su sede de Quito a Guayaquil por unos días. En Bolivia, las secuelas de las elecciones del 20 de octubre estaban en vías de reparación mediante nuevas elecciones fijadas para principios de abril. En Chile, un plebiscito constitucional programado para el mismo mes buscaba darle curso institucional al estallido social iniciado el 18 de octubre. En el Perú, se acababa de elegir un nuevo Congreso, luego que el presidente Vizcarra disolviera el anterior, controlado por una alianza entre el fujimorismo y el Apra. En Brasil, el gobierno enfrentaba importantes resistencias sociales y de varios gobernadores. En suma, el panorama político sudamericano estaba muy agitado antes de que el virus aterrizara en el continente.
La pandemia puso en suspenso estas crisis. La agenda fue copada por la prioridad sanitaria y los gobiernos tuvieron ante si la oportunidad de demostrar su capacidad operativa, tanto en términos sociales como en el combate mismo al COVID-19. En este contexto, se implantaron los estados de emergencia y las Fuerzas Armadas se desplegaron en su misión de apoyo a la población.
¿Qué balance podemos hacer de este despliegue?
Varios temas emergen. En primer lugar y a reserva de un análisis más detallado, podemos señalar que, para muchos países, esta es la primera vez que deben enfrentar una emergencia que cubre todo su territorio nacional. Tradicionalmente, las catástrofes –terremotos, tsunamis, inundaciones– han azotado solo a algunas regiones de un país determinado, pero, en esta oportunidad, el virus se metió en todos los rincones del continente: en la selva, en la cordillera y en las zonas costeras. Por cierto, en las grandes ciudades. Por tanto, la movilización que han debido efectuar las FF.AA. las ha obligado al empleo de, prácticamente, la totalidad de sus medios humanos y buena parte de sus medios de transporte, logísticos y sanitarios.
Esta circunstancia plantea un desafío no menor: la necesidad de disponer de reservas, dado que el despliegue lleva más de tres meses y el personal no ha tenido relevo. Sumemos, además, que muchos efectivos han sido contagiados, lo que disminuye el contingente.
Asimismo, la experiencia demuestra las virtudes pero también los límites de la polivalencia. En las áreas de salud, transporte, logística y en el despliegue de seguridad territorial, se han concentrado los principales esfuerzos del apoyo militar a la población civil. Algunos medios permiten un empleo más múltiple que otros. Por ejemplo, la aviación de ala rotatoria permite alcanzar con prontitud los rincones más diversos. Los buques y aviones de transporte son muy eficaces para la logística.
Pero el material estratégico tiene poca o nula flexibilidad. A su vez, el despliegue territorial de efectivos de Ejército e infantería de marina trae aparejado el complejo tema de las reglas de enfrentamiento a utilizar. Las fórmulas no son homogéneas en toda la región, pero no es menor el entrenamiento de control territorial que muchas FF.AA. han tenido gracias a su participación en OPAZ. En especial en los años de Minustah. Los efectivos que pasaron por Haití, poseen una experiencia que les permite moverse en territorio urbano y poseen un trato diestro con la población.
Pero si observamos con mayor detenimiento, veremos que a su vez las Fuerzas Armadas sudamericanas en algunos casos también han desempeñado un rol moderador y estabilizador en situaciones de tensión. En este punto, es evidente que en muchas instituciones castrenses las enseñanzas del pasado reciente están presentes. Por lo mismo han sido, en apreciación de este autor, particularmente prudentes a la hora del manejo de algunas crisis. La convicción pareciera ser una sola: los problemas sociales y políticos no pueden ser resueltos por la fuerza. Son temas que corresponde al estamento político resolverlos, respetando la institucionalidad vigente.
La región ha vivido crisis de suma tensión e incluso de abierta incitación tanto interna como a veces externa, para que las FF.AA. asuman roles políticos. Sin ir más lejos, esa fue la lamentable experiencia de Cúcuta. Si leemos sin pasiones las declaraciones del general Padrino en esos días, muestran un criterio que se ha reproducido en otras crisis. El ministro de Defensa venezolano, ante la abierta petición de que las FANV interviniesen políticamente, rechazó de plano esa alternativa, precisó que no les correspondía y que solo lo harían en el caso de que se produjese un enfrentamiento entre venezolanos o ante una agresión externa que amenazase su soberanía.
En opinión de este autor, esta precisa línea roja también ha funcionado en crisis de otros países. Lo que ha permitido que las Fuerzas Armadas no se involucren en las diversas contingencias críticas que hemos vivido, y han buscado con bajo perfil aportar a soluciones políticas y negociadas.
Muchos de los conocedores de la cultura de las instituciones castrenses, advierten que en situaciones de crisis y ante la necesidad de restablecer un orden social mínimo o de resolver una crisis política, no son pocos los civiles que alientan una intervención militar. Pero la inmensa mayoría de los uniformados –y aquí son elocuentes los que se encuentran en condición de retiro: “¿Y después que pase la emergencia qué?”– sabe que probablemente se constituiría una Comisión Verdad y señalan con abatimiento: “¡Adivinen quiénes van a ser los únicos procesados!”. Las traumáticas experiencias del siglo pasado han dejado heridas y cicatrices tanto en el mundo civil como en el militar.
Digamos que las desconfianzas y también los desconocimientos recíprocos renacen en más de una ocasión. El aprendizaje de nunca más resolver problemas políticos o sociales con la fuerza, fluye de la historia reciente. Con la misma claridad, eso requiere que exista una clase política que sea capaz de resolver los desafíos con perspectiva nacional. Desgraciadamente, muchas veces las autoridades políticas designadas en el mundo de la defensa no conocen a fondo ni las tareas propias de esta ni la cultura institucional.
Peor aún es cuando algunas veces estas posiciones son usadas como parte de carreras políticas. Para agravar más, en algunas ocasiones, son las propias autoridades civiles las que, en vez de buscar la cohesión social, fomentan la polarización. Hasta en Estados Unidos hemos visto recientemente estas actitudes. Estas conductas ponen en tensión a las instituciones, porque eso implica intentos por involucrarlas en la contingencia. Lo dicen hoy los propios militares estadounidenses, en retiro y con uniforme. Al contrario, en el ABC de la doctrina castrense está la preservación de la unidad de la nación.
Antes que se instalaran los tiempos de pandemia, como señalamos anteriormente, en muchos países vivíamos momentos de agudas crisis políticas. El despliegue militar en apoyo a la población no fue discutido por ningún sector significativo de la civilidad. La presencia uniformada en emergencias, además de necesaria, generalmente es bien recibida por la población. Por ejemplo, en Argentina, donde aún quedan heridas, tenemos varias muestras de cómo se valora la presencia de las Fuerzas Armadas en estas circunstancias.
En muchos países se preguntan qué pasará el día después de la pandemia. Si las crisis rebrotarán con mayor fuerza. En opinión de este autor, la conducta más previsible de las instituciones será la del más estricto apego a la legalidad vigente. Al respeto a la Constitución y las leyes.
Pero las instituciones también saben emitir señales en los momentos claves. En medio de los días más difíciles en Ecuador, el presidente Lenin Moreno hizo una aparición rodeado del alto mando militar y policial. Cuando el presidente Vizcarra estaba en su día D con el Congreso, recibió en palacio el saludo del Alto Mando. No se conoció el contenido del diálogo, pero la foto fue elocuente. En el pasado, también hemos conocido de casos inversos: cuando la protesta social arreciaba, la guardia presidencial abandonaba el palacio a tambor batiente, para que todo el mundo se enterase que el mandatario había quedado desnudo. En Bolivia, en medio de una feroz polarización, el comandante en Jefe, William Kaliman, le sugirió respetuosamente al presidente Morales que renunciase.
En estos días de emergencia, luego de más de tres meses de cuarentena para millones de sudamericanos, que probablemente tengamos que vivir muchos días más en la misma condición, con deterioro social y económico y, en algunos casos, con severas amenazas a la estabilidad, cabe reiterar más que nunca la responsabilidad de las elites de acordar caminos consensuados para el futuro cercano de nuestros países.
Y si hay visiones encontradas al interior de la sociedad, debemos recurrir a mecanismos de solución validados por todos. Soluciones mesiánicas no existen. Los países no sobreviven sobre la base de egos. Los seres humanos somos por esencia pasajeros, las naciones requieren de construcción de futuro. Las Fuerzas Armadas –como instituciones permanentes, no deliberantes y pertenecientes a toda la ciudadanía– son indispensables para enfrentar las emergencias, pero aunque tienen mucha “polivalencia”, esta no incluye el resolver los desafíos políticos que corresponde a las elites civiles.
Si estas no dan el ancho, deberá ser el soberano –es decir, toda la ciudadanía– quien, conforme a la legalidad vigente, construya la institucionalidad y defina las estrategias que permitan salvaguardar la supervivencia de la nación, empezando por su principal capital: su población.