Es necesario aclarar que un proyecto de ley es admisible o inadmisible hasta que el Congreso lo declare. La propia Constitución establece que será el Parlamento el que determine la validez de los proyectos de ley. En casos calificados, el Tribunal Constitucional puede declarar, con posterioridad, si hay aspectos de la ley que no sean aplicables constitucionalmente. La decisión sobre quien califica la admisibilidad de entrada tiene que ver con la independencia legislativa, con los equilibrios de la República y con la dignidad del Congreso. El discurso contra el Parlamento, la amenaza de recortar sus atribuciones y el retraso en la promulgación de la ley, constituyen actos antidemocráticos.
Amenazar al Congreso no tiene costos y el discurso que pone en su lugar a los parlamentarios tiene garantizada la simpatía popular. En este ambiente, el Presidente de la República ha hablado para criticar al Congreso y anunciar la disminución de sus atribuciones. Puede que se trate de un exabrupto autoritario o de una presión destemplada dirigida a la comisión mixta que debe votar la extensión del posnatal. En cualquier caso el acto es grave. Abusa, una vez más, del monopolio de la televisión, se arroga una representación suprarrepublicana que no tiene y golpea al Parlamento, en momentos en que la democracia y las escasas protecciones ciudadanas contenidas en la Constitución están suspendidas.
Este discurso no debe ser pasado por alto. No se le debe bajar el perfil y debe ser respondido institucionalmente por el Poder Legislativo. No basta la opinión de parlamentarios individuales ni se debe permitir que la prensa presente esta disputa como una diferencia entre Gobierno y oposición. Aquí lo que está en juego es un apocamiento del Congreso emprendido en el marco de una disputa aguda y concreta entre autoritarismo y democracia.
Si el Presidente está considerando producir un conflicto constitucional con el Parlamento y de ese modo cambiar los términos del plebiscito de octubre, es probable que efectivamente se desencadene un enervamiento y una mayor violencia en la política. La apuesta del Mandatario de abrirse a todas las opciones posibles se parece –como dos gotas de vino rancio– a la vieja consigna confusionista de ocupar ‘todas las formas de lucha’. Suena inverosímil y divertido, pero es lo que estamos viviendo.
[cita tipo=»destaque»]El Gobierno ha jugado dos juegos en dos tableros que son incompatibles: el de desprestigiar a los parlamentarios y el de llamarlos a la unidad detrás de sus proyectos, felicitándolos por el buen juicio que han tenido al apoyarlo. No es extraño que el Presidente haga su discurso contra el Parlamento un día después de haber agradecido el trabajo de diputados y senadores en el proyecto de Ingreso Familiar de Emergencia. La personalidad escindida del Gobierno no es un asunto psicológico, sino institucional. Lo que extraña es que el Parlamento no reaccione sino con lamentaciones inaudibles y rezongos inconducentes.[/cita]
El Presidente ha atacado al Parlamento por no respetar las inhibiciones legislativas establecidas en la Constitución. Él se ha referido a dos mociones parlamentarias. Una sobre el posnatal de emergencia, que está en su trámite final en el Congreso. La otra, sobre la prohibición de los cortes en los servicios básicos, que fue aprobada por una amplia mayoría transversal en el Congreso. Esta última ley, que está en espera de ser promulgada por el Gobierno, no responde a ninguna objeción constitucional razonable. No compromete platas fiscales ni atenta contra la propiedad de las empresas de servicios. Lo que hace es simplemente sustituir el corte de servicios domiciliarios por formas razonables de cobranza. Sin embargo, el Presidente ha anunciado que enviará un veto, en defensa de una interpretación automática, conveniente y reductiva de las potestades parlamentarias.
En este punto, es necesario aclarar que un proyecto de ley es admisible o inadmisible hasta que el Congreso lo declare. La propia Constitución establece que será el Parlamento el que determine la validez de los proyectos de ley. En casos calificados, el Tribunal Constitucional puede declarar, con posterioridad, si hay aspectos de la ley que no sean aplicables constitucionalmente. La decisión sobre quien califica la admisibilidad de entrada tiene que ver con la independencia legislativa, con los equilibrios de la República y con la dignidad del Congreso. El discurso contra el Parlamento, la amenaza de recortar sus atribuciones y el retraso en la promulgación de la ley constituyen actos antidemocráticos.
El Gobierno actúa como si los derechos del Parlamento fueran los que calzan con su interpretación unilateral y con su voluntad exclusiva. El partidismo autoritario y la abogacía empresarial fingen no entender la multiplicidad de visiones que la ley exige. Para ellos, la ley se reduce a la aplicación automática de un derecho fijado por la letra o, en última instancia, por sus propias buenas costumbres.
Esta conducta del Gobierno es parte de la creencia de que la política pública es asimilable a las leyes que rigen y liberan a los monopolios. Las barreras de entrada, calificadas por un órgano distinto al Congreso, actúan recortando las libertades ciudadanas y equivalen a un estrechamiento de la potestad legislativa, que roza peligrosamente con el buzoneo y con una clausura por inutilidad.
Aquí se muestra el trasfondo del debate entre presidencialismo y parlamentarismo como expresiones institucionales de la polaridad entre democracia y dictadura. El presidencialismo, que busca encarnar al Estado, tiene la condición de una abstención de partidismo. Cuando esa contención se rompe por sucesivas imposiciones de una intencionalidad sesgada, el Ejecutivo transita por el autoritarismo, abriendo camino a su deseo dictatorial. A esta alturas, ya deberíamos saber que detrás de los énfasis en el liderazgo fuerte se esconden todo tipo de pequeños dictadores.
Más que quitarle facultades al Parlamento, es necesario fortalecerlo. Recuperar su dignidad institucional requiere capacidad para hablar como cuerpo. El Parlamento debe administrar fondos concursables para que las universidades realicen investigación y generen capacidad de control de las actividades del Estado. Es necesario que el Congreso genere controles que obliguen al fisco a pagar sus deudas legales.
Cada uno de los poderes del Estado debe actuar cerrando las brechas entre el derecho, los buenos deseos de la ley y las necesidades de la población. El Poder Judicial, haciendo exigibles los derechos teóricos a la salud y a un medio ambiente limpio, no se excede en sus funciones, lo que hace es revelar las insuficiencias del sistema y abordarlas como corresponde, haciendo justicia en el caso particular.
En una democracia exigente, la autoridad que hubiera faltado a la verdad legal y notificado públicamente su rebeldía, sería llamada a presentar sus explicaciones al Congreso de inmediato. Aquí, es probable que no veamos una reacción institucional, en parte porque los parlamentarios no saben bien cuál es su función. En parte, también, porque nos hemos habituado a aceptar la arbitrariedad presidencial.
El Gobierno ha jugado dos juegos en dos tableros que son incompatibles: el de desprestigiar a los parlamentarios y el de llamarlos a la unidad detrás de sus proyectos, felicitándolos por el buen juicio que han tenido al apoyarlo. No es extraño que el Presidente haga su discurso contra el Parlamento un día después de haber agradecido el trabajo de diputados y senadores en el proyecto de Ingreso Familiar de Emergencia. La personalidad escindida del Gobierno no es un asunto psicológico, sino institucional. Lo que extraña es que el Parlamento no reaccione sino con lamentaciones inaudibles y rezongos inconducentes.