Desde el estallido social del 18 octubre y al presente, con la actual pandemia de COVID-19, en nuestro país ha proliferado el uso de máscaras de protección: frente al control policial, el gas lacrimógeno y, ahora, ante la posibilidad de contagio. Así, hemos pasado de usar capuchas, pañoletas cubreboca y máscaras antigás, a mascarillas quirúrgicas o de confección casera y protectores faciales, que poco a poco se han ido transformando en un accesorio con fuerte carga simbólica para el movimiento social y “una moda” para parte de una sociedad acostumbrada a etiquetar sus prendas cuando decide dejarse ver por las calles y por la pantalla digital. Las máscaras son parte del imaginario de nuestra historia y desde siempre han puesto en relieve nuestra necesidad ancestral de un querer ser, tras un otro rostro.
La máscara de la peste, Il dottore della Peste (El Doctor de la Peste), es una de las más populares en el Carnaval de Venecia, reconocida fiesta de disfraces que en el siglo XVIII alcanza su máximo esplendor reuniendo en las calles, a rostro cubierto, a aristócratas, príncipes y nobles con las clases bajas de la época. Dicha máscara es reflejo del impacto visual que provocó el atuendo particular de aquellos médicos en la Europa de los siglos XVII y XVIII: vestidos con un largo abrigo de cuero encerado que los tapaba por completo, un bastón de madera para tocar a los enfermos, guantes de cuero, sombrero de ala ancha, gafas y una máscara picuda que los mantenía a distancia del aliento de los enfermos y donde guardaban sustancias aromáticas que, se suponía, los protegían del aire contaminado.
Estos trajes y máscaras no fueron efectivos para protegerlos de la peste negra, así como sus métodos tampoco fueron significativos para salvar vidas; sin embargo, la imagen de estos personajes contribuyó a que fuesen reconocidos a simple vista y se quedaron en la memoria e imaginario colectivo.
Hoy, la máscara del pico, elaborada de plástico en China, es vendida por EBay y en las calles de Venecia a precios populares para que durante 10 días cualquiera pueda confundirse en la multitud, ocultando su rostro y luciendo atractivos trajes de época.
En 2017, la 57a versión de la Biennale di Venezia, una impresionante instalación de 1000 máscaras mapuches (kollon) agrupadas en torno a ondas circulares dentro de un diámetro de 11 metros y dirigidas centrífugamente hacia la mirada del paseante perimetral, asombraba al mundo del arte y a nuestro país. En la obra Werken (mensajero), del artista chileno Bernardo Oyarzún, la máscara no fue usada para ocultar identidades, al contrario, fue una denuncia al rojo vivo de la exclusión cultural ejercida por el Estado de Chile hacia la nación mapuche.
A diferencia de lo que ocurre con las máscaras venecianas, el Kollon, es una máscara ceremonial arcaica, símbolo de una cultura originaria que se resiste a la invisibilidad provocada por un país que le quita la mirada, la discrimina y criminaliza, por el simple hecho de querer sostener su existencia habitando en sus propias tierras. Es así que la obra de Oyarzún advierte al mundo sobre la usurpación de tierras, la exclusión lingüística y el enfermo racismo que aún afectan a comunidades que mantienen el cultivo de una cultura que negamos. C
omo una muchedumbre de máscaras originarias, mismas que transfiguran el rostro mapuche, se alzó una especie de protesta ritual silenciosa de los ancestros (alwe), profetizando que un año después, en noviembre de 2018, se asesinaría al joven Camilo Catrillanca.
A tres años de la obra Werken, el kollon se puede adquirir a módico precio en tiendas Ripley, uno de los retail dueños del negocio de la moda en Chile, demostrando una vez más que el interés económico es una fiebre difícil de parar, que enceguece y afecta gravemente la ética y la moral.
Hace 8 meses, Chile despertó de un sueño hipnótico y profundo, abrió los ojos y exigió al Gobierno dignidad y justicia social, sin embargo, al poco andar, se encontró de golpe con una pandemia global que lo volvió a sedar. Hoy en día estamos sometidos al mediático control del Ministerio de Salud que, en un vaivén de vida y muerte, entre cuarentena y vuelta a la nueva normalidad, nos invita a salir de compras y a consumir en una cafetería, pero no permite la reunión en espacios públicos por miedo a la revuelta.
Nuestras actuales máscaras protectoras nos hablan de un país enredado en la desigualdad social: entre los gritos de la calle –con capuchas diseñadas con motivos de “No más AFP”, “Ni una menos”, la estrella del pueblo mapuche y los colores de la diversidad sexual– y el miedo sanitario, que más bien es un miedo a no volver a la “normalidad”, aquella que nos permite vestirnos con mascarillas cool o 3M, obviando las precarias “mascarillas caseras” promocionadas por el Gobierno.
En tiempos de selfies y en la era del Instagram, coludidos por la tecnología del reconocimiento facial y el control de masas, las máscaras de hoy nos revelan a una sociedad mercantilizada, consecuencia de la brutal, abusiva y sistemática sumisión… esa es la verdadera peste.