Si las cosas mejoran, debemos cuidarnos mucho de brotes y potenciales rebrotes imposibles de presagiar, mientras esperamos la vacuna que ha de ponernos finalmente a salvo. Atentos estamos mirando a todos los europeos que se han volcado a las playas y a los estadios con entusiasmo adolescente. Ah, y por sobre todas las cosas, crucemos los dedos para que los proyectistas guarden con prudencia sus bolas de cristal, salvo que tengan algo muy importante que decirnos.
Cuando el entonces ministro de Salud Jaime Mañalich declaró que todas las proyecciones en que había creído se habían derrumbado como “castillos de naipes”, quedó claro que su error fue haber creído en ellas. Si tales proyecciones respondían a algo más que a su propio modelamiento conceptual “in mente”, ahora recordamos que nunca fue razonable hacer proyecciones acerca del devenir de la pandemia en este rincón del mundo ni en ningún otro rincón del planeta, en medio de una diversidad de medidas de control en marcha y una gran variedad de factores sociales sobre la mesa. Menos al mismo tiempo que se enfrentaba un virus cuyo comportamiento veníamos recién conociendo. Proyectar era insensato frente a una realidad prácticamente imposible de modelar. Creer en las proyecciones, también.
Y vamos viendo a los grandes pitonisos de la pandemia, como la Universidad de Washington con C. Murray a la cabeza y ahora el MIT, organizaciones que proyectan y se retractan y reproyectan cada 15 días o cada vez que el gobierno mueve una pieza y que así y todo no andan nunca ni cerca de lo que finalmente pasa. Solo agregan más incertidumbre a la campaña del terror. Leña para la hoguera de las vanidades. Y la prensa local los entrevista y les dedica páginas completas a sus números y gráficos a todo color –rojo, casi siempre–, cuando proyectan y cuando reproyectan, como si aquello fuera inocuo. Y me abstendré de hacer la lista de los proyectistas locales, para no pelearme con nadie más, pero es cosa de ver lo que se ha dicho y escrito por todos lados. No me hagan hablar.
Y henos aquí, con la cola entre las piernas y confinados en nuestras casas, viendo pasar el bicho frente a la puerta, pero parece que desacelerando. Si no me equivoco, el peak ya ocurrió, cuando llegamos a algo más de 6.900 casos nuevos, hace tres sábados. Pues bien, crucemos los dedos y sigamos ocupados de que las medidas tomadas se perfeccionen, intensifiquen y profundicen: más aislamiento de casos y contactos, más trazabilidad y más control en las calles. Mientras tanto, el sistema de salud a tope, pero todavía respondiendo a la embestida con gran genio, lo que a los gestores hospitalarios no nos sorprende. Se trata finalmente de evitar toda muerte evitable asociada a esta causa.
En el futuro podremos revisar los registros que los acontecimientos irán produciendo y sabremos cuáles fueron las medidas más eficaces que tomamos, cuáles fueron los errores y cuánto hubo de azar. Ya no proyectaremos, pero a lo mejor podremos recoger experiencia que nos habilite para enfrentar mejor otra pesadilla de esta especie. Digo a lo mejor, porque de una epidemia a otra las cosas cambian. Pensemos en el Cólera, en el H1N1, etc. Como decían nuestros padres disciplinarios Leavell y Clark, la tríada ecológica es relevante: la susceptibilidad del huésped –nosotros–, la virulencia del germen –el bicho– y las condiciones del medioambiente, hoy bien denominadas por el ministro Paris como “determinantes sociales”, concepto conocido en la jerga sectorial. Tal es el sencillo equilibrio. Pero en realidad es complejo, es cambiante y es dependiente de la interacción de un conjunto de factores. Ya averiguaremos más sobre eso.
En cuanto al medioambiente, hay dos cuestiones que no puedo dejar de mencionar. Primero, la cultura sanitaria de nuestro país, a la que yo sí aposté fuertemente y que fue mucho menor que la supuesta, tal vez debido a la relevante presencia de inmigrantes de países con culturas sanitarias diversas o quizás debido a la anomia descrita por Carlos Peña a propósito del estallido social. Y, en segundo lugar, la pobreza, que creímos haber dejado atrás hace tres décadas, pero que se ha reconstituido y traducido en hacinamiento que impide el aislamiento social efectivo y obliga a las personas a salir a ganarse unos pesos.
Luego el germen, virulento, contagioso, cuya forma de transmitirse –las gotitas de Flügger– nos obliga a tomar entre nosotros prudente distancia. Y luego nuestra susceptibilidad. Todavía no tenemos vacuna.
Mientras tanto y si las cosas mejoran, a cuidarnos mucho de brotes y potenciales rebrotes imposibles de presagiar, mientras esperamos la vacuna que ha de ponernos finalmente a salvo. Atentos estamos mirando a todos los europeos que se han volcado a las playas y a los estadios con entusiasmo adolescente. Ah, y por sobre todas las cosas, crucemos los dedos para que los proyectistas guarden con prudencia sus bolas de cristal, salvo que tengan algo muy importante que decirnos.