Difícilmente el diálogo puede contrarrestar el conflicto cuando se encuentra en una fase de violencia explícita. Por eso, para muchos dialogar en contextos de una agresividad tan marcada puede parecer sinónimo de una absurda debilidad o, incluso, de poco realismo. No obstante, el diálogo sí puede ser la fórmula para restituir las heridas emocionales y el daño a la dignidad que se ha sufrido de manera permanente a través de la historia. Así, el diálogo debe ser resignificado como concepto, nunca debe ser entendido como un mecanismo de dilación y manipulación para mantener o apaciguar un conflicto, al contrario, debe ser utilizado con perseverancia, conocimientos y sobre todo con la convicción que reconocer al otro como un igual en valores, derechos y dignidad, es el primer paso para lograr la paz.
Las palabras que se repiten mucho, que no generan ni construyen realidad, quedan expuestas a la irrelevancia y eso es lo que está ocurriendo con la palabra diálogo y el conflicto con las comunidades mapuche en el sur de Chile.
Cada vez que se ha hecho manifiesto el conflicto entre el Estado chileno y los pueblos originarios, las autoridades de turno se apresuran a invocar la palabra diálogo, como si su mera mención mágicamente bastara para llegar a un acuerdo, el cual se espera hace más de 200 años.
Lo que parece que no se sabe, o más bien se ignora conscientemente, es que una de las cuestiones más complejas de las relaciones humanas y sobre todo cuando se dan entre culturas distintas, es la posibilidad de comunicarse y de dialogar de manera significativa.
La capacidad de expresarse, y especialmente de quedarse en silencio y escuchar, no es una cualidad particularmente destacada de las autoridades actuales ni de las anteriores, quizás por la creencia de que el diálogo es una habilidad “blanda” que fácilmente se puede adquirir. Tan “fácil”, que la falta de destreza para llevarla a cabo es precisamente causante de una gran cantidad de conflictos familiares, comunitarios, organizacionales e internacionales.
A partir del retorno a la democracia, las distintas administraciones han declarado su intención de construir un nuevo trato con las comunidades autóctonas del país. El entonces Presidente Patricio Aylwin crea la Comisión Especial para los Pueblos Indígenas en 1990, para posteriormente promulgar la Ley Indígena, incorporando en ella a la Comisión Nacional de Desarrollo Indígena, CONADI.
Desde entonces, y los gobiernos que siguieron, la mirada hacia las comunidades indígenas, particularmente las mapuche, ha sido la de generar diálogos desde una visión etnocéntrica asistencialista, colocando el foco en el desarrollo económico a través de una política de adquisición de tierras por sobre escuchar las demandas de las mismas comunidades, las que suelen involucrar, entre otros puntos: la recuperación de tierras consideradas ancestrales, el reconocimiento a su identidad cultural, la sobreexplotación del territorio realizado por grandes empresas extractivas, la aplicación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre el cumplimiento de derechos por parte del Estado a las comunidades indígenas; y el otorgamiento del reconocimiento constitucional, considerando la cosmovisión indígena, con la entrega de ciertos niveles de autonomía, sin que ello implique la renuncia al Estado chileno.
A diferencia de lo ocurrido en otros países con tasas significativas de población originaria, como Australia, Nueva Zelanda o Guatemala, la respuesta de los gobiernos a las demandas ha sido episódica y habitualmente en función de incidentes que han escalado la conflictividad en las zonas ocupadas. Entonces, aparece por parte de las autoridades el llamado al diálogo.
Así ocurrió el año 2008 con el asesinato en Temuco del estudiante universitario Matías Catrileo y el levantamiento mapuche; también llamó al diálogo el entonces Arzobispo de Concepción Ricardo Ezzati ante la huelga de hambre que 34 comuneros mapuche sostenían en Angol; diálogo también se pidió el 2013 luego del asesinato del matrimonio de agricultores Luchsinger-Mackay en Vilcún, en el contexto de la conmemoración de la muerte de Catrileo; el mismo llamado se hizo el 2018 con posterioridad al montaje policial y crimen del comunero Camilo Catrillanca en la comuna de Victoria; finalmente, como podría esperarse, un nuevo llamado al diálogo por parte del Gobierno ante las tomas de los municipios de Curacautín, Traiguén, Victoria, Galvarino y Ercilla en julio de este año, en apoyo a la huelga de hambre de Celestino Córdova condenado por el homicidio de los agricultores de Vilcún.
En el año 2011, la psicóloga y profesora de la Universidad de Harvard, Donna Hicks, demostró a través de la neurobiología que el cerebro recepciona de manera muy similar tanto el daño físico como la agresión emocional recibida por una persona, no obstante, en Chile esta última es escasamente percibida e incluso considerada menos relevante que la primera, lo que, llevado al ámbito de los conflictos, hace que habitualmente la construcción de la disputa se agrave en función de los mayores niveles de violencia física, visible y objetiva. Sin embargo, es el daño a la dignidad la que puede estar incubando precisamente la violencia que se quiere posteriormente controlar y terminar.
Difícilmente el diálogo puede contrarrestar el conflicto cuando se encuentra en una fase de violencia explícita. Por eso, para muchos dialogar en contextos de una agresividad tan marcada puede parecer sinónimo de una absurda debilidad o, incluso, de poco realismo. No obstante, el diálogo sí puede ser la fórmula para restituir las heridas emocionales y el daño a la dignidad que se ha sufrido de manera permanente a través de la historia.
Así, el diálogo debe ser resignificado como concepto, nunca debe ser entendido como un mecanismo de dilación y manipulación para mantener o apaciguar un conflicto, al contrario, debe ser utilizado con perseverancia, conocimientos y sobre todo con la convicción que reconocer al otro como un igual en valores, derechos y dignidad, es el primer paso para lograr la paz.