El principal legado de las últimas tres administraciones municipales (los socialistas Raúl Blanco, Rabindranath Quinteros y Gervoy Paredes) no será precisamente la renovación de Angelmó, una estatua de los enamorados o una pileta «de aguas danzantes». Será haber entregado el bien más preciado de la ciudad –su magnífico borde costero– a un puñado de privados. Empresarios que, bajo la lógica del «dejar hacer», solo han hecho lo que se podía esperar de ellos: rentabilizar sus negocios, aunque fuera a costa del espacio público.
Con ocho votos a favor y dos en contra, el Concejo Municipal de Puerto Montt aprobó esta semana la pasarela peatonal que el grupo Pasmar, perteneciente a la familia Mosa, quería construir sobre calle Copiapó para conectar el Mall Costanera con su nueva ampliación.
La obra había generado una polémica –al punto que llegó hasta la Corte Suprema, la cual determinó que necesitaba de una concesión municipal para ser construida– y opiniones divididas luego de que originalmente la Seremi de Vivienda de Los Lagos, con argumentos a favor, como el hecho de que protegería de la lluvia, de la calle y «daría trabajo», y con argumentos en contra que hacían referencia a la contaminación visual que provocaría, los perjuicios en la calle, como viento, inseguridad y comercio ambulante, y también por ser innecesaria, pues un túnel podía haber resuelto lo primero sin provocar nuevos problemas.
Si bien ya fue aprobado, es imperativo discutir el trasfondo de este proyecto: la promesa original de una ciudad integrada con su bahía, y la posterior y sistemática privatización del borde costero de Puerto Montt que desechó por completo dicha promesa.
Durante la larga pelea por mantener el tren al sur que se desarrolló en los años noventa, la tarde del 31 de enero de 1994 ocurrió en nuestra ciudad un suceso tanto inédito como asombroso. Con el fin de convencer a los puertomontinos de la imperiosa necesidad de trasladar la estación de trenes a La Paloma, la Empresa de Ferrocarriles del Estado anunció un megaproyecto inmobiliario, «una oportunidad única de revitalización de Puerto Montt como ciudad de borde de mar», según la propia empresa estatal.
La propuesta, presentada ante autoridades locales en el Hotel Vicente Pérez Rosales, consistía en transformar los terrenos de EFE en un área con usos mixtos, para crear un «espacio público activo». Para ello, el proyecto consideraba un centro comercial, un hotel y departamentos, pero también parques y plazas, un paseo marítimo, restaurantes flotantes, marina, un faro mirador, un centro de convenciones e incluso un centro deportivo. En total, la propuesta significaba una inversión de 66 millones de dólares y la generación de cinco mil empleos permanentes.
Como era de esperar, el plan solo cosechó elogios. «Trascendente», «extraordinario» y “cosmopolita”, fueron algunos de los adjetivos utilizados por los presentes. El dueño de casa, el alcalde Raúl Blanco, afirmó que iba a convertir a Puerto Montt «en una de las ciudades turísticas más importantes de Chile», mientras que el entonces intendente Rabindranath Quinteros también destacó el proyecto, a la vez que aseguró tener «la plena certeza que esto se va a realizar».
Y EFE consiguió su objetivo: en marzo de 1994 el tren de pasajeros circuló por última vez en Puerto Montt (de lo cual los puertomontinos se enterarían recién durante la siguiente temporada) y dos años y medio después la estatal puso a la venta los terrenos de la antigua estación.
Para marzo de 1997, las empresas Pasmar, de la familia Mosa, y Falabella, ya eran dueñas de dos de los tres lotes y ya se habían levantado los durmientes y rieles que por casi nueve décadas permitieron que llegara el tren hasta el centro de la ciudad. Finalmente, luego de un proceso que demoró casi tres años, con acusaciones públicas de por medio de presiones para “apurar el trámite”, en marzo de 2000 se publicó la modificación al plan regulador.
Y Pasmar no perdió el tiempo. Ya a mediados de 2000 inauguraba el supermercado Full Fresh, y un año y medio después –diciembre de 2001– hacía lo mismo con el Mall Paseo Costanera.
En un comienzo, el centro comercial era una simple «caja» de tres niveles que ocupaba toda la manzana entre calles Illapel y Copiapó, pero que poco contaminaba la visualización de la bahía. Sin embargo, al poco tiempo comenzó a mutar. Primero le creció un hotel y después le apareció una torre de oficinas. Posteriormente se extendió hacia la plaza con una segunda torre y caja. Una década después, creció hacia el oriente con otro bloque de cemento, esta vez de siete pisos, y una tercera torre, mucho más alta que cualquiera otra en el sur de Chile.
Pero en ese afán de crecer, el mall también se apoderó del espacio público.
Lo hizo con las escaleras de emergencia que hoy ocupan la vereda de calle España. Lo hizo con el acceso sur a los estacionamientos, que hoy usa parte de avenida Juan Soler Manfredini. Lo hizo con calle Illapel, archiconocida por sus problemas de viento e inseguridad producto de la conexión aérea del mall. Y lo intentó hacer con la paleta publicitaria en el «Parque de las Esculturas» (convertido hoy en una triste explanada cuyo único «atractivo» es una carpa para comerciantes), la cual tuvo que ser demolida por haberse construido fuera de norma.
Y ahora Pasmar –dueña de varios centros comerciales en la región, entre ellos el desproporcionado y polémico Mall de Castro– va a construir una muralla-pasarela sobre otro bien nacional de uso público (calle Copiapó) de 20 metros de alto, 10 metros de ancho y 28 metros de largo, para conectar tres niveles del centro comercial. Una obra innecesaria que no ofrece ninguna ventaja por sobre un túnel peatonal, excepto aumentar las visitas a la nueva ampliación y con ello hacer más rentable el negocio.
¿Qué quedó de esa promesa original de un borde costero armónico, integrado a Puerto Montt?
Hoy, 26 años después de la presentación de EFE, no tenemos paseo marítimo, ni marina, ni centro deportivo o de convenciones, ni museo náutico, ni faro mirador, ni restaurantes flotantes, ni parques ni plazas. En cambio, en nombre del «progreso», tenemos un centro comercial que se erige como una muralla de hormigón instalada en la primera línea del borde costero, en pleno centro, incoherente con el entorno urbano y natural, bloqueando la vista al seno de Reloncaví y negando cualquier posibilidad de relación mar-ciudad.
De hecho, una vez que la gran torre de Pasmar esté completa, los puertomontinos vamos a tener que visitar el mall –y quién sabe Pasmar cobrará o no el acceso al mirador– para tener la mejor vista al seno de Reloncaví. Una ingeniosa usurpación de un privilegio que hasta hace unos años era, sin discriminación a nadie, de todos los habitantes de Puerto Montt.
¿Por qué llegamos a esto?
Por una razón muy simple: porque las administraciones municipales de estos últimos 24 años lo han permitido. Las mismas administraciones que permitieron una costanera de cemento gracias a los estacionamientos subterráneos (familia Fischer), y un terminal de buses (familia Kauak) absurdamente inconexo con el lugar donde está emplazado. Las mismas administraciones que, al desentenderse de la costanera, la convirtieron en un espacio inseguro y deteriorado donde abundan la suciedad, el alcohol y las drogas. Un espacio que recién ahora saldrá (esperemos) de su condición indigna y no precisamente gracias a la municipalidad, sino al proyecto de Parque Costanera elaborado por el Gobierno.
La aprobación de la pasarela, en este sentido, era inevitable. Solo basta recordar que en septiembre de 2014 el Concejo Municipal rechazó limitar la construcción en altura en el borde costero, en favor de las posturas de Pasmar y Holding Inmobiliario S.A. (familia Fischer).
El principal legado de las últimas tres administraciones municipales (los socialistas Raúl Blanco, Rabindranath Quinteros y Gervoy Paredes) no será precisamente la renovación de Angelmó, una estatua de los enamorados o una pileta «de aguas danzantes». Será haber entregado el bien más preciado de la ciudad –su magnífico borde costero– a un puñado de privados. Empresarios que, bajo la lógica del «dejar hacer», solo han hecho lo que se podía esperar de ellos: rentabilizar sus negocios, aunque fuera a costa del espacio público.
Bien por Pasmar, que ahora, gracias a la pasarela, su nueva ampliación tendrá los visitantes necesarios para hacer rentable la inversión. Y bien por los usuarios del mall que ahora se ahorrarán algunos minutos en cruzar de un lado a otro.
Mal por el Concejo Municipal, por tomar una decisión apurada y pobremente justificada –como el supuesto alto flujo peatonal, o con argumentos tipo «el pobre niño que quiere ir al otro edificio y que no hay que hacerlo esperar», como dijo un edil, o «se trata de una obra moderna y necesitamos obras modernas», como dijo otro concejal—, sin considerar otras alternativas (como un túnel o reducir el tamaño de la pasarela), ni mucho menos generar una discusión ciudadana.
Y mal por Puerto Montt, y por quienes (aún) creemos que el resguardo del espacio público debe primar por sobre el negocio de un privado.