En la naturaleza, hay espíritus benignos, los “ngen”, fuerzas protectoras y también destructivas. Hoy pareciera que ganan estas últimas, enrabiando hasta al paroxismo a descendientes de colonos y de longkos. Urge que todos, reverentes y ebrios de azul, volvamos a entrar a ese templo del bosque austral, para no yacer rojos de sangre seca sobre una mapu, que ya no es verde. Para eso gana la poesía de Chihuailaf, antes que sea demasiado tarde.
Elikura Chiwaylaf, en una traducción aludida una vez por él mismo, significa literalmente: “La piedra dejada [para despejar] la neblina del lago”. Y es que la oportunidad de este Premio Nacional se levanta justamente como la piedra azul –la bienaventurada poesía– para ayudar a despejar la densa niebla que transversalmente cruza a los diversos poderes de la muy clasista polis chilena. Nos referimos a la ceguera de pensar que al Estado le tocó hoy enfrentar la gran crisis del “conflicto del pueblo mapuche”. Cuando la verdad es que el conflicto es un efecto que se incubó desde hace 140 años, en 1881, cuando el Ejecutivo, encabezado por Aníbal Pinto, y luego de la total aprobación parlamentaria, manda a las tropas de Cornelio Saavedra a invadir con fusiles La Araucanía y a fundar fuertes.
El conflicto no es mapuche, el conflicto es chileno. Es Chile en un conflicto consigo mismo, con su identidad y pésima memoria. La causa del wallmapu poco dice de los mapuches y mucho de los chilenos; mejor, de quienes han sometido a los chilenos, tanto como a sus hermanos los mapuche.
Es de los chilenos y sus temores; de los chilenos y sus inseguridades; de los chilenos no asumidos en su mestizaje de “su preciosa morenidad” –así lo expresan Elicura y Cayuqueo– y su insistencia en no mirarse al espejo por las mañanas. De esta forma lo formula nuestro poeta en su libro Recado confidencial a los chilenos: “Un estudiante me dice: ‘¿pero por qué usted insiste tanto en hablar de los chilenos y de los mapuche? ¿Acaso usted no es chileno o no se siente chileno?’. Le digo: yo nací y crecí en una comunidad mapuche en la que nuestra mirada de lo cotidiano y lo trascendente la asumimos desde nuestra propia manera de entender el mundo: en mapuzugun y en el entonces obligado castellano; en la morenidad en la que nos reconocemos; y en la memoria de la irrupción del Estado chileno que nos ‘regaló’ su nacionalidad».
«Irrupción constatable ‘además’ en la proliferación de los latifundios entre los que nos dejaron reducidos. Les digo a los estudiantes (ahora también a usted): Imagínense, por un instante siquiera, ¿qué sucedería si otro Estado entrara a ocupar este lugar y les entregara documentos con una nueva nacionalidad, iniciando la tarea de arreduccionarlos, de imponerles su idioma, de mitificarles –como forma de ocultamiento– su historia, de estigmatizarles su cultura, de discriminarlos por su morenidad? ¿Se reconocerían en ella o continuarían sintiéndose chilenos? ¿Qué les dirían a sus hijas y a sus hijos? ¿Y a los hijos y a las hijas de ellos?».
Claro está que Chile y sus instituciones –vía negación, clasismo y soberbia– obligaron a su pueblo, no solo a diferenciarse absurdamente, sino también a distanciarse de su raíz. Es decir, le aplicó lo mismo que a las comunidades mapuche: despojo, no solo “de la tierra de la oportunidad”, sino que además lo dejó desnudo de su cultura telúrica, del saber natural que le venía de la madre indígena vía la cultura rural de los “rotos”. A este le quedó solo un mal pipeño –hoy en caja– para embriagarse. Por 200 años ha hecho todo para que nos olvidemos de la matria. Más bien, nos obligó a ni siquiera recordar nuestro origen mestizo.
Pero Chihuailaf demuestra en sus textos que la diferencia intercultural puede atenuarse, o hasta en cierto modo diluirse, por medio del lenguaje poético. Nos invita a elevar la mirada, a empaparnos con lo primordial que nos hermana: la lluvia, el aroma fragante del suelo, el amanecer azul de la montaña y la delicadeza de la alfombra que forma la hierba. Sus poemas nos internan en un mundo cotidiano y enigmático, similar al de los milenarios haikú japoneses.
Versos constantemente masticados y destilados como la hoja de maqui en la garganta, surgidos del diálogo reflexivo con el entorno y que, una y otra vez, nos sitúan al borde de una revelación. ¿Y cuál es dicha epifanía? No otra que el pewütuwün, es decir, el arte poético de entender el significado de los eventos de la naturaleza. Es decir, en un espacio animado y eterno, el hombre puede leer los signos cósmicos haciéndose parte de ellos. Así rompe la distancia entre lo sagrado y lo profano, al decir: “Ebrio de Azul voy/ entre el follaje/ de la taberna sagrada”. Surge de esta forma un misticismo que admite que “el universo es una dualidad”, en la cual “lo positivo no existe sin lo negativo”.
En la naturaleza, hay espíritus benignos, los “ngen”, fuerzas protectoras y también destructivas. Hoy pareciera que ganan estas últimas, enrabiando hasta al paroxismo a descendientes de colonos y de longkos. Urge que todos, reverentes y ebrios de azul, volvamos a entrar a ese templo del bosque austral, para no yacer rojos de sangre seca sobre una mapu, que ya no es verde. Para eso gana la poesía de Chihuailaf, antes que sea demasiado tarde.