A menos de 20 días para el cierre de firmas del acuerdo, Chile se niega a firmar un tratado que vela por tres principios fundamentales: los derechos de acceso del público a la información, a la participación y a la justicia ambiental. El acuerdo enmarca los últimos progresos mundiales en estos asuntos. En estos momentos, “no firmar” a todas vistas sería un descrédito para nuestra diplomacia ambiental. Una situación preocupante, porque no se trata de un asunto menor, como nos lo quiere hacer creer el Gobierno. No, por el contrario, estos derechos son los “imprescindibles” y definen el marco de la “democracia ambiental”.
Tenemos que insistir. Las superficiales explicaciones presentadas por el ministro Allamand, justificando la decisión del actual Gobierno de no firmar el Acuerdo de Escazú, pertenecen a la categoría de la mentira. Sí, MENTIRAS con mayúscula. No en el sentido de la negación de una verdad, sino de afirmar como cierto algo que fehacientemente se sabe que es falso. Una vez más, el Gobierno insiste en intentar mostrar un cierto saber respecto al derecho internacional sobre medioambiente y lo que resulta de tal manipulación, de ese saber, es un vulgar engaño.
Manteniendo en clandestinidad a la ministra del Medio Ambiente, el Presidente y el señor Allamand han vuelto a aplicar la vieja táctica de meter bajo la alfombra un asunto de política ambiental del gran trascendencia para el futuro del derecho en nuestro país. Lo han hecho así muchas veces. Llega a dar pudor insistir en ello. Es lo que se ha usado históricamente con muchos problemas medioambientales cruciales: crisis climática, pérdida de biodiversidad, destrucción de áreas protegidas, áreas saturadas de contaminación del aire, aguas o suelos, zonas de sacrificio ambiental, destrucción del bosque nativo, megasequías, entre muchos otros. Todos estos problemas recibieron en su día, de parte de las dos administraciones del señor Piñera, respuestas que terminaron siendo una nueva mentira política.
A menos de 20 días para el cierre de firmas del acuerdo, Chile se niega a firmar un tratado que vela por tres principios fundamentales: los derechos de acceso del público a la información, a la participación y a la justicia ambiental. El acuerdo enmarca los últimos progresos mundiales en estos asuntos. En estos momentos, “no firmar” a todas vistas sería un descrédito para nuestra diplomacia ambiental. Una situación preocupante, porque no se trata de un asunto menor, como nos lo quiere hacer creer el Gobierno. No, por el contrario, estos derechos son los “imprescindibles” y definen el marco de la “democracia ambiental”.
[cita tipo=»destaque»]Si posponer la firma del Acuerdo de Escazú en septiembre 2018 fue un acto inesperado, declarar el 8 de septiembre de 2020 que no firmará, es una bofetada a la decencia y a la ética. Según las explicaciones expresadas “al momento de posponer la firma”, dicha postura se apoyaba en dos asuntos: a) la jurisdicción internacional y b) la cooperación con los países sin litoral, es decir, Bolivia y Paraguay. En el primer caso, el Gobierno sostuvo que el acuerdo limitaría la soberanía nacional. ¿Es correcto? No lo es. Los expertos afirman que no lo es, porque “la soberanía no puede imponerse sobre otros estados”. Lo obvio, cuando hay controversias entre estados, es que se resuelvan por medios neutros, como arbitraje o jurisdicción. Lo esencial es que los tratados son para respetarlos y requieren de la soberanía para sustentarse.[/cita]
Lo que sucede es que el actual Gobierno no quiere reconocer que las decisiones públicas deben adoptarse con la participación de todos los actores sociales relevantes, con objeto de elevar la eficacia de la gobernanza ambiental. Y lo hace en momentos cruciales de vivir una crisis climática, sanitaria y política, a casi un año de un estallido social y a un mes de celebrarse un importante plebiscito nacional, una de cuyas opciones es lanzar un proceso participativo de elaboración de una nueva Constitución. Lo menos que podría decirse es que, en estos momentos, negarse a firmar Escazú se trata de una apuesta descabellada de estúpido riesgo.
A esta altura de la historia, el Gobierno de Pinera ya debería estar informado que la gestión, el derecho y la administración ambientales no son optativos, sino que son deberes inexcusables, en los cuales la cooperación internacional es decisiva. ¿Por qué afirmamos esto? Porque se basan en un razonamiento único: “Para que los ciudadanos puedan disfrutar del derecho a un medioambiente sano y cumplir con el deber de protegerlo y gestionarlo de una forma sostenible, deben contar con derechos”. Simple. Sin derechos, no hay apoyo ni razón para la acción.
Por esta razón, las pobres explicaciones del señor Allamand suenan a palabras huecas, ya que no hizo referencia en ningún momento a la sustancia del asunto, por ejemplo:
1) El acceso a la información medioambiental, es esencial en la concienciación y educación ambiental, siendo ambos indispensables para intervenir en los asuntos públicos mediante dos cursos de acción, a saber, el “obtener información que esté en poder de las autoridades públicas” y “recibir información relevante por parte de las autoridades públicas”, que deben recogerla y hacerla pública sin necesidad de que medie una petición previa.
2) El acceso a la participación del público en el proceso de toma de decisiones, el cual se extiende a tres ámbitos: la autorización de determinadas actividades, la aprobación de planes y programas, y la elaboración de normas legales de carácter general o reglamentario.
3) El acceso a la justicia ambiental, tiene por objeto garantizar el acceso de los ciudadanos a los tribunales para revisar las decisiones que potencialmente hayan violado los derechos que en materia de “medioambiente” les reconoce el propio convenio. Introduce una previsión que habilita al público a entablar procedimientos administrativos o judiciales para impugnar cualquier acción u omisión imputable, bien a otro particular, empresa o a una autoridad pública, que constituya una vulneración de la legislación ambiental nacional.
El Acuerdo de Escazú, cuando entre en vigor, será el primero vinculante sobre medioambiente y Derechos Humanos en la región. Los inicios de su preparación se remontan a la Declaración de Santiago adoptada en 2014 por 24 países, a fines del primer Gobierno de Sebastián Piñera. A partir de entonces, con el apoyo de la Comisión Económica para America Latina y el Caribe (Cepal) como secretaría técnica, comenzaron las negociaciones con una comisión copresidida por las delegaciones de Chile y Costa Rica.
Hay que subrayar que el Acuerdo de Escazú incorpora la “protección de los defensores del medioambiente”, porque en nuestra región en los últimos años tenemos el deshonroso registro de más de 190 asesinatos a ecologistas y activistas ambientales.
Se abrió a la firma el 27 de septiembre de 2018 durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York. Fue firmado por 14 países. Chile, en esa oportunidad, anunció que posponía la firma.
Evidentemente, ha sido un golpe duro asimilar que Chile, como país negociador activo, al posponer entonces su firma, de hecho puso freno a la democracia ambiental. Es un impasse inadmisible, si consideramos que los principales problemas de la región en estos tiempos de crisis económica, política, sanitaria y climática simultáneas, tienen una profunda raíz medioambiental.
Si posponer la firma del Acuerdo de Escazú en septiembre 2018 fue un acto inesperado, declarar el 8 de septiembre de 2020 que no firmará, es una bofetada a la decencia y a la ética. Según las explicaciones expresadas “al momento de posponer la firma”, dicha postura se apoyaba en dos asuntos: a) la jurisdicción internacional y b) la cooperación con los países sin litoral, es decir, Bolivia y Paraguay. En el primer caso, el Gobierno sostuvo que el acuerdo limitaría la soberanía nacional. ¿Es correcto? No lo es. Los expertos afirman que no lo es, porque “la soberanía no puede imponerse sobre otros estados”. Lo obvio, cuando hay controversias entre estados, es que se resuelvan por medios neutros, como arbitraje o jurisdicción. Lo esencial es que los tratados son para respetarlos y requieren de la soberanía para sustentarse.
Respecto a la segunda cuestión, Chile objetó el acuerdo por la atención que concede a la cooperación internacional por la mediterraneidad de Bolivia y Paraguay. Se argumentó que, debido al comportamiento pasado de Bolivia, era prudente tener aprensiones con el objeto de evitar futuras demandas ante la Corte Internacional de Justicia. ¿Es relevante esta objeción? Según los expertos no lo es. Es un ardid, una mentira. “Escazú no impone deberes ambientales genéricos, sino que protege derechos específicos. Los límites territoriales no lo son”. Además, el principio de cooperación internacional ya se consagró en la Convención Marco sobre Cambio Climático, firmado y ratificado por Chile hace más de veinte años.
En síntesis, las justificaciones para no firmar son inconsistentes, ya que siempre un acuerdo internacional vinculante lleva consigo definido de antemano un mecanismo para resolver controversias. La resolución de controversias que contiene el Acuerdo de Escazú es una cláusula estándar en el derecho internacional. Su redacción es idéntica a la que aparece en varios tratados ya ratificados por Chile. En el Convenio de Aarhus, europeo, primo hermano de Escazú además, después de 15 años en ejecución, nunca se ha llevado un caso ante la Corte Internacional de Justicia. Los estados han preferido seguir las recomendaciones de su comité de cumplimiento. En otras palabras, Allamand omite, tergiversa.
Con objeto de entender al canciller Allamand, las interrogantes obvias son: ¿por qué Chile no firma?, ¿la causa son los asuntos aludidos?, ¿tenemos realmente incluidos los tres derechos de acceso en nuestra legislación ambiental?, ¿por qué el Gobierno evita otorgar los derechos de acceso a los chilenos?, ¿para asegurarse el apoyo de las empresas contaminadoras y extractivistas?, ¿es esta la razón principal?, ¿existen otras? Por favor, señor Allamand, responder estas preguntas.
Es imposible evitar pensar que el golpe del Gobierno del señor Piñera al Acuerdo de Escazú, nos señala claramente que vivimos subordinados a una gobernanza donde predomina la mentira y el engaño. ¿Por qué? Porque la respuesta lógica es pensar que no se ha dicho la verdad. Recordemos que la mentira no es negar la verdad. Mentir es decir algo que uno sabe que no cree. O sea, puedo decir algo que creo y no estoy mintiendo. Ese algo puede ser irreal, ilusorio, pero no estoy engañando. La mentira tiene que ver con el engaño. Miento, cuando digo algo que sé que no es verdad y lo sigo diciendo. Esto es lo que sucede en el caso del rechazo al Acuerdo de Escazú.
Resulta inevitable pensar que la “negación a la firma” puede tener su origen en los grandes poderes políticos, económicos y financieros que se oponen a cualquier medida que ponga en peligro su libre disposición de hacer lo que les plazca. Ese es el punto. ¿Es posible que estos poderes todavía no toleren coexistir con un acuerdo que proteja los derechos a la participación pública en las decisiones ambientales, derecho al acceso a la información y acceso a la justicia ambiental? Es evidente, no lo toleran.
Conocemos muy bien sus argumentos. ¿Por qué nos obligan a respetar normas y estándares ambientales estrictos, si somos un país en desarrollo? ¿Desean matar a nuestras empresas? ¿Quieren aumentar el desempleo? ¿Quieren frenar el crecimiento económico? Preguntas tramposas. Lo obvio es que no quieren perder los permisos permanentes para contaminar y destruir nuestro medioambiente. Esas licencias son las que perpetúan las “zonas de sacrificio ambiental”. Evidentemente, no les importa la salud de los niños y ancianos más pobres de las poblaciones más vulnerables.
También plantean: “En un país en desarrollo la protección del medioambiente es un lujo que debilita el crecimiento económico y desarrollo social”. Falacias. ¿Hasta cuándo? Lo peor es que, a pesar de la permisividad con que han actuado por cinco décadas, solo produjeron un crecimiento y desarrollo económico-social mediocres, con profundas desigualdades. Si seguimos aceptando estos embustes, vamos a continuar siendo un país en desarrollo por 50 años más, por lo menos.
Despierte, señor Piñera, esto es lo que está en juego ahora. Por favor, firme el Acuerdo de Escazú. Los jóvenes y las futuras generaciones de chilenos se lo agradecerán, incluidos los de su familia.