Establecer una nueva Constitución implica pensar en un nuevo rol de la sociedad civil y de la ciudadanía que debe estar, como dicen los italianos, dentro «della stanza dei bottoni», dentro de las instancias donde se toman las decisiones y no fuera de ellas. Es decir, una ciudadanía que ejerce formas de democracia directa, que establece agendas, debe ser parte incidente de las políticas y de la gobernabilidad, porque las formas de representación simple de una sociedad simple han dejado de tener vigencia y hay que, como dice Innerarity, resetear la política para que una ciudadanía incidente sea un factor actuante de una nueva democracia representativa, cuyos alcances, espacio, derechos, formas de participación, deben también ser establecidos constitucionalmente. Democracia política, democracia social, democracia transnacional, democracia intergeneracional, democracia de género, democracia ambiental. Es otra manera de mirar la política, las instituciones y el rol de la ciudadanía.
Las movilizaciones ciudadanas desplegadas desde el 18 de octubre pasado impusieron un proceso constituyente que se transforma en un hito histórico porque, por primera vez, una Convención Constituyente elegida por todos los chilenos, políticamente plural, con paridad de género y presencia inclusiva de los pueblos originarios, elaborará un nuevo texto Constitucional, sancionado finalmente en un plebiscito.
En ella, todos los chilenos podremos sentirnos representados –sin el estigma de la actual Constitución hecha en dictadura, que ha dividido al país por cuarenta años– porque en sus valores, principios y normas incorporará los temas acuciantes de hoy, los derechos sociales, de género, étnicos y de diversidad, una democracia con ciudadanía participativa e incidente, un modelo de desarrollo sustentable que proteja el medio ambiente, un Estado presente en la construcción de una sociedad más integrativa e igualitaria.
Una Constitución que responda a la complejidad del mundo global, digital, de la inteligencia artificial, el mundo del siglo XXI que ya no es el mundo simple y lineal de los 80, el de la Guerra Fría, plagado de dictaduras de diverso signo, sino un mundo global caracterizado por la aceleración, la incertidumbre, la liquidez, el riesgo, pero a la vez por los grandes cambios tecnocientíficos, biopolíticos, bioéticos que pueden potenciar positivamente la vida de los seres humanos.
Confieso que me resulta inexplicable que haya quienes llaman al rechazo a que la sociedad en su conjunto genere una nueva Constitución, porque ello es no solo quedarse con la Constitución originada por Pinochet, sino también ir en contra de un mundo que se mueve aceleradamente en otra dirección, hacia otra civilización, y porque implica desconocer que las sociedades necesitan un piso común donde nos reconozcamos todos, un nosotros, que responda a la realidad cambiante, flexible, donde las legítimas diferencias se expresen dentro del ámbito de la democracia, de las libertades políticas, sociales y culturales, de la tolerancia y la no violencia.
La reforma del sistema político debe estar en el centro del debate sobre la nueva Constitución. El filósofo Pierre Rosanvallon dice que hay en el mundo un excesivo presidencialismo que genera dos tendencias: liderazgos individualistas y mesiánicos y un sofocamiento de la democracia representativa que, por doctrina, es el Parlamento, del cual Bobbio dice que debe ser “el pueblo en miniatura”.
En Chile vivimos un hiperpresidencialismo que produce bloqueos institucionales y que en su extrema rigidez estructural carece de mecanismos para resolver los conflictos. El Presidente tiene atribuciones múltiples que tienden a intervenir las facultades de otros poderes del Estado y en particular del Parlamento: iniciativa exclusiva de ley, facultad de ejercer veto, calificación de las urgencias legislativas, participar del debate legislativo, constitución de comisiones prelegislativas fuera del Parlamento. Además, el Presidente puede dictar Decretos con Fuerza de Ley y goza de autonomía para decretar estados de excepción constitucional.
Todo ello redunda en que el Presidente no solo controla el Poder Ejecutivo, sino que además interviene en la agenda legislativa y se transforma en un colegislador fundamental, lo cual sobrepasa el necesario equilibrio que debe existir entre estos dos poderes del Estado, que al ser ambos electos directamente por el pueblo, genera una competencia sobre la legitimidad de la representación popular. Y no olvidemos que instituciones rígidas, en un Chile donde sectores de la derecha renuncian con facilidad a las reglas y valores de la democracia, han terminado en golpes de Estado.
Autores de doctrina política tan importantes como Giovanni Sartori y Juan Linz, entre otros, señalan que el presidencialismo centraliza y concentra el poder en la figura del Presidente y cuando este pierde adhesión en la ciudadanía se debilita todo el sistema y afecta al conjunto de la legitimidad de las instituciones. A ello se suma que los conflictos recurrentes entre un Presidente, sin mayoría en el Parlamento y con un mandato fijo, crean un vacío y muchas veces una parálisis institucional, sin que haya mecanismos para resolver las confrontaciones sin generar una crisis política de mayor envergadura.
Muchas veces –en América Latina hay variados ejemplos al respecto–, el exceso de poder alimenta en el Presidente posturas mesiánicas, la convicción de tener una gran misión que cumplir en nombre de todo un pueblo, independientemente de los grados de apoyo reales que obviamente son variables en un electorado que sobre todo hoy es fluido e itinerante. El presidencialismo alienta la fragmentación, el surgimiento de partidos pequeños y la aparición de figuras extrasistema que se potencian de las continuas crisis de competencia.
En Chile, una parte de la crisis política de legitimidad y de funcionamiento de las instituciones que observamos, incluso más allá del Gobierno actual –donde se concentran “de manual” los excesos, los males y el abuso exhibicionista del presidencialismo–, reside en la existencia de este hiperpresidencialismo y, por ello, soy partidario de cambiar el sistema presidencialista que ha ido adquiriendo un carácter cada vez más autocrático y que se transforma en un obstáculo para el ejercicio de una gobernabilidad democrática en un mundo donde se requiere flexibilidad, descentralización del poder, horizontalidad respecto de una sociedad civil que debe adquirir carácter incidente en las decisiones y una gran temporalidad en la gestión.
Por ello, soy partidario de un sistema semipresidencial que, por definición, fija atribuciones distintas a cada figura o ente institucional y, al hacerlo, no solo mantiene la separación de poderes de Montesquieu sino que, además, lo reparte, porque funciona sobre la base de un poder compartido, dual: el Presidente comparte el poder con un Primer Ministro que, a su vez, depende de la mayoría parlamentaria. Hay un mayor equilibrio de poderes que en el Presidencialismo y creo que tiene ventajas sobre el régimen puramente parlamentarista porque crea un camino mixto, dado que da valor y poder al voto popular y a la confianza depositada por la ciudadanía en el Presidente, lo cual responde a la larga tradición y a la idiosincrasia de los chilenos.
Sartori señala que un régimen semipresidencial se caracteriza por que el Presidente, que es el Jefe de Estado, es elegido por el voto popular por un período determinado y tiene como función primordial garantizar el funcionamiento regular de las instituciones, y dirige la política exterior, la diplomacia y las Fuerzas Armadas. Comparte el Poder Ejecutivo con un Primer Ministro al cual designa, pero que es independiente en la medida que él y su gabinete dependen de la mayoría en el Parlamento que lo elije y para lo cual debe mantener una mayoría, dado que está sujeto al voto de confianza y al voto de censura del Parlamento.
Es decir, el Jefe de Estado es independiente del Parlamento, ya que es elegido por voto popular, pero no se le permite gobernar solo o directamente y, en consecuencia, debe canalizar su voluntad política a través de su Gobierno que designa el Parlamento. Si el Primer Ministro pierde la mayoría, dimite ante el Jefe de Estado, el que procede a designar a otro líder que pueda recomponer la mayoría o generar una nueva, lo cual potencia los asuntos programáticos, o disuelve el Parlamento y convoca a nuevas elecciones que recompongan una mayoría. Además, el Presidente o Jefe de Estado, al no gestionar el Ejecutivo directamente, mantiene una relación no conflictiva con los dirigentes de los partidos contrarios y favorece el compromiso, la negociación y la moderación de las fuerzas en pugna.
El semipresidencialismo es un sistema de gobierno mucho más flexible, que posibilita el funcionamiento del régimen democrático con un Gobierno que sea expresión de la mayoría parlamentaria, facilita la superación de los conflictos institucionales que pueden tornarse insuperables dentro del presidencialismo y desarrolla límites en el ejercicio del poder, lo que expresa un cambio en la cultura política. También el semipresidencialismo fortalece política e institucionalmente al Parlamento, reequilibra el sistema institucional, puede funcionar con un sistema unicameral o bicameral, potencia el rol de los partidos políticos y de sus visiones programáticas.
Sin embargo, quiero observar que el cambio de sistema político es uno de los factores que incide en el fortalecimiento de la democracia representativa, el otro es el del rol de la ciudadanía y de cómo se enfrentan las causas más estructurales de la crisis de la política.
Hace unas semanas tuvimos un interesante debate virtual con el filósofo español Daniel Innerarity. Él plantea algo de fondo: cuando la información estaba concentrada en los instrumentos de la política era relativamente viable una democracia representativa vertical, centralista, donde el garante de todo fuera el Presidente, pero cuando la información y las comunicaciones se expanden y la revolución digital transforma la forma de comunicar y cada persona tiene acceso a ella, incluso globalmente, cae la mediación ideológica de los partidos y de las instituciones, y se requieren formas de gobierno horizontales que permitan absorber, canalizar, el malestar, la desconfianza, que rápidamente se transforma en indignación y, como hemos visto con la explosión social del 18 de octubre, en movilización ciudadana que sobrepasa a todos los poderes porque las personas hoy se autoconvocan y plantean reivindicaciones policonflictuales y, por tanto, transversales y muy complejas de manejar con los instrumentos políticos del pasado.
Ello implica pensar, al establecer una nueva Constitución, en un nuevo rol de la sociedad civil y de la ciudadanía que debe estar, como dicen los italianos, dentro della stanza dei bottoni, dentro de las instancias donde se toman las decisiones y no fuera de ellas. Es decir, una ciudadanía que ejerce formas de democracia directa, que establece agendas, debe ser parte incidente de las políticas y de la gobernabilidad, porque las formas de representación simple de una sociedad simple han dejado de tener vigencia y hay que, como dice Innerarity, resetear la política para que una ciudadanía incidente sea un factor actuante de una nueva democracia representativa, cuyos alcances, espacio, derechos, formas de participación, deben también ser establecidos constitucionalmente. Democracia política, democracia social, democracia transnacional, democracia intergeneracional, democracia de género, democracia ambiental. Es otra manera de mirar la política, las instituciones y el rol de la ciudadanía.