A inicios de la nueva década, es claro que el sistema político que rigió la transición a la democracia se agotó, los principales actores políticos de los 90 ya fueron. Surgió una nueva sociedad, más diversa, imposible de encasillar en dos bandos. Aumentó la escolaridad, se acrecentó la demanda por trasparencia, crecieron los sectores medios, las nuevas tecnologías permiten una comunicación instantánea y horizontal impensable 30 años atrás. A ello se suma la pérdida de legitimidad de las elites de todo tipo. Se acompaña de una ciudadanía sin paciencia. Emergieron nuevas problemáticas, propias del siglo XXI, en todo el planeta: inclusión, medio ambiente, derechos de minorías, entre otras. En suma, el traje quedó anticuado y estrecho. Corresponde construir los nuevos consensos y que emerjan los actores del siglo XXI.
El próximo domingo 25 de octubre los chilenos nos pronunciaremos sobre la necesidad de una nueva Constitución. Si la queremos y en qué forma deseamos se redacte.
Ese día, donde todo apunta a una amplia victoria del Apruebo, se cerrará un ciclo de la vida política del país. Curiosamente se inició con otro plebiscito, el del 5 de octubre de 1988, cuando la mayoría dijo No a Pinochet. Quería seguir gobernando 8 años más. Hoy algunos ven lejanos esos días. Otros sencillamente no los ven, porque eran muy pequeños o, sencillamente, porque no habían nacido.
La ciencia política define a una transición como aquel período que media entre un régimen y otro. Es un período en el que coexisten rasgos del viejo régimen con rasgos del nuevo. Y así fue. Tuvimos presidentes electos democráticamente, pero que convivían con un Congreso que tenía “senadores designados”, cosa que no solo se olvida sino que cuesta explicarlo a quienes no lo vivieron. Tuvimos prensa libre y tribunales cada vez más independientes que convivieron con comandantes en jefe inamovibles.
[cita tipo=»destaque»]El fin de la era de los altos ingresos por el precio de las materias primas, unido a la instalación del Gobierno de Piñera II, exacerbaron las contradicciones: se le prometió al país el paraíso en la tierra («los tiempos mejores»), se cosechó la descomposición de los restos de la Concertación-Nueva Mayoría y, de paso, no se advirtió el polvorín social que se gestaba. Se instaló una elite gubernamental con buena educación, buenos posgrados, inglés sin acento, pero que no sabía lo que pasaba al sur de Av. Matta.[/cita]
En fin, lo nuevo se entremezcló con herencias del viejo régimen y las llamadas leyes de amarre. Muchos se preguntan por qué no se avanzó más rápido y no se profundizó más pronto la naciente democracia. La respuesta la darán los historiadores. A muchos nos habría gustado que se avanzara con más decisión, pero también entendíamos que los grandes cambios requieren de grandes mayoría que los respalden. Y eso nos lleva al tema de la conformación de las mayorías.
Junto con los consensos de la transición, se estructuraron sus actores y entre ellos destacó la Concertación de Partidos por la Democracia. También su contrapartida de centroderecha, que en el Congreso tenía la mayoría al sumar a la bancada de los “designados”. Por allí se bloquearon buena parte de las iniciativas de cambio.
El sistema binominal –que venía con el modelo– le dio orden al sistema, pero aplastó a la diversidad y, de paso, facilitó que la minoría controlase a la mayoría. No solo eso, merced a la reelección perpetua (vigente hasta hoy) se fue conformando una “oligarquía parlamentaria”. Sucesivamente la reelección pasó a ser un objetivo de muchos y los partidos pasaron a ser controlados por los líderes del Congreso.
La cohesión programático-ideológica fue progresivamente reemplazada por diversos mecanismos clientelares y la emergencia de curiosas y nefastas prácticas en la vida de los partidos: los militantes “fichas”, los incumbentes, los lotes, “el que tiene, mantiene”, etc. El resultado es que progresivamente los partidos se alejaron de la ciudadanía y su sentir. También fueron cosechando un rotundo rechazo. Digamos que el propio sistema político fue limitando el pleno ejercicio de la democracia. Los gobernados empezaron a distanciarse y desconfiar de los gobernantes.
En el haber, los logros no fueron pocos. El país evitó una salida violenta (y sangrienta). La paz consensuada se instaló. La economía dio un salto. El retorno democrático coincidió con el fin de la Guerra Fría y con el inicio de una sustancial revolución científico técnica, que aún está en curso. Chile se modernizó, pero a costa de una mayor desigualdad. La pobreza disminuyó considerablemente y el PIB creció. Los chilenos tuvimos acceso a bienes de alta tecnología, pero muchas veces a costa de un elevado endeudamiento. La movilidad social radicó en gran medida en la masificación del crédito privado vía todo tipo de tarjetas. Resumiendo, el país creció, pero la desigualdad aumentó más aún.
Ideológicamente se instaló progresivamente un individualismo aspiracional que penetró a lo largo de todo el tejido social. La desigualdad se apreciaba mejor desde afuera, el propio Mario Vargas Llosa llegó a plantear que las elites chilenas eran “cavernarias”. El humor extranjero también recogía este sentir en los chistes sobre nosotros: “La mitad de los chilenos son muy conservadores… ¿y la otra mitad? Aaahhh, también son conservadores, pero se dicen socialistas”.
Cabe preguntarse cuándo finalizó la transición. ¿Cuándo terminó la Concertación? ¿Cuándo se murió Pinochet? ¿Cuándo se derogó el binominal? Tema para los historiadores, pero lo cierto es que los consensos y los actores del ciclo inaugurado con el plebiscito de 1988 ya cumplieron su cometido. El país es otro, la población es diferente y los desafíos de hoy son los del siglo XXI. A inicios de los 90, nadie había jubilado por el régimen de AFP, los estudiantes de educación superior eran una minoría en nuestra juventud, todo el mundo esperaba que la alegría llegase.
El fin de la era de los altos ingresos por el precio de las materias primas, unido a la instalación del Gobierno de Piñera II, exacerbaron las contradicciones: se le prometió al país el paraíso en la tierra («los tiempos mejores»), se cosechó la descomposición de los restos de la Concertación-Nueva Mayoría y, de paso, no se advirtió el polvorín social que se gestaba. Se instaló una elite gubernamental con buena educación, buenos posgrados, inglés sin acento, pero que no sabía lo que pasaba al sur de Av. Matta.
El resto es historia conocida, estallido social, acuerdo de reforma constitucional, pandemia, Mañalich y sus bravatas de que todo estaba planificado desde enero. Y aquí estamos. A una semana del plebiscito.
A inicios de la nueva década, es claro que el sistema político que rigió la transición a la democracia se agotó, los principales actores políticos de los 90 ya fueron. Surgió una nueva sociedad, más diversa, imposible de encasillar en dos bandos. Aumentó la escolaridad, se acrecentó la demanda por trasparencia, crecieron los sectores medios, las nuevas tecnologías permiten una comunicación instantánea y horizontal impensable 30 años atrás. A ello se suma la pérdida de legitimidad de las elites de todo tipo. Se acompaña de una ciudadanía sin paciencia. Emergieron nuevas problemáticas, propias del siglo XXI, en todo el planeta: inclusión, medio ambiente, derechos de minorías, entre otras. En suma, el traje quedó anticuado y estrecho. Corresponde construir los nuevos consensos y que emerjan los actores del siglo XXI.
El nuevo ciclo se inaugurará con la voluntad ciudadana que se exprese el próximo 25 de octubre. Con la manifestación de la voluntad del soberano, se iniciará un cronograma institucional que culminará con una nueva Carta Fundamental, expresión jurídica del pacto social que los chilenos concordaremos para enfrentar nuestro futuro.
Tengo fe en Chile y su destino.