La nueva Constitución, por supuesto, también se presenta como una gran oportunidad para enfrentar mejor la crisis climática, en particular, para abrir un camino para erradicar de nuestro quehacer nacional a la nefasta “sociedad de mercado y al neoliberalismo económico” con sus malas prácticas que además de incentivar la quema de combustibles fósiles, profundizaron las desigualdades, incitaron el despilfarro, promovieron el endeudamiento y súper consumismo. La tarea es reemplazar todo ello por una “economía verde” y transitar hacia una “nueva normalidad”, con nuevos patrones de producción y consumo, nuevos estilos de vida, con respeto al medioambiente y la naturaleza. Todos ellos, elementos fundamentales para detener el cambio climático. La nueva Constitución es, sin duda, la vía correcta para garantizar el logro de estas loables metas
A fines del siglo XX, muchos chilenos se resistieron a creer que el sistema climático de la Tierra podría estar cambiando aceleradamente a causa de nuestras actividades. Incluso ambientalistas, trabajando en el manejo de ecosistemas y recursos naturales observaban con suspicacia que un asunto con tantas incertidumbres debiera tener prioridad frente a la realidad tangible de la destrucción de los ecosistemas naturales y la pérdida de la biodiversidad. Pero en la última década las ciencias del clima sufrieron un cambio radical con la creación del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) y la incertidumbre ha disminuido drásticamente con la participación de ecólogos, economistas, físicos, matemáticos, bioquímicos, entre otros.
Se han comenzado a entender mejor las relaciones entre clima, ecosistemas, ciencia y sociedad. Las conclusiones aceptadas en la actualidad por la comunidad científica mundial nos señalan que el ritmo acelerado del cambio climático en marcha está poniendo en peligro nuestra supervivencia, que es el resultado de las actividades humanas y que es un fenómeno que no puede calificarse como parte de un ciclo natural del clima del planeta. El nuevo proceso constitucional que la ciudadanía chilena espera iniciar después del próximo plebiscito que tendrá lugar el domingo 25 de octubre abre una tremenda oportunidad para que el país lleve a cabo su asignatura pendiente en materia de justicia ambiental y climática.
El cambio climático es un problema global que exige una solución global. En Chile se ha avanzado poco con este fin, porque aún persisten personeros de gobierno y grandes empresas asociadas a los combustibles fósiles que promueven actividades humanas que insisten en elevar sus emisiones de gases de efecto invernadero, principalmente CO2, mediante la quema desenfrenada de gas, petróleo y carbón. Estas posiciones económicas e industriales negativas, que se resisten a la descarbonización, amenazan seriamente el bienestar y salud de los chilenos y causan daños irreversibles a nuestros ecosistemas. Lo peor es que a consecuencias de la ineficacia de los gobiernos, sin excepción, para detener el cambio climático éste ha devenido en la peor crisis de nuestra historia: “la crisis climática”. En Chile, diariamente, en distintas regiones del país, con indiferencia se ignoran las señales obvias que nos indican que vamos por un camino insostenible.
No se puede desconocer que en los últimos treinta años el país tuvo acceso a avances tecnológicos sin precedentes que mejoraron los niveles de bienestar, con alcance a una cantidad de información digital envidiable para las generaciones anteriores, mejores alimentos, acceso a créditos y a bienes suntuarios, más entretenimientos, tecnologías en salud antes impensadas, disminución de la mortalidad infantil, progresos en la medicina que alzaron la edad media de las personas, avances espectaculares en la producción de alimentos, para mencionar las más relevantes. También se progresó, con dificultades, en la gestión ambiental pública y en la empresa privada, se redujeron sustancialmente las emisiones de aquellos productos químicos que dañan la capa de ozono, se mejoró levemente el control de las distintas fuentes de contaminación en Santiago y se aumentó la energía generada con fuentes renovables.
Estos progresos, sin embargo, han significado poco para garantizar un estilo de vida sostenible a las futuras generaciones. La debilidad del andamiaje que sustenta los progresos conseguidos quedó en evidencia por las crecientes desigualdades creadas por el sistema económico neoliberal aplicado el cual fue socavando el bien común en toda la sociedad chilena. La economía de libre mercado, que se transformó en la vía indiscutible para el futuro del país, no cumplió en la distribución de los beneficios del crecimiento económico. Por el contrario, aumentó las desigualdades e hizo crecer un enorme resentimiento en las grandes mayorías de trabajadores y desempleados que fueron disminuyendo año a año su participación en los beneficios del crecimiento económico. La riqueza se concentró en un 1% de la población. Hasta fines de 2020, el país aún no encuentra la salida al dilema de cómo los partidarios del neoliberalismo económico ven el vaso medio lleno o cómo el resto de la sociedad lo ve medio vacío. La pregunta importante es: ¿por qué está medio vacío y cómo puede llenarse?
En los últimos años empeoró la estabilidad económica y política mundial. Inseguridad en las relaciones internacionales con posibilidades de confrontaciones no vistas desde la II Guerra Mundial; altos niveles de narcotráfico y drogadicción, corrupción, concentración de la riqueza; resurgimientos del terrorismo, de los fundamentalismos, nacionalismos, y enfrentamientos religiosos, inseguridad laboral. Las repercusiones en Chile y el costo del deterioro ha sido enorme. El individualismo, la desintegración social y la falta de solidaridad comenzó a hacerse presente en nuestra sociedad. Son múltiples las razones por las cuales nos sentimos angustiados, ansiosos, inquietos y no sabemos a qué atribuirlo. Las interdependencias entre generaciones y coetáneos se empezaron a esfumar. La sociedad chilena irreflexivamente transitó hacia un frágil sistema socio-político, inestable, poco resiliente, en el abismo, a punto de colapsar en cualquier momento. El estallido social del 18 de octubre 2019 fue un primer anuncio.
Escribir sobre la crisis climática en este escenario y a dos semanas del plebiscito constitucional no es una tarea sencilla. Aún existen muchas incógnitas y mucha resistencia a aceptar el cambio climático como el principal problema ambiental. Pero hacerlo resulta inevitable ya que vivimos momentos de gran complejidad, con conflictos interconectados, enfrentados a varias crisis simultáneas, en economía, política, finanzas, creencias, y en medio de las cuales la climática ocupa un lugar crucial, aunque aún no sea totalmente comprendido. En el último año, para mayores males, se sumó a este cuadro desolador una pandemia devastadora, la del COVID19 que ha contagiado a más de treinta y cuatro millones de personas en todo el mundo, con más de un millón de fallecidos. En Chile llevamos al 15 de octubre 486.496 contagios, activos 13.526 y 13.434 fallecidos. Este panorama constituye la crisis histórica más seria de la humanidad de los últimos siglos. Una crisis que está mostrando las carencias de todos los sistemas políticos. La gente perdió confianza en sus líderes y en las instituciones nacionales, regionales y globales, incluso en las religiosas. Han resurgido populismos y extremismos que se creían desterrados. En Chile, todas las capacidades de respuesta se han visto superadas dejándonos desprovistos de seguridades, a pasos de un muy probable cambio permanente en nuestro estilo de vida y en la forma de hacer las cosas. En resumen, en medio de una crisis histórica de proporciones.
Deberíamos tenerlo muy claro en nuestras mentes. El conflicto que puede poner en peligro el futuro de la humanidad de una manera irreversible es la crisis climática. Es un problema global, pero tiene conexiones con todos los aspectos de la vida humana y la naturaleza. Hasta hoy los intentos para obtener respuestas han sido decepcionantes. Todas las negociaciones intergubernamentales han avanzado lentamente y en algunos casos con rotundos fracasos, como fue el caso de la Conferencia de las Partes 25ª Madrid-Chile en diciembre 2019.
La realidad de la crisis climática con sus conflictos e incertidumbres ha resultado ser un verdadero laberinto, en el cual los Estados se han enfrentado a ecuaciones con numerosas variables y datos que se relacionan entre sí configurando un complejo armazón: intereses económicos de las grandes empresas ligadas a los combustibles fósiles, pérdidas económicas que se concentran en el Estado y afectan a las personas de menores ingresos, ocurrencia de eventos climáticos extremos (inundaciones, incendios forestales, huracanes, sequías, entre otros) cada vez más intensos y frecuentes; enfermedades, conflictos sociales, hambrunas, pobreza, refugiados, desempleo, creciente desigualdad, entre muchos otros.
En el ámbito mundial, si examinamos dónde estábamos hace una década, la situación hoy es totalmente distinta. La gente se conecta, se vincula, se congrega. Asisten en masa a las reuniones de las Conferencias de las Partes (COPs) de Acuerdo de París, miles de activistas latinoamericanos chilenos incluidos, europeos, africanos y asiáticos exigen respeto a los acuerdos y un cambio al sistema económico altamente dependiente del petróleo, gas y carbón. Todo esto es por el clima y, por supuesto, por superar los problemas políticos y sociales enraízados por décadas. No se habían visto desde hace mucho tiempo las manifestaciones masivas como las ocurridas por el clima en los últimos años en todas las grandes ciudades del planeta.
El movimiento por el medioambiente está expandiendo sus raíces y se está ampliando por todo el mundo. Es un momento intenso, de mucho estímulo, que no se ha enfríado por la pandemia del COVID19. Se trata de un avance global, que se interconecta de una manera extraordinaria con las disrupciones tecnológicas en energía y transporte y los nuevos sistemas de información digital, que se manisfiesta y crece en las redes sociales de una manera no acostumbrada. Sus consecuencias para los cambios económicos, sociales y mejoramiento de la humanidad en su conjunto elevan nuevamente las esperanzas de construir un mundo mejor.
En el ámbito chileno, en el proceso constitucional que iniciaremos pronto será inevitable hacer frente a la complejidad del cambio climático y para ello un buen paso será robustecer la acción climática con información fidedigna y alertar al ciudadano chileno de los enormes riesgos a que estarán expuestos. Los efectos de las enormes emisiones de CO2 que siguen aumentando y de otros gases con efecto invernadero son ya indiscutibles.
Urge identificar e insertar en el nuevo texto constitucional los principios fundamentales que faciliten en Chile comenzar a aportar con nuestras acciones como personas, asociaciones, empresas y Estado dirigidas a “disminuir las emisiones de CO2 a la atmósfera”, la causa principal del “efecto invernadero”, que induce al “calentamiento global” y provoca en último término el “cambio climático”. El ciudadano chileno requiere estar mejor informado de lo mucho y muy grave que está sucediendo, ya que se siente perdido, y con razón, en este laberinto cuya salida nos es totalmente desconocida. Muy pocos lo entienden, y son muchos menos los que están convencidos que el problema existe. No hay conciencia que el destino de las futuras generaciones (no necesariamente las muy lejanas) está hoy en peligro.
Necesitamos una nueva visión al interior de nuestra cultura muy abarrotada de conceptos añejos. Necesitamos, también, acciones drásticas y urgentes ya que la gravedad de la crisis climática no da tiempo a gradualidades o lentitud en los progresos. Un punto a favor es que la gente mediante movilizaciones en 2019 y 2020 está ganando, en todo el país. Los que no se den por enterados estarán fuera de la escena política en pocos años. Ya se observa el fin del dominio de la asociación de las grandes empresas con las cúpulas de los partidos políticos tradicionales, que en el pasado inundaron con grandes mentiras su compromiso con el medioambiente y con la aspiración de hacer llegar los beneficios a las poblaciones más vulnerables. La toma de conciencia de la gente por la justicia climática y ambiental está creciendo sustantivamente y las malas prácticas pierden terreno. Aunque el gobierno actual no lea ni escuche y haya tenido la desvergüenza de no firmar el Acuerdo de Escazú antes del 26 de septiembre pasado. No tengo dudas que Chile lo firmará y ratificará en los próximos años, cuando vivamos regidos por una nueva Constitución y un nuevo sistema político. Con una sociedad más empoderada.
La descarbonización tiene que ser impulsada por nosotros mismos, en nuestros hogares, en el trabajo, ciudad y país. A ello también contribuirán las futuras disrupciones tecnológicas en el campo de la energía, el transporte y en los sistemas de información digital dirigidas a disminuir drásticamente las emisiones de CO2. La “economía verde” también puede llegar a ser el mejor freno posible tanto para el COVID19 como para la crisis climática.
La nueva Constitución, por supuesto, también se presenta como una gran oportunidad para enfrentar mejor la crisis climática, en particular, para abrir un camino para erradicar de nuestro quehacer nacional a la nefasta “sociedad de mercado y al neoliberalismo económico” con sus malas prácticas que además de incentivar la quema de combustibles fósiles, profundizaron las desigualdades, incitaron el despilfarro, promovieron el endeudamiento y súper consumismo. La tarea es reemplazar todo ello por una “economía verde” y transitar hacia una “nueva normalidad”, con nuevos patrones de producción y consumo, nuevos estilos de vida, con respeto al medioambiente y la naturaleza. Todos ellos, elementos fundamentales para detener el cambio climático. La nueva Constitución es, sin duda, la vía correcta para garantizar el logro de estas loables metas.