Sería largo extendernos acá en nuestra visión del régimen político que nos caracterizaba hasta antes del golpe de 1973, que se nos atribuye –en la crítica al libro «Crisis del híper-presidencialismo chileno y nueva Constitución: ¿cambio de régimen político?»– como más bien idílica. Por lo mismo, solo un par de frases. Creemos lo contrario. Somos muy críticos de la concentración de facultades en la Presidencia de la República a través de nuestra historia, tanto en la Constitución de 1833 como su reforzamiento en la Constitución de 1925. La enorme ampliación del derecho a voto desde mediados del siglo pasado introdujo una dinámica de las demandas ciudadanas que no pudo ser procesada por un sistema político rígido, polarizado –consecuencia habitual del régimen presidencial– e insuficientemente participativo y colegiado. Pero, al compararnos con el resto de la región, nuestra democracia sí sobresalía en términos de diversidad de expresiones políticas y participación electoral. Con todo, eso fue claramente insuficiente, como lo demostró el quiebre democrático de 1973.
En su edición del domingo 18 de octubre, su diario publica un extenso artículo de don Eugenio Rivera, donde se analiza el contenido de nuestro reciente libro Crisis del híper-presidencialismo chileno y nueva Constitución:¿cambio de régimen político?
Agradeciendo el pormenorizado comentario que permite continuar este debate que tanto nos interesa, debemos expresar algunos desacuerdos con la interpretación y conclusiones a las que arriba el señor Rivera.
En esencia, Eugenio Rivera plantea que el libro falla en entender el problema central de nuestra crisis, que sería el alejamiento de la ciudadanía respecto de nuestro régimen de democracia representativa, habida cuenta de la exclusión de la que, cada día más, habría sido objeto.
Coincidimos en que la ciudadanía muestra una creciente insatisfacción con las decisiones de la esfera política y en que se generaliza el sentimiento de que los principales problemas de falta de oportunidades, enormes desigualdades y abusos permanecen sin solución. De allí el impresionante estallido social que comenzara hace un año. Ese es sin duda el síntoma; pero donde situamos nuestro análisis es en el intento de desentrañar sus causas y, con ello, las posibles soluciones a esta crítica situación.
El comentario citado atribuye a nuestra propuesta un intento de reacomodar las piezas de la superestructura política, a objeto de destrabar el bloqueo que efectivamente creemos se ha producido, pero de continuar relegando a la ciudadanía a un rol secundario. De allí que se la termina caracterizando como un “presidencialismo reforzado”.
Sería largo extendernos acá en nuestra visión del régimen político que nos caracterizaba hasta antes del golpe de 1973, que se nos atribuye como más bien idílica. Por lo mismo, solo un par de frases. Creemos lo contrario. Somos muy críticos de la concentración de facultades en la Presidencia de la República a través de nuestra historia, tanto en la Constitución de 1833 como su reforzamiento en la Constitución de 1925. La enorme ampliación del derecho a voto desde mediados del siglo pasado introdujo una dinámica de las demandas ciudadanas que no pudo ser procesada por un sistema político rígido, polarizado –consecuencia habitual del régimen presidencial– e insuficientemente participativo y colegiado. Pero, al compararnos con el resto de la región, nuestra democracia sí sobresalía en términos de diversidad de expresiones políticas y participación electoral. Con todo, eso fue claramente insuficiente, como lo demostró el quiebre democrático de 1973.
En nuestro libro enfatizamos una y otra vez que nuestra propuesta es sistémica. Requiere de un cambio simultáneo en el conjunto de fuerzas que gobiernan nuestro régimen político; nada más lejos de creer que bastaría con un par de reacomodos superestructurales en la relación de los dos órganos colegisladores. De hecho, una de las críticas más comunes a nuestro texto, de aquellos conservadores frente al cambio, es la gran innovación que representa la propuesta. Veamos:
Es eso lo que llamamos un sistema trabado y bloqueado. Ningún Gobierno podrá llevar a cabo políticas públicas que se aparten de la inspiración de la Constitución de 1980 –si son gobiernos progresistas– o actualizarlas en consonancia con ella si son gobiernos conservadores, pues no contarán con las mayorías parlamentarias. En suma, un país petrificado en el tiempo.
Como se observará, tal situación no es meramente el resultado de la particular ingeniería que el régimen político dé a la relación Ejecutivo-Legislativo. Se funda en la esencia misma de la Constitución de 1980 en lo que refiere a su parte dogmática, como también en los requisitos de quórum y en el rol del Tribunal Constitucional. Y consideramos imprescindibles cambios en todos estos niveles (y en otros, como la democracia interna de los partidos políticos, por ejemplo), pues hacemos una propuesta sistémica. Nos parece sustantivo fortalecer la democracia representativa a través de los partidos políticos. Recordemos que el sueño de Pinochet era eliminar el sistema de partidos, relevando la figura de independientes. Detallamos ciertamente solo los aspectos orgánicos, pues es ese el tema del libro.
¿Tiene todo esto relación con el descontento ciudadano y con la crisis de octubre? Por cierto que sí. ¿Cuánto tiempo llevamos discutiendo sobre la necesidad de establecer una educación igualitaria para todos los niños y niñas, independientemente de su condición socioeconómica, raza, credo u orientación de género? Y nuestra educación continúa aberrantemente segregada, habiendo transcurrido casi una década y media desde la revolución pingüina. Similares consideraciones podemos hacer para el acceso a la salud, la completa insuficiencia de las pensiones, el debido reconocimiento y voz de nuestros pueblos indígenas, las discriminaciones de género, las debilidades del trabajo frente al capital, el abuso con los consumidores, el desigual acceso a la justicia, la subordinación de los territorios a las decisiones del centro, la carencia de un Estado activo en la transformación productiva hacia procesos de más alto valor para mejorar la calidad de los empleos, etc.
En suma, un sistema político que ha dejado el contrato social congelado en el tiempo no podía sino redundar en una fuerte pérdida de legitimidad de las instituciones y en una desconfianza ciudadana que solo escala. Y todo esto a pesar de los progresos económico-sociales que, si bien son decrecientes, en medida importante por lo que aquí analizamos, se han producido como nunca antes en nuestra historia. Imposible no pensar en Unamuno cuando alegaba “venceréis pero no convenceréis”.
¿Refuerza nuestra propuesta el Presidencialismo y mantiene marginada a la ciudadanía? No lo vemos así. Enunciamos en el texto una serie de instituciones que eliminan el hiperpresidencialismo que han sido quizás insuficientemente consideradas por el Sr. Rivera: a) el Presidente debe armonizar su mayoría con el Congreso; b) se eliminan los supra quórum; c) se traslada al Congreso gran parte de la iniciativa legislativa; d) solo se consideran vetos presidenciales parciales y con quórum igual a las leyes (se elimina quórum de 2/3); e) se elimina el control preventivo del Tribunal Constitucional; f) los parlamentarios pueden ser ministros de Estado (otro freno y contrapeso); g) el nuevo Congreso podrá censurar al Presidente(a) y su gabinete, entre otras cuestiones.
¿Ha permanecido la legislatura indiferente a los problemas de la ciudadanía? La miríada de iniciativas legales que han pretendido abordar los reclamos ciudadanos son elocuentes en ese sentido. Pero todas y cada una permanecen congeladas en el tiempo y la ciudadanía percibe esta inacción como una suerte de “tongo” al interior de la élite política que de todo discute pero nada resuelve. Pero no lo hace porque el régimen político está impidiéndolo.
¿Significa lo anterior que una democracia representativa clásica, pero perfeccionada para que no se trabe y las iniciativas legales puedan avanzar, bastaría como solución? No. Ya destacamos los elementos que deben cambiarse referidos a los principios y derechos constitucionales. Pero la democracia representativa está viviendo una necesaria transformación en todo el planeta, conforme la coordinación de la acción ciudadana se ha facilitado enormemente por los cambios tecnológicos. Esto ha redundado en que la diversidad y volumen de las demandas ciudadanas –muchas de ellas antes invisibilizadas– se hayan expandido geométricamente.
Por eso incluimos en la propuesta formas de democracia directa, vinculante, como son la necesidad de plebiscitar las reformas constitucionales, la revocación ciudadana de leyes y, particularmente importante, la consulta directa a la ciudadanía acerca de cómo resolver un eventual conflicto insalvable entre Ejecutivo y Legislativo. Si el Ejecutivo disuelve al Legislativo, será la ciudadanía la que dará su veredicto al apoyar en la nueva elección las posturas del Ejecutivo o del Legislativo, según la orientación del nuevo Congreso elegido, el que, en el extremo, podrá remover al Ejecutivo.
Esto para comenzar, porque nuestra propuesta abre un sinfín de posibilidades de participación ciudadana incidente, como por ejemplo la iniciativa popular de ley. Y es perfectamente consistente con esta visión más colegiada del poder, la participación ciudadana obligatoria en múltiples procesos, como la discusión presupuestaria, las autorizaciones ambientales, etc. Sin duda el nuevo texto constitucional podría reconocer la participación pública como un derecho.
Creemos, para concluir, que hacemos una propuesta que propende a colegiar el poder, que es lo contrario a reforzar el presidencialismo. Gobernar deberá ser el arte de conciliar los puntos de vista del Ejecutivo, con el Legislativo y con la ciudadanía, pero en un marco que incentive la búsqueda de acuerdos y no el bloqueo mutuo. No pretendemos que nuestra propuesta sea la única opción. El parlamentarismo también la es. Corresponderá al órgano constituyente establecer qué modalidad se ajusta mejor a nuestras necesidades y tradiciones.