No cabe duda que la historia no perderá de vista el hecho de que se trata de un acto fundante de la sanadora legitimidad de origen que debe tener una Constitución Política, la “casa común”, en un país como el nuestro, aquejado de tantas divisiones y fracturas. En materia de legitimidad de origen, no empatan políticamente los aciertos con los errores y, por lo tanto, no se vota por el pasado sino por el futuro. En el punto en el cual el país se encuentra, a pocos días del plebiscito, se hace necesario denotar y destacar que las élites, hasta ahora erráticas y casi ausentes, por fin parecen haber empezado a transitar en una dirección más coherente y positiva con el proceso constituyente que se inicia.
Por primera vez en la historia de Chile, la más amplia mayoría de los ciudadanos está convocada a emitir su preferencia y dictar su mandato político acerca de una nueva Constitución, que rija la vida institucional y política del país. Es el primer acto soberano destinado a construir una legitimidad de origen para la Constitución Política que nos regirá y es el punto de partida para dar vida al principio más caro a las democracias modernas, cual es que la soberanía radica en el pueblo, quien la expresa de manera libre a través de su voto en elecciones, sufragios y plebiscitos libres y válidamente ejecutados, ajenos a toda presión y de cualquier naturaleza.
Poco se ha insistido sobre las tres características señaladas más arriba. En general, la imaginación de la élite política ha estado más capturada estos últimos meses por el juego binario del Apruebo/Rechazo y menos por la conciencia de que el hecho quedará grabado para la posteridad como un acto social en sí, producto y consecuencia del potente accionar de varios millones de ciudadanos anónimos que remecieron el letargo institucional del país a partir del denominado “estallido social”, haciendo posible que ello ocurriera. La asistencia a votar será la cristalización de este esfuerzo.
[cita tipo=»destaque»]Es entendible que, en un momento tan crucial como este, las emociones personales de generaciones enteras afloren de manera fuerte y a veces se desborden, pero se debe evitar a toda costa que se utilicen para justificar una violencia irracional que en todas sus manifestaciones, institucionales o de brote social, resulta resabio de una época que basó la vigencia del poder político solo en la humillación y el miedo de la gente.[/cita]
No cabe duda que la historia no perderá de vista el hecho de que se trata de un acto fundante de la sanadora legitimidad de origen que debe tener una Constitución Política, la “casa común”, en un país como el nuestro, aquejado de tantas divisiones y fracturas. En materia de legitimidad de origen, no empatan políticamente los aciertos con los errores y, por lo tanto, no se vota por el pasado sino por el futuro.
Seguramente la historia tampoco soslayará la esencia constituyente del acto, lejos de cualquier ejercicio delegado por algún poder ya constituido o extraño a la democracia. Este proceso constituyente, que empezará formalmente este domingo 25 de octubre, se abre y se cierra de manera plebiscitaria, es decir, con la aprobación final de la ciudadanía a los contenidos. Es cierto que la elaboración de estos requerirá de cuerpos colegiados más pequeños, pero el resultado final se verá y aprobará en un plebiscito de salida, lo que le aportará una legitimidad incuestionable.
Después de doscientos diez años de fundada la República de Chile, sus ciudadanos por primera vez tendrán la oportunidad maravillosa de participar de manera masiva y democrática en la construcción de un mandato político, que brinde un marco jurídico y político a un proyecto de país socialmente más integrado e igualitario, y con más oportunidades de desarrollo.
En el punto en el cual el país se encuentra, a pocos días del plebiscito, se hace necesario denotar y destacar que las élites, hasta ahora erráticas y casi ausentes, por fin parecen haber empezado a transitar en una dirección más coherente y positiva con el proceso constituyente que se inicia.
La dicotomía Apruebo/Rechazo que se apoderó de los mensajes políticos pareció llenarse de un lenguaje de fantasmas y de miedos, más propios de la superstición política o el radicalismo intransigente, que de una racionalidad orientada a un nuevo pacto social. Pero ello ha empezado a declinar, afortunadamente, con más diálogo y cautela en el accionar político.
Es el caso del Gobierno que, pese a las dificultades para manejar los brotes de violencia asistémica e irracional de grupos minoritarios y las deficiencias institucionales del país en materia de seguridad interior, ha empezado a adoptar una actitud de equilibrio y austeridad, indispensables para poner al país en un escenario de gobernabilidad. Sobre todo con vistas a los meses posteriores al plebiscito de este domingo y al intenso escenario electoral que le sigue.
En este sentido, ha resultado positivo que el Presidente de la República no se haya involucrado directamente –como acostumbra a hacerlo– en la vocería pública de los hechos de violencia y sobre el manejo de los temas más candentes de la agenda política del país, sino que los haya dejado a la conducción sectorial.
Es entendible que, en un momento tan crucial como este, las emociones personales de generaciones enteras afloren de manera fuerte y a veces se desborden, pero se debe evitar a toda costa que se utilicen para justificar una violencia irracional que en todas sus manifestaciones, institucionales o de brote social, resulta resabio de una época que basó la vigencia del poder político solo en la humillación y el miedo de la gente.
Este domingo 25 de octubre, tenemos como país una oportunidad única para reivindicar la cultura de la paz y empezar a construir una sociedad más estable e integrada. Basta solo una raya en la papeleta, y punto. Es lo que implica ir a votar.