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Diez mentiras de la Constitución de 1980 Opinión

Diez mentiras de la Constitución de 1980

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Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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No solo es significativo elegir el mecanismo –en este caso el que más conviene a una salida distinta es la Convención Constituyente– sino también el contenido de la nueva Carta Magna. No solo es importante elegir un buen régimen político que termine con el presidencialismo y la centralización, sino también restituir el dominio público sobre el agua y los demás recursos naturales, permitir un rol activo del Estado en la economía y garantizar derechos efectivos, empezando por los civiles, políticos y avanzando hacia los derechos de segunda y tercera generación, es decir, los económicos, sociales, culturales, ambientales y de género. Pero la clave es crear un régimen institucional que haga posible que lo que se establezca en la Constitución se garantice en la práctica.


La Constitución actual no solo hay que transformarla por una que exprese la soberanía popular y la heterogeneidad territorial del país, que modifique el presidencialismo, la lógica individualista y mercenaria de la propiedad, sino que también por una en la que no solo se proclamen derechos, sino que queden también garantizados con mecanismos específicos en un país donde hay mucha poesía, pero poco cumplimiento del verbo constitucionalista.

No hay chileno o chilena que alguna vez en su vida no haya tenido que leer en su etapa escolar la famosa carta de Diego Portales a su amigo José Miguel Cea, en la que expresa su concepción de la democracia: “La que tanto pregonan sus ilusos” –y que es la que prevalece en los sectores dominantes del país hasta hoy– como “un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes”, texto que ha sido usado hasta el cansancio para explicar nuestros regímenes autoritarios y centralistas.

De hecho, la declaración de principios de la dictadura, de 1974, y la Constitución de 1980, se inspiraron en ese falso mito del orden portaliano –mientras Portales fue ministro hubo, según el historiador conservador Sergio Villalobos, 17 intentos de golpe de Estado, uno de los cuales acabó con la vida del propio ministro–, en circunstancias que el siglo XIX estuvo lleno de episodios de violencia y se cerró con una guerra civil, que dejó 10 mil muertos y con el Presidente Balmaceda suicidado.

[cita tipo=»destaque»]Otro ejemplo de una norma que no se cumple y que resulta realmente irrisoria es el “derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”, reforzado por el enunciado de que es “deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza”. La realidad es que la contaminación campea en todas partes y de manera especialmente grave en las llamadas “zonas de sacrificio”. Más aún, cada semana nos enteramos que desde el propio Estado se fomentan nuevas flexibilizaciones para aprobar proyectos que destruyen el medioambiente y afectan a comunidades enteras. Estas dan batallas duras contra megaproyectos defendidos por el Gobierno y los intereses privados que representa. Cuando en ocasiones logran hacerlos caer, y todavía no terminan de celebrar tal gesta, ya hay nuevos proyectos presentados que afectarán sus vidas y su entorno.[/cita]

Pocos se han fijado en que al final de esa famosa carta, donde se expresa con brutalidad el escaso apego del ministro al principio de mayorías y su concepción autoritaria, Portales le expresa a su exsocio lo siguiente: “¿Qué hay sobre las mercaderías de que me habló en su última? Yo creo que conviene comprarlas, porque se hacen aquí constantes pedidos. Incluyo en ésta una carta para mi padre, que mandará en el primer buque que vaya a Valparaíso”. Esto expresa bien la doble alma del ministro, que recordemos fue un mercader fracasado, que gozó de un monopolio legal, y que quiso construir un régimen autoritario –“una monarquía pero sin rey”– que salvaguardara los negocios y privilegios de la oligarquía colonial reconvertida.

Este se expresó en los gobiernos regidos por la Constitución de 1833, la primera creación de una comisión designada a dedo por quien ejercía el poder y construida sobre los cadáveres de los vencidos, seguida por la Constitución presidencialista de 1925, aprobada después de intervenciones militares con la abstención de un 55% del padrón elector y la de 1980, votada en plena dictadura, sin registros electorales y con evidencias de fraude. Esa es nuestra historia institucional.

De ahí, los problemas que generaron esos órdenes institucionales en el tiempo –rebeliones, crisis periódicas, asonadas populares y golpes de Estado– encorsetaron a la sociedad, pues no fueron construidos en esencia para resolver los problemas de la mayoría del pueblo, sino en beneficio de la producción y circulación de mercancías dominadas por oligarquías, aunque la de 1925 contiene elementos que reflejan la emergencia mesocrática en la sociedad chilena.

Pero, además, han sido constituciones mentirosas, en especial la de 1980, a pesar de sus múltiples reformas desde 1989, pues proclamaron derechos que luego no se garantizaron porque no previeron mecanismos de puesta en práctica y de control suficientes. La mentira alcanzó ribetes irrisorios con la Carta de 1980, que declaró, en plena dictadura y con prácticas recurrentes de tortura y asesinato de opositores, que Chile era “una República democrática”, suspendiendo todos los derechos que proclamaba con artículos transitorios ad hoc.

Rebobinando la historia: 10 grandes falacias de la Constitución de 1980

La primera falacia mayúscula es el artículo 1°, que declara que en Chile “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, cuando sabemos en el día a día de la vida cotidiana que no somos ni libres ni iguales, ni se manifiesta que esa condición se mantiene en vida. En los últimos años, las actitudes y prácticas de los grandes empresarios, los actores políticos financiados por Penta, BCI, SQM y los demás, el SII, los mandos de las Fuerzas Armadas y de Orden, con frecuencia el Ministerio Público y los tribunales de justicia, entre otros, nos refrescan la memoria sobre la falsedad de ese artículo. En una próxima Constitución tal principio debiera garantizarse, incluyendo la sanción severa a su infracción por quienes deben velar por su cumplimiento.

Una segunda mentira es aquello que “la administración del Estado será funcional y territorialmente descentralizada, o desconcentrada en su caso, de conformidad a la ley”. Recién vamos a elegir a gobernadores regionales y no se ha legislado para otorgar una mayor autonomía tributaria y administrativa a comunas y regiones, para que puedan solventar más inversiones y servicios a sus comunidades en detrimento de la potestad del Gobierno central. Tampoco la ley ha evolucionado para permitir una desconcentración amplia de la administración.

Salvo en la Región Metropolitana y en alguna medida en Concepción y Valparaíso, lo que opera en las regiones –en algunos casos más acentuadamente que en otras– es un derivado del orden feudal, basado en la herencia de la hacienda, donde a falta de desarrollo industrial e iniciativa privada, lo que queda es enchufarse en el Estado para sobrevivir y arrimarse al parlamentario más influyente de la coalición que gobierna –el «broker» y hacer fila hasta que le toque. Hay familias especializadas en ese giro de negocio, en las que el matrimonio se reparte entre la izquierda y la derecha para nunca perder.

El “broker”, además de usar el presupuesto público en beneficio propio, coloca desde el estafeta hasta el intendente en el aparato público, a cambio de transar sus votos en el Congreso con La Moneda. La Región de O’Higgins, para mala suerte nuestra, es un excelente laboratorio para comprobar lo que señalo: la relación incestuosa entre política, empresarios y Poder Judicial nos ha colocado como una de las zonas con más anomalías en su aparato público.

No pocas veces, cuando los «brokers» hablan en los medios, lo hacen en primera persona y se refieren al territorio que representan como si fuera propio: “Mi región”. Aún recuerdo que mientras milité en un partido político e invitaba a algún parlamentario de otra región a exponer sobre un tema de interés público, era característico que el invitado, antes de confirmar, llamara al «broker» local para avisar su venida. Se trataba de una elegante manera de decir “pido permiso para ingresar a tu territorio”.

En una hipotética nueva Carta Magna, el clientelismo, la corrupción y las mafias locales de favores mutuos debieran ser más expresamente señalados como conductas fuera de la ley, a la vez que debiera subrayarse el rol de los órganos de control administrativo y ciudadano sobre la administración, dándole más potestades autónomas a la Contraloría y creando el Defensor del Pueblo.

Un tercer mito es aquel enunciado en el artículo 5°: “La soberanía reside esencialmente en la nación [y] ningún sector del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio”. La verdad es que nuestra historia está llena de guerras civiles y golpes de Estado en los que sectores dominantes se han atribuido el ejercicio de la soberanía, casi siempre con las Fuerzas Armadas y la oligarquía económica como actores principales. La lista es larga: 1830, 1859, 1879, 1891, 1892, 1920, 1924, 1925, 1931, 1932, 1933, 1936, 1939, 1943, 1948, 1955, 1969 y cruelmente en 1973. Lo resumía uno de los Matte en el siglo XIX mediante una ya famosa frase: “Los dueños de Chile somos nosotros”, usando con frecuencia a las Fuerzas Armadas para cumplir con sus objetivos.

Hoy ya no es tan factible propiciar golpes de Estado. Los mandos militares aprendieron la lección. Allí esta Punta Peuco como testimonio de las consecuencias posibles del ejercicio del terrorismo de Estado. Los sectores dominantes se empeñan más bien en la actualidad en controlar la opinión pública. De allí su obsesión por comprar canales de tv, periódicos y radios, que casi siempre funcionan a pérdida, pero cuyo propósito es moldear el discurso público a su favor, procurando que el pueblo carezca de ciudadanía y que solo cada cuatro años asista, como convidado de piedra, a legitimar con su voto individual y anónimo un orden dominado por otros.

Corolario de lo anterior, es el artículo 6° que proclama que “los órganos del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella, y garantizar el orden institucional de la República”. Todos sabemos que más allá de los órganos del Estado existen los poderes fácticos, cuya realidad y poder en diversos casos prevalece sobre ellos y sobre la ley.

En cuarto lugar, el actual artículo 8º –recordemos que el original eliminado en 1989 establecía la proscripción ideológica de la izquierda– señala que “el ejercicio de las funciones públicas obliga a sus titulares a dar estricto cumplimiento al principio de probidad en todas sus actuaciones”. Como diría un conocido periodista, tal frase esconde un verdadero baile de máscaras que se desarrolla por la trastienda de tan alambicada frase. Este Gobierno, en mayor medida que los anteriores, es un claro ejemplo de lo irrisorio que es tal precepto constitucional. Se entiende, ¿cierto?

Pero esta historia viene de más atrás. Bajo la actual Constitución, una y otra vez los poderes establecidos han sido protegidos más allá o más acá de la ley: Pinochet y su familia, la DC en 2001, los casos Caval, Penta, SQM, Corpesca, MOP-Gate, SII, el Ministerio Público, las estafas de los pollos y el papel confort. En diversas situaciones, los robos son calificados –cuando se trata de los poderosos– en nuestro lenguaje eufemístico de “colusiones” y no como lo que son.

En quinto lugar, en el capítulo III, sobre los derechos constitucionales, se describe una larga lista de derechos que no se garantizan, como “el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica de la persona” y “el derecho a la protección de la salud”, en este último caso con un sistema privado que atiende al que tiene dinero o, bien, opera con seguros que perjudican cuando pueden a sus cotizantes, junto a una salud pública que atiende a la gran mayoría de la población, pero que está crónicamente desfinanciada.

Por su parte, el principio de la igualdad ante la ley y los enunciados según los cuales “en Chile no hay persona ni grupo privilegiados” y que existe una “igual protección de la ley en el ejercicio de sus derechos”, son desafiados permanentemente por los órganos del Estado encargados de impartir justicia. El último ejemplo evidente ha sido la sustancial reducción judicial a la multa a Julio Ponce Lerou por maniobras bursátiles ilícitas, que le reportaron millonarias ganancias.

Otro ejemplo de una norma que no se cumple y que resulta realmente irrisoria es el “derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación”, reforzado por el enunciado de que es “deber del Estado velar para que este derecho no sea afectado y tutelar la preservación de la naturaleza”. La realidad es que la contaminación campea en todas partes y de manera especialmente grave en las llamadas “zonas de sacrificio”. Más aún, cada semana nos enteramos que desde el propio Estado se fomentan nuevas flexibilizaciones para aprobar proyectos que destruyen el medioambiente y afectan a comunidades enteras. Estas dan batallas duras contra megaproyectos defendidos por el Gobierno y los intereses privados que representa. Cuando en ocasiones logran hacerlos caer, y todavía no terminan de celebrar tal gesta, ya hay nuevos proyectos presentados que afectarán sus vidas y su entorno.

En sexto lugar, el artículo 24° es el fundamento del desigual orden económico que existe entre nosotros. Este establece “el derecho de propiedad en sus diversas especies sobre toda clase de bienes corporales o incorporales”. Aunque reconoce que la propiedad tiene límites –siguiendo en parte la reforma de 1967 a la Constitución de 1925–, cuando lo exijan “los intereses generales de la Nación, la seguridad nacional, la utilidad y la salubridad públicas y la conservación del patrimonio ambiental”. Pero esa limitación queda muy restringida por aquello de que “nadie puede, en caso alguno, ser privado de su propiedad, del bien sobre que recae o de algunos de los atributos o facultades esenciales del dominio, sino en virtud de ley general o especial que autorice la expropiación por causa de utilidad pública o de interés nacional, calificada por el legislador».

El expropiado podrá reclamar de la legalidad del acto expropiatorio ante los tribunales ordinarios y tendrá siempre derecho a indemnización por el daño patrimonial efectivamente causado, la que se fijará de común acuerdo o en sentencia dictada conforme a derecho por dichos tribunales. A falta de acuerdo, «la indemnización deberá ser pagada en dinero efectivo al contado”. Se preserva así la enorme concentración de la riqueza en Chile.

Recordemos, además, que la Constitución Política de 1980 ratificó el dominio absoluto, exclusivo, inalienable e imprescriptible del Estado sobre los recursos del subsuelo en su artículo 19, nº 24, inciso 6º, que fue resultado del proceso de nacionalización del cobre que llevaron a cabo sucesivamente los gobiernos de Frei y Allende, que fue ratificado de manera unánime por el Congreso Nacional en 1971. Si la Junta Militar no se atrevió a sacarlo de su Constitución, sí dio curso a una de las más grandes hipocresías jurídicas de nuestro orden institucional. En efecto, José Piñera hizo aprobar por la Junta Militar en 1981 la Ley de Concesiones Mineras, que otorga en la práctica un derecho de propiedad privada permanente sobre las minas. Se ha sobreabusado de esta norma durante los gobiernos, que desde 1992 han entregado importantes pertenencias para la explotación privada, al punto que hoy casi el 70% de la producción corresponde a ese sector y solo un 30% a Codelco.

En séptimo lugar, el derecho a la educación estipulado en el artículo 10° de ese capítulo se extiende hasta la enseñanza media desde 2013 (pasó de cuatro años en 1920 a seis años en 1929 y a ocho años en 1965). Pero en muchos sentidos en un derecho nominal por su desigual calidad y condiciones en la que es impartida, lo que lleva a los que pueden a destinar cuantiosos recursos del presupuesto familiar para que sus hijos cursen su escolaridad en colegios privados o, bien, se inscriban finalmente en preuniversitarios para poder aspirar a seguir estudios superiores que les aseguren un futuro profesional. En una nueva Constitución, debiera garantizarse que no exista discriminación en el acceso a este derecho y que el Estado asegure que la educación sea impartida en condiciones en que los establecimientos sean efectivos en su misión y no estén limitados por la desigualdad de recursos de los establecimientos y de las familias.

En octavo lugar, otro precepto falaz es el 16°, que establece “la libertad de trabajo y su protección”. El trabajo en Chile está totalmente desprotegido por un Código –también impuesto por la Junta Militar a instancias de José Piñera– que otorga plena libertad de despido “por necesidades de la empresa”, junto a un mecanismo de indemnización que favorece arreglos extrajudiciales lesivos para los trabajadores. Además, no hace posible la negociación colectiva por rama o territorio ni permite la titularidad sindical en ella, debilitando estructuralmente a los sindicatos y la defensa colectiva de las condiciones laborales. El último atentado a la protección del trabajo lo estableció un órgano del Estado, la Dirección del Trabajo, que en el contexto de la pandemia y tempranamente permitió el abuso empresarial y promovió la suspensión de la relación laboral sin mantención de la remuneración, cuyos efectos han sido dramáticos en los sectores más vulnerables.

En noveno lugar algunos de los artículos que se relacionan con el Congreso Nacional, sin perjuicio de lo poco apropiado de un sistema bicameral, son para reírse, como el 60°, que establece la cesación en el cargo del parlamentario que, en ejercicio de sus funciones, “celebrare o caucionare contratos con el Estado o el que actuare como procurador o agente en gestiones particulares de carácter administrativo, en la provisión de empleos públicos, consejerías, funciones o comisiones de similar naturaleza”. Todos sabemos que si ese precepto se aplicara, no quedaría probablemente un solo parlamentario en ejercicio.

En décimo lugar, el artículo 63° establece la irresponsabilidad política de quienes integran el Banco Central, que se ha transformado en un reducto conservador e incompetente. En Chile, la regla general es que las autoridades son responsables de sus actos y susceptibles de destitución mediante una acusación constitucional, menos los consejeros del BC.

El artículo 108° lo declara un ente “técnico”, pero cuya composición es política y que en nuestra historia reciente ha provocado desastres como “la crisis Massad” de 1999 y su sobrerreacción a la crisis asiática, la de José De Gregorio, que en 2008 primero subió las tasas de interés y luego, frente a la mayor crisis mundial en 70 años, las bajó tardíamente. Rodrigo Vergara, con Piñera I, siempre llegó tarde a impulsar la economía. Mario Marcel ha actuado más rápido, pero siendo presidente del BC en el Gobierno de Bachelet II y en el contexto de la discusión sobre la reforma previsional, evacuó un documento que defendía y aplaudía el sistema de capitación individual y criticaba el de reparto. Recientemente, en una entrevista sobre el eventual retiro del 10%, señaló que no opinaba de política. En marzo, salió a defender la equivocada política de austeridad de Piñera, que ha tenido como consecuencia una explosión del desempleo y efectos perniciosos sobre los sectores más vulnerables.

Epílogo: avanzar hacia una Constitución que garantice los derechos de II y III generación

Estamos ad portas de un plebiscito que puede ser decisivo para cambiar nuestra historia y la dramática tendencia a construir, siempre entre cuatro paredes, órdenes autoritarios que se transforman en camisas de fuerza, que encorsetan al cuerpo social hasta que se producen reventones sociales o golpes autoritarios que repiten ciclos de inestabilidad y violencia.

En esa discusión, no solo es significativo elegir el mecanismo –en este caso el que más conviene a una salida distinta es la Convención Constituyente– sino también el contenido de la nueva Carta Magna. No solo es importante elegir un buen régimen político que termine con el presidencialismo y la centralización, sino también restituir el dominio público sobre el agua y los demás recursos naturales, permitir un rol activo del Estado en la economía y garantizar derechos efectivos, empezando por los civiles, políticos y avanzando hacia los derechos de segunda y tercera generación, es decir, los económicos, sociales, culturales, ambientales y de género. Pero la clave es crear un régimen institucional que haga posible que lo que se establezca en la Constitución se garantice en la práctica.

La próxima Constitución debe ser sustancial y no solo formal ni declarativa. ¿Será posible que no nos sigamos engañando entre nosotros mismos sobre una democracia que declara propósitos, pero que no los cumple?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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