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Por una Constitución “habilitadora” en lo económico MERCADOS|OPINIÓN

Por una Constitución “habilitadora” en lo económico

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José Gabriel Palma
Por : José Gabriel Palma Profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de Cambridge y de la Universidad de Santiago
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Una Constitución “habilitadora” se adecuaría a los requerimientos de vivir en un mundo altamente incierto y cambiante, tanto en lo tecnológico como en las formas en la que se desarrolla la economía internacional. Lo último que necesitamos es una nueva Constitución que facilite un nuevo modelo específico de desarrollo, por atractivo que sea, y que dificulte la implementación de otros. En ese sentido, no debemos mezclar el debate constitucional con el de la necesidad de cambiar el modelo actual, por muy necesario que sea este debate, pues este modelo obviamente ya dio (y hace mucho) todo lo que podía dar y se transformó en contraproductivo, porque su fecha de vencimiento ya pasó hace como 20 años.


En una columna publicada el 19 de octubre en otro medio, junto con analizar varios elementos de la contingencia económica actual –relacionados con “el pantano” gramsciano en el cual estamos atrapados–, también delineé algunas de las características que debería tener la nueva Constitución en lo económico. Y es a raíz de varias preguntas y comentarios que he recibido, que escribo esta columna para profundizar un aspecto fundamental del debate económico-constitucional: la separación del debate constitucional del debate sobre el nuevo modelo de crecimiento que deberíamos tener para adelante, por fundamentales que sean ambos temas.

Desde mi perspectiva, lo básico de la nueva Constitución en lo económico, y a diferencia fundamental de la actual, es que debe ser una Constitución “genérica” en lo económico (por así decirlo): una Constitución a la que yo llamo “habilitadora” (o “facilitadora”). Esto es que no se case con ningún «modelo» específico de desarrollo, por seductor que este pudiese ser, sino que cree espacios para que dentro de ella se pueda implementar una amplia gama de posibles estrategias de desarrollo.

Como bien se sabe –y como Jaime Guzmán se jactaba–, la Constitución de Pinochet y “las leyes de amarre” que la dictadura negoció con la cúpula dirigente de la Concertación (y a espaldas de la ciudadanía), tenían por objeto amarrar a la nueva democracia a continuar con el modelo neoliberal y a hacerlo en la misma forma rentista en la que se hacía. Por ejemplo, lo que hizo la cúpula de la Concertación fue aceptar intactos los cuerpos de “supravigilancia” (como el Tribunal Constitucional, el Banco Central “independiente”, el Consejo Nacional de Educación, el Consejo Nacional de Televisión y otros) siempre que sus dirigentes se cuotearan «miti-miti», pretendiendo legitimarlos tan solo porque sus (cuoteados) miembros tendrían que ser confirmados en el Parlamento del duopolio.

[cita tipo=»destaque»]La cuestión darwiniana fundamental es que el «valor intrínseco» de los que sobresalen no es algo relevante a esta historia. Unos sobresalen en un entorno, otros en otros. Eso es todo. Por supuesto que los que sobresalen en un entorno específico, por artificial que sea, se autoconvencen en cinco minutos de que si eso pasa es porque ellos son «mejores». Pero eso es pura ilusión. En cambio, el ser capaz de generar un entorno que facilite el movimiento en una dirección y no en otra, sí que es relevante para esta historia. El entorno económico en el cual vamos a vivir es parte de la lucha política normal que viene después. Pero usar la Constitución como una forma tramposa para asegurar que el entorno que uno quiera sea el único posible, es peor que ser el dueño de la pelota en una pichanga.[/cita]

Como tanto se ha repetido, pero poco digerido, Guzmán decía: “La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”. Bueno, la nueva Constitución tiene que ser exactamente lo contrario: que si llegan a gobernar mis adversarios en forma democrática, yo no quiero que ellos se vean constitucionalmente constreñidos a seguir una acción distinta a la que yo anhelaría.

Eso no es solo la diferencia entre una Constitución democrática y una fascistoide, sino también una que se adecua a todos los principios económicos existentes, incluso a los de la teoría económica neoclásica, la que en teoría (pero ciertamente no en la práctica) inspira a aquellos que defienden el modelo económico actual. Como ya he escrito antes, estos neoliberales, supuestamente neoclásicos en lo económico, nunca han leído, o si han leído parece que no han entendido, el teorema neoclásico fundamental de la política económica (el de Lipsey y Lancaster), aquel que explica por qué en el mundo real lo que uno realmente necesita es espacio de maniobra para adaptar las políticas económicas a las innumerables fallas y distorsiones de mercado.

Yo estudié economía en la Universidad Católica en el tiempo de los «Chicago Boys» e hice todos los cursos opcionales de teoría avanzada (micro y macro) y en ninguno de ellos un profesor mencionó ni siquiera como curiosidad la existencia de dicho teorema, pues de hacerlo se les derrumbaba todo el aparataje ideológico detrás de su teología. Aquella que confundía medios con fines, que le daba carácter ontológico a meras políticas económicas, como si su existencia fuese la razón de ser del modelo, en lugar de ser simplemente meros instrumentos para lograr el desarrollo.

Una Constitución “habilitadora” también se adecuaría a los requerimientos de vivir en un mundo altamente incierto y cambiante, tanto en lo tecnológico como en las formas en que se desarrolla la economía internacional.
Lo último que necesitamos es una nueva Constitución que facilite un nuevo modelo específico de desarrollo, por atractivo que sea y que dificulte la implementación de otros. En ese sentido, no debemos mezclar el debate constitucional con el de la necesidad de cambiar el modelo actual, por muy necesario que sea este debate, pues este modelo obviamente ya dio (y hace mucho) todo lo que podía dar y se transformó en contraproductivo, porque su fecha de vencimiento ya pasó hace como 20 años (aquí un análisis detallado).

Pero algo fundamental es que la nueva Constitución debe hacer inconstitucional imponer rigideces artificiales a nuestra vida económica, pues ellas han probado ser obstáculos significativos para el progreso. Como nos enseña la visión del mundo de Darwin, las especies que sobresalen son las que mejor responden a un entorno cambiante. Las que se quedan pegadas haciendo más de lo mismo, pasan a ser (como dice Darwin) fósiles vivientes. ¡Qué mejor metáfora que esa para definir al núcleo de nuestra élite capitalista!

Por eso, como la evolución –inevitablemente– genera incertidumbres para los agentes dominantes, el modelo neoliberal (aquel que tuvo la arrogancia de predecir consigo mismo el fin de la historia) inscribió en la actual Constitución, a fuego y terror, una serie de rigideces predarwinianas para mantener el statu quo. ¡Si estos «capitalistas» al menos supieran lo que es el capitalismo! Pero cómo usted le explica algo a alguien cuyos ingresos dependen de no entender.

Por ejemplo, debería ser inconstitucional que tratados «comerciales» (y sin tener nada que ver con lo comercial) nos limiten el espacio de maniobra en materias de políticas económicas. Por ejemplo, aquella parte del tratado comercial con EE.UU. que dificulta en extremo, haciéndolo prácticamente imposible, volver a implementar controles de capital como aquellos que hicimos tan bien en los 90 (los “Ffrench-Davis/Zahler»). Es perfectamente entendible por qué a Wall Street no les gusten estos controles, pero no puede ser posible que grupos de intereses como esos y no nosotros en forma democrática, determinen nuestro espacio de maniobra en cuanto a políticas económicas. ¡Es la diferencia entre ser país y nación!

Tampoco debería ser Constitucional aprobar tratados «comerciales» como el TPP-11, que de comercial solo tiene el envoltorio o la carnada para hacer picar a ingenuos, o para darles piso a burócratas cortesanos, o a políticos «progresistas-situacionistas» (como dicen en Brasil) –¡cómo no iba a haber un ex-Mapu de por medio!–, cuya finalidad real era potenciar los derechos de propiedad corporativos más allá de cualquier cosa que tenga algo que ver con la naturaleza de un sistema capitalista.

Estos tratados que no son más que “leyes de amarre”, o camisas de fuerza “guzmanianas-buchanianas”, cuyo objetivo es reducir nuestra capacidad para hacer política económica, regulación ambiental, derechos laborales, etc. Si quieren hacer tratados ‘comerciales’, bueno, ¡que sean sobre eso! Y no subterfugios para encadenarnos en otras cosas.

En breve, en dicho tratado cualquier cambio regulatorio, por razonable, eficiente y democrático que sea, cualquier cambio de política económica con esas mismas características, etc., etc., que afectase la rentabilidad de cualquier corporación internacional –o chilena “internacionalizada” (para esto bastaría tener, por ejemplo, una oficina con tres empleados en Lima para calificar como tal)–, abre las compuertas a demandas compensatorias millonarias, las cuales (por supuesto) no se dirimen en cortes chilenas, sino en cortes internacionales de fantasía, donde los abogados de dichas corporaciones son jueces y partes en las disputas.

Por ejemplo, si por fin decidimos dejar de reglar las rentas de nuestros recursos naturales y colocamos un royalty de verdad (no como la hipocresía del actual, cuya recaudación neta no alcanza ni para un chupete helado) y que sea diferenciado, como parte de una política industrial que busque agregar valor al sector primario-exportador, este tratado abre las compuertas a compensaciones millonarias.

Por ejemplo, (si al estilo Balmaceda) le colocamos uno equivalente a un tercio del valor de las exportaciones al cobre concentrado (un barro con un contenido de mineral no más allá de un 30%, resultado de una flotación rudimentaria del mineral bruto pulverizado), uno equivalente a la mitad de eso a una barra (una con un contenido de mineral del 99%), y de cero al alambrón, las mineras, las empresas navieras y todo el enjambre de rentistas que viven rentando del actual modelo primario-exportador, nos podrían demandar por compensación.

En el caso de las navieras, por ejemplo, como ellas se benefician de la actual ineficiencia de nuestro modelo exportador, tendrían derecho a compensación. Hoy salen de Chile más de mil barcos con cobre concentrado y como el mineral tiene tan bajo contenido metálico, requiere de grandes volúmenes de transporte. Si ese cobre fuera en barra, los requerimientos de transporte –y de contaminación ambiental que hace dicho transporte– bajarían en dos tercios.

Pero como a esas navieras les encanta el negocio de transportar la escoria de nuestro mineral a China (después de todo, hoy día el principal producto de exportación chileno es escoria o basura ―qué mejor forma de transparentar nuestro actual modelo de desarrollo o, mejor dicho, de subdesarrollo) y como ellas pueden argumentar que el cambio no es por decisión libre de las multinacionales del cobre (algo perfectamente aceptable dentro del tratado), sino por nuevas políticas económicas, dentro del TPP-11 tendrían derecho a compensación por todas las utilidades perdidas por no continuar transportando caudales de basura a China. Da lo mismo si hacemos eso por política industrial o, simplemente, porque un nuevo tratado del cambio climático nos obligase a reducir la gran contaminación ambiental que hace dicho transporte en forma totalmente innecesaria; cualquier razón es irrelevante para la compensación. Utilidad es utilidad, cambio regulatorio o de política es cambio; lo demás es irrelevante.

Si se afecta la rentabilidad de una corporación por esas razones o si se prohíbe el uso de pesticidas cancerígenos o faenas mineras que destruyen ecosistemas o lo que sea, hay que abrir la billetera y pagar el equivalente a todas las utilidades que se hubiesen generado de no haber habido el cambio, o si se hubiese autorizado a alguna minera a llevar a cabo su proyecto contaminador. Y los montos a pagar se dirimen en cortes de fantasía…

Es decir, dentro de dicho tratado podemos hacer lo que queramos, cuando queramos y como queramos, siempre que lo que queramos sea lo que les guste a dichas corporaciones. Si tenemos un mínimo de autorrespeto como país –aquel característico a una nación–, eso debería ser inconstitucional.

No podemos tener una Constitución que favorezca a la estrategia de desarrollo «a» en lugar de la «b», sino una que tenga espacios como para no obstaculizar que la voluntad popular decida entre «a» y «b» (o «c»), sin que corporaciones o cortes de fantasía nos digan que cualquier cosa diferente a los que ellos quieren (por ejemplo «a») es imposible o imposiblemente caro.

Pero fuera de hacer inconstitucional toda “ley de amarre”, la nueva Constitución debe precisamente habilitar el espacio de maniobra para que cualquier Gobierno democráticamente elegido pueda hacer  «a», «b» o «c», incluso si por alguna razón –lamentable desde mi perspectiva– la voluntad popular prefiera hacer más de lo mismo que hoy, no hay problema. Esto es, si gobiernan «los adversarios», ellos no deberían verse constreñidos constitucionalmente a seguir una acción distinta a la que uno mismo anhelaría. Otra cosa es la disputa política natural que viene después, dentro de una democracia, por fuerte que sea, para que se haga «b» en lugar de «a» y viceversa. Pero apoyarse en trabas constitucionales para imponer «a», no solo es una cobardía política, sino la receta para crear situaciones ingobernables y violentas como la actual.

Desde un punto de vista darwiniano, lo fundamental de cualquier estrategia de desarrollo es crear un medioambiente en el que un subconjunto de miembros de una población pueda florecer en relación con otros simplemente porque poseen una característica, que otros no tienen, que los hace relativamente más apropiados para algún entorno local. Por ejemplo, uno en el cual dentro de la élite capitalista solo puedan sobresalir aquellos dispuestos a reactualizarse e industrializar nuestros recursos naturales, desarrollar una nueva estrategia «verde», etc., a diferencia del entorno actual que solo facilita el desarrollo de aquellos miembros de una élite cuya preferencia es ser rentistas, especuladores, depredadores y traders. Y que entre los trabajadores puedan florecer aquellos dispuestos a adquirir nuevas habilidades, y en la burocracia aquellos que desarrollen una capacidad de pensamiento crítico. Please, no más yes-man como los del TPP-11. Y así.

La cuestión darwiniana fundamental es que el «valor intrínseco» de los que sobresalen no es algo relevante a esta historia. Unos sobresalen en un entorno, otros en otros. Eso es todo. Por supuesto que los que sobresalen en un entorno específico, por artificial que sea, se autoconvencen en cinco minutos de que si eso pasa es porque ellos son «mejores». Pero eso es pura ilusión. En cambio, el ser capaz de generar un entorno que facilite el movimiento en una dirección y no en otra, sí que es relevante para esta historia. El entorno económico en el cual vamos a vivir es parte de la lucha política normal que viene después. Pero usar la Constitución como una forma tramposa para asegurar que el entorno que uno quiera sea el único posible, es peor que ser el dueño de la pelota en una pichanga.

Si quisiésemos desarrollar democráticamente una estrategia «verde» como nuevo motor del crecimiento de la productividad; hacer controles de capital de entrada y salida (para así parar en seco la absurda fuga de capitales que ha tenido lugar en Chile en los últimos 20 años, como el uso de paraísos fiscales, esos que evidenciaron los Panamá Papers y donde hasta nuestro Presidente estaba involucrado en el fraude, pues, además de problemas de eficiencia, no puede ser que en una democracia una minoría móvil pueda poner en jaque mate al resto de la población cuando se le dé la gana); si quisiésemos un royalty de verdad y diferenciado; un sector público productivo (con la regulación pertinente para evitar políticas de empleo clientelitas, pues nunca va a faltar el Escalona); un sector público no más grande sino más inteligente y flexible (como analiza Mariana Mazzucato); si quisiésemos modernizar tanto el mandato del Banco Central (para compatibilizar lo monetario con el crecimiento, a lo FED en EE.UU.), como su grado de independencia (a diferencia de lo que venden en Chile, el tema del grado de independencia no es para nada obvio); si queremos que el Servicio Nacional de Salud pueda comprar los remedios directamente de los productores, y así usar su gran poder de compra en beneficio de todos (bueno, de todos salvo la maraña de rentistas que se nutre a su alrededor, como alrededor de todo lo público, cual vulgares mosquitos chupasangres), etc., etc., entonces una nueva Constitución tiene que hacer todo eso posible, como también hacer posibles las políticas distintas, aquellas de las que yo estoy en desacuerdo.

Para eso, como decía en la columna mencionada (y tomando de Freud), algo fundamental en la tarea de construir una nueva Constitución (y sociedad) es desbancar los tótems y tabúes que los neoliberales nos dejaron incrustados en el «sentido común» del país (sentido común en la perspectiva Gramsci).

No es el rol de la Constitución “constreñir” a nadie que quiera hacer democráticamente “acciones distintas a las que uno anhelaría”, como ostentaban Guzmán & Asociados.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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