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Una difícil gobernabilidad Opinión

Una difícil gobernabilidad

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Incluso si el demócrata superara el derrotero judicial, la gobernabilidad no sería nada fácil. La lucha por el control del Senado, pieza clave del engranaje público, está equiparada, mientras en la Cámara de Representantes los republicanos acortaron la diferencia numérica con la mayoría demócrata. La influencia del trumpismo se hará sentir entre los congresistas. Es que Trump no es un accidente ni un fenómeno pasajero. Es más bien la respuesta a una parte considerable de Estados Unidos: la de los huérfanos de los valores tradicionales asentados en la ruralidad del “país profundo”, pero también de los perdedores de la globalización sin trabajo o subempleados, que salieron a votar presencialmente en masa el martes 3 de noviembre y que, a la luz de los resultados, representa casi la mitad de universo electoral.


Al fragor de la campaña electoral de Estados Unidos de 1992, el gobernador de Arkansas y aspirante demócrata a la Casa Blanca, Bill Clinton, acuñó la demoledora frase “es la economía, estúpido” en su campaña contra el Presidente George Bush, quien parecía imbatible después de protagonizar el fin de la Guerra Fría y ganar la Guerra de Irak. La expresión se popularizó y adoptó la misma estructura para destacar otros aspectos de diversas situaciones.

En la actual carrera presidencial muchos pensamos que sería el coronavirus el factor que inclinaría la balanza y, aunque efectivamente jugó un papel relevante, fue más bien un derivado del germen pandémico –el masivo voto por correo o anticipado– el que explica la tensa espera de conteo de votos en un puñado de circunscripciones que, hoy más que nunca, responden al concepto de “estados en disputa”. En uno de estos, el “viejo sur” georgiano en que Margaret Mitchell retratara en su inmortal Lo que el viento se llevó, protagoniza un vuelco histórico a favor del aspirante Biden.

La historia sin fin de este recuento de votos fue prevista también por diversos analistas, aunque pocos tan elocuentes como el viralizado comentario del veterano senador por Vermont, Bernie Sanders, que en el programa de Jimmy Fallon emitido el 24 de octubre describió con lujo de detalles lo que ocurriría la noche del 3 al 4 de noviembre: que el presidente anunciaría por televisión que había ganado la reelección y que, con el correr de las horas, los votos por correo cambiarían la tendencia en los estados de Michigan, Wisconsin y Pensilvania, por lo que el mandatario en ejercicio alegaría un fraude en curso para robar su victoria electoral.

[cita tipo=»destaque»]Hacia 2020 Estados Unidos se encuentra fracturado en 2 mitades porcentualmente similares en las urnas y dicho clivaje ha sido traducido en escaños en el Congreso. Y como el Presidente, lejos de transformarse en un republicano de partido, ha logrado teñir de trumpismo a la tienda del elefante, el espacio del consenso es más reducido que antaño. Aunque el Ejecutivo resucitara la tradición bipartidista de administración, las negociaciones se prevén ásperas en temas como el programa de salud “Obama Care” o una reforma migratoria.[/cita]

Desde luego, Donald Trump sabía que este escenario podía ocurrir. Y aunque confiaba en su base electoral –como pocos políticos conoce a sus seguidores que le dieron cerca de 70 millones de votos–, al igual que 4 años antes, apostó por denunciar un eventual timo electoral, colocando en duda esta vez el traspaso de mando.

No puede ser de otra forma para un exempresario de propiedades y entretenimiento, que ha reconocido que el triunfo es siempre fácil y lo que le cuesta es perder. Después de todo, en su show televisivo “El Aprendiz” solía espetar a sus participantes expulsados un seco “estás despedido”. La frase podría ser un déjà vu personal a su más acariciado empleo: el de jefe del Salón Oval. Para evitarlo, apenas acabe el recuento de los estados en disputa, persistirá en el expediente judicial, por lo que esta historia puede prolongarse. Lo que de paso devastaría una de las tradiciones más significativas de la democracia norteamericana y aquella que la distinguía de otros: el respeto de los contendientes por el veredicto de las urnas y un traspaso de mando tranquilo.

El comando de campaña de Trump ya interpuso en Michigan y Nevada sendos recursos legales para impugnar el conteo de votos que consideran fraudulentos. Y sus fieles seguidores salieron a las calles de las oficinas electorales para ejercer presión en varios estados. Y como Estados Unidos carece de una autoridad federal para las elecciones, depende de los poderes locales si acogen las demandas, aunque siempre está el camino de la Corte Suprema de Justicia.

El precedente de la reñida disputa entre Gore y George W. Bush el 2000 es un antecedente relevante, con una Justicia Federal que detuvo un nuevo conteo de votos en Florida, asignando los electores estaduales al republicano, allanando su llegada a la Casa Blanca. La cuestión es si acaso existe la evidencia para que el máximo organismo judicial, de nueve integrantes, admita la demanda. Si los acusadores presentaran pruebas fehacientes, la institución judicial creada en 1789 dispondría de no demasiado tiempo para decidir el recurso, dado que el colegio electoral proclamaría al vencedor de los comicios el lunes 14 de diciembre.

Pero incluso si el demócrata superara el derrotero judicial, la gobernabilidad no sería nada fácil. La lucha por el control del Senado, pieza clave del engranaje público, está equiparada, mientras en la Cámara de Representantes los republicanos acortaron la diferencia numérica con la mayoría demócrata. La influencia del trumpismo se hará sentir entre los congresistas. Es que Trump no es un accidente ni un fenómeno pasajero. Es más bien la respuesta a una parte considerable de Estados Unidos: la de los huérfanos de los valores tradicionales asentados en la ruralidad del “país profundo”, pero también de los perdedores de la globalización sin trabajo o subempleados, que salieron a votar presencialmente en masa el martes 3 de noviembre y que, a la luz de los resultados, representa casi la mitad de universo electoral.

El Presidente con su mensaje palingenésico “hacer grande América otra vez” y de nacionalismo proteccionista, interpretó a este vasto tramo sociodemográfico del país, sin distanciarse de parte de los sectores más ideologizados –la derecha alternativa– y sintonizando con quienes privilegian la economía por sobre la contingencia pandémica. Y a pesar de cualquier matiz que se advierta, se trata de un bloque ideológicamente más homogéneo que aquel construido por sus adversarios de la caleidoscópica alianza antitrumpista que respalda a Biden, juramentada a partir de la crisis del COVID-19 y de la represión racial.

La cohesión de los grupos dirigentes y medios se resintió con las leyes de derechos civiles en 1964 y de derechos al voto de 1965, que confirió la ciudadanía plena a la minoría afroamericana. La polarización se incrementó en el siglo XXI, cuando los trabajadores sin acreditación universitaria perdieron sus empleos al cerrar sus fábricas. Las promesas incumplidas de la globalización atizaron el malestar que las instituciones no atendieron, pero que el líder mesiánico supo recoger y canalizar políticamente en un movimiento que supera al republicanismo.

Hacia 2020 Estados Unidos se encuentra fracturado en 2 mitades porcentualmente similares en las urnas y dicho clivaje ha sido traducido en escaños en el Congreso. Y como el Presidente, lejos de transformarse en un republicano de partido, ha logrado teñir de trumpismo a la tienda del elefante, el espacio del consenso es más reducido que antaño. Aunque el Ejecutivo resucitara la tradición bipartidista de administración, las negociaciones se prevén ásperas en temas como el programa de salud “Obama Care” o una reforma migratoria.

La única prioridad compartida será la reconstrucción de la economía doméstica, mientras que la agenda internacional será relegada a un segundo plano. Desde luego, Biden iniciaría un acercamiento a los tradicionales aliados de Europa Occidental, pero la tensa relación con China no variará, al igual que el periférico papel de América Latina, esperándose mejoren formas y tonos en una eventual administración demócrata que preferiría una diplomacia exenta de amenazas.

México, Cuba y Venezuela seguirían siendo focos de atención de Washington en el hemisferio. Y finalmente el multilateralismo volvería a la retórica de Washington, con avances en la cooperación en temas como el cambio climático, aunque sin grandes acuerdos económicos y comerciales. Ese es parte del paradójico legado de Trump, haber recuperado el proteccionismo para el país que exportó su «American way of life» a todo el orbe, mediante la globalización del siglo XX.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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